Literaturas

Mario Santucho: “Para la democracia la violencia del poder es la única legítima y la de los oprimidos es siempre autoritaria”

El director de revista Crisis y autor de Bombo, el reaparecido (Seix Barral, 2019) es hijo del líder del PRT-ERP Mario Santucho, asesinado en un enfrentamiento por la dictadura militar en 1976. En esta entrevista recorre los temas fundamentales que atraviesan su novela: la violencia y la lucha contra la opresión capitalista, allá en los ’70 y hoy, en pleno siglo XXI.


Por Marvel Aguilera. Fotos Eloy Rodríguez Tale

En Los condenados de la tierra, Frantz Fanon decía que los colonizados habían sufrido un sesgo de violencia para la imposición de los valores blancos tal que había provocado la inversión de los mismos, es decir, la burla del colonizado hacia lo que antaño eran sus propios valores. La joven historia argentina está plagada de incomprensiones, disputas que se han dirimido con el filo de la navaja y la sangre derramada. El fusilamiento de Liniers que abrió las puertas a la emancipación criolla fue el punto de partida de la instauración de una nueva hegemonía al interior del incipiente país y al sostenimiento de un orden que socavó cualquier intento de rebeldía, como fuera el de Dorrego o el del Chacho Peñaloza. Es interesante ver cómo esa violencia “jacobina”, sinónimo del impulso revolucionario en Francia, es puesta a la conservación de un poder opresor y al establecimiento de un régimen económico que ha sobrevivido a más de un siglo de democracia. Los resabios de la última dictadura argentina permitieron comprender hasta qué punto ese régimen está dispuesto a mantener la hegemonía. La violencia, denostada por las consecuencias de la lucha armada en los años setenta, ha quedado relegada al servicio de los opresores, a una fuerza invisible que somete a los sectores populares a políticas flexibilizadoras, con la complicidad de los medios, a través de la colonización de la subjetividad. ¿Qué tipo de violencia le queda a los oprimidos? ¿Cuáles deberían ser los límites éticos de un accionar violento? En Bombo, el reaparecido, Mario Santucho indaga los orígenes de la lucha armada en Tucumán, en el pueblo de Santa Lucía, para poder abordar a la violencia en el presente, como necesidad de resistencia ante los embates del sistema capitalista y las fisuras de una democracia en plena crisis, cuyo remedio parece difícil de hallar en el actual sistema político.

Es una tarde nublada en el bar de la esquina de Thames y Vera, en Villa Crespo. Al lado de la mesa hay un cuadro de Pugliese y un espejo que refleja los grises rostros de dos hombres maduros que no paran de hablar de un viaje al exterior. Mario Santucho es enérgico y mantiene un tono alto y claro la mayor parte del tiempo, por momentos es hipnótico. Delante del café se apoya el último número de la revista Crisis con la imagen de Superman en la portada. Su reciente novela publicada por Seix Barral es una oportunidad para profundizar sobre cierto sopor social a la vera de un ajuste sostenido por parte del Gobierno, y a la necesidad de encontrar formas de legitimar esa resistencia social, que cada día parece perderse más entre la indignación de las redes sociales y las declaraciones rimbombantes de actores políticos habituados al regocijo tribunero.

¿Se puede pensar Bombo, el reaparecido además de como una revisión de los setenta como una indagacion de tipo personal a tus orígenes?

Creo que tiene que ver. De hecho sucede eso, es una exploración de los setenta que tiene diferentes capas: una es más personal, donde ciertos hilos constituyen la subjetividad propia y que yo había explorado bastante poco. Y después hay otra capa de interés político: ciertas preguntas que se encuentran específicamente en esa época y que hoy quizás sean más borrosas o menos asibles, como la violencia, la revolución, la estrategia política; que actualmente son difíciles de problematizar porque no aparecen tan concretas como en aquella época. Pero en realidad, el interés especial no surge por el pasado individual sino por preguntas que me aparecieron en el presente y que yo creo que dan cuenta en cierta forma de hasta qué punto estamos en peligro. Esa sensación de peligro en el presente fue la que me hizo abordar los setenta.

¿El peligro tiene que ver con el avance de ciertas políticas neo-colonialistas como sucedió en los setenta?

Básicamente el tema de que la derecha vuelva a estar en el Gobierno y todo lo que eso significa en un sentido más de fondo. Eso me movió. Teníamos una sensación de que ciertos avances o ciertas victorias eran irreversibles o acumulativas y estos últimos años demuestran que eso no sucede nunca y que los rebrotes de discursos de derecha fuertes y negacionistas (como la teoría de los dos demonios) vuelven a aparecer. Entonces ahí uno tiene la sensación de que todo lo hecho, en cierta manera, hay que reafirmarlo una y otra vez o, mejor dicho, corroborarlo. Y esa corroboración implica seguir haciendo un esfuerzo de pensamiento muy grande, seguir teniendo capacidad creativa para ver cómo reaparece ese presente hoy y cómo hacemos de ese pasado un elemento o un recurso para nuestras preocupaciones.

En un momento Ramón Rosa Jiménez, uno de los iniciadores de la lucha armada en Santa Lucía, explicaba que “cuando la vía política está clausurada” la violencia es inevitable, ¿en el presente se puede esperar lo mismo?

No creo que sea inevitable, creo que es una posibilidad. Y a veces se convierte en una necesidad. Me parece que es propia de ese momento, específicamente después del ’55 que es cuando los militares dan un golpe claramente antipopular, y de las seguidillas de golpes que hubo impidiendo que hubiera un sistema político y democrático que más o menos funcionara. Esa generación se crió en una especie de verdad histórica, que la democracia no garantizaba ni justicia social ni igualdad económica ni soberanía política y popular. Y que el sistema político era un recurso de las clases dominantes que cuando no les servía rápidamente echaban mano de esos golpes. Esa generación se crió en ese contexto y por lo tanto sacó conclusiones. También era una generación que se distinguía especialmente por la consecuencia y la tremenda relación entre lo que decían, lo que querían y lo que hacían. Llevaban a la práctica lo que decían que iban a hacer. Hay una frase del Che que es muy linda que dice “revolucionario es el que hace una revolución”, es decir, el que efectivamente la hace, no el que lo dice ni el que es de izquierda. Y creo que eso le impregnó a toda esa generación.

“Mi viejo tenía una relación con la violencia muy clara. Él personifica un poco la vía armada en la Argentina, la opción por la ruptura por medio de la violencia política. Es el principal exponente de eso, y es un tipo que murió en su ley.”


¿El “Bombo” Ávalos era una especie de lumpen de Santa Lucia que logró hacerse fuerte en la organización en base a su férrea voluntad?

No era un lumpen. Sí era un pibe que vivía en un territorio periférico, al sur de Tucumán, lo que se llama el interior del interior. Y además en Santa Lucía que era un pueblo chico que se organizó en torno a un ingenio que surgió a principios del siglo XX. Dentro del pueblo mismo vivía como en el borde: estaba entre la fábrica y el pueblo, y el monte. Vivía en esa dualidad, queriendo o con el horizonte de ser un empleado del ingenio, pero con su vida y su deseo circulando en torno al monte. Ahora, la particularidad del “bombo” es que cuando llega a la mayoría de edad, cierra el ingenio por una orden de la dictadura desde Buenos Aires. Entonces él se queda sin ese horizonte. Y en lugar de seguir el destino común que era cantado para toda esa generación, el de ir hacia la ciudad en búsqueda de trabajo, decide involucrarse en un proyecto revolucionario, que era un camino de ida. Yo creo que lumpen es una categoría relacionada a los bajos mundos, al hampa. Ávalos no se involucró en ese universo, decidió hacer política.

Pero no era un intelectual del tipo que solía haber en las cúpulas armadas de esa época.

No era la figura clásica del obrero ni tampoco la del intelectual de clase media o profesional crítico. Precisamente, iba a ser un obrero y no pudo. En ese momento lo de él era marginal, después se tornó muy común. Él fue uno de los primeros de una experiencia vital que después no paró, la de un montón de gente que empezó a quedarse fuera de la sociedad de consumo y de la clase asalariada. El tema es que si él ya era marginal en esa época, hoy la mayoría son lo que uno podría llamar el “precariado”: una cantidad de gente que está en condiciones precarias de trabajo. Es una realidad que no solo afecta a los sectores populares, también a la clase media. La mayoría de los trabajadores ya somos precarios, no todos tenemos una relación salarial en blanco, estable, ni con una empresa privada ni con el Estado. Me parece que una de las preguntas del libro es cómo se politizan este tipo de personas, las que asumen el desafío de pensar una sociedad mejor que el capitalismo.

Respecto de la izquierda en la actualidad, ¿ha quedado limitada a pequeñas conquistas reformadoras sin un fin histórico transformador como decía Bobbio?

La mayoría de los partidos históricos de la izquierda asumieron eso (aunque no sé si a través de una tesis como la de Bobbio, que es más afín a la socialdemocracia), el viejo planteo entre reforma y revolución: al interior del sistema ir forzando reformas que paulatinamente nos lleven a una sociedad mejor. Creo que hay mucha desorientación en la izquierda porque no tenemos hipótesis concretas de qué sería hoy una imagen revolucionaria. ¿Qué sería hoy la experiencia de ruptura con el capitalismo? No se trata tanto de recuperar una idea utópica (como diría Bobbio), porque el punto de partida es que sentimos en carne propia que el capitalismo es una mierda, donde no vamos a poder ser felices como sociedad y que por lo tanto hay que romper con sistema que nos propone. Entonces, lo que precisamos es más un anticapitalismo que una adhesión a alguna idea utópica. Personalmente creo que la sociedad superadora que imaginaron los revolucionarios del siglo XX, que es el socialismo, falló o mejor dicho no logró estar a la altura de la esperanza que había en torno a ella. Los socialismos realmente existentes que son los que conocimos en Europa oriental y tal vez en China, no lograron abrir las puertas del poscapitalismo.

¿Y cuál es la experiencia de tus años en Cuba?

Cuba es una realidad particular. Fue una revolución muy radical, en el sentido de que destruyó realmente las bases de sustentación del capitalismo. Y durante mucho tiempo fue una sociedad muy igualitaria, donde se vivía muy bien. Yo estuve toda mi infancia, y fueron los mejores años de la sociedad cubana en relación al igualitarismo o lo que hoy se llamaría “buen vivir”, en los años ochenta. Pero también es cierto que fueron los años donde hubo una total subvención por parte de la URSS. Una vez que la Unión Soviética se destruyó como realidad política, Cuba cayó en una crisis muy fuerte. Yo viví una parte de ella, que empezó con sus primeros síntomas en el ’89 y que en el ’91 se desató.

¿El “período especial”?

Sí, el período especial. El momento más grave fue en el ’94. Yo viví hasta el ’93 en Cuba. Después de eso Cuba ha buscado la manera de sobrevivir, sin terminar de salir de la crisis. Por lo tanto, en lo cotidiano, se vive una realidad bastante compleja y dura. Y a su vez Cuba ha mantenido una legitimidad política muy grande en cuanto al proyecto y a la conducción revolucionaria. Entonces, mantiene parámetros de reproducción social bastante diferentes a los que priman en América Central, el Caribe y el resto de América. Durante mucho tiempo pensé que a Cuba había que verla como algo que en su momento fue la vanguardia de la revolución: todo lo que ella inspiraba, el norte hacia el cuál ir. Y en un momento pasó a ser la retaguardia de la revolución. Yo la vería a Cuba no ya como el faro que indica el camino y sí más bien como una especie de revolución que se mantiene a pesar de todo y que por lo tanto para nosotros es una retaguardia, un lugar en el cual encontrar algunas imágenes de necesidades diferentes, pero que no me parece que tengan la clave del futuro. En ese sentido, necesitamos una nueva imaginación política que realmente tenga capacidad de prefigurar otra forma de vida y de sociedad.

La democracia tiene una operación ideológica que todos los días actualiza: la violencia del poder es la única legítima y la violencia de los oprimidos es siempre autoritaria.


¿Se puede hacer una analogía del discurso de la última dictadura en su lucha contra la subversión para imponer un modelo de mercado y la actual lucha contra la corrupción que se dice llevar a cabo con el mismo fin detrás?

Es difícil establecer esas identificaciones rápidas. Yo creo que no. Aquello era una retórica genocida, de exterminio, con miles de oponentes políticos asesinados y desaparecidos. Implicó destruir materialmente una generación y un proyecto político que proponía una ruptura con el capitalismo, ya sea de las subversiones marxistas-leninistas en las que participó mi padre; como también las peronistas: el sector del peronismo revolucionario que planteaba el socialismo. Y eso me parece que fue lo que en ese momento se atacó. Hoy creo que hay una utilización muy fuerte de una retórica criminalizante y moralizante respecto de un actor político para demonizarlo a través, si se quiere, de ciertas instituciones como la justicia o los servicios de inteligencia. Pero eso no redunda en un exterminio. Y creo que son discusiones al interior del sistema político, de sectores de poder que son distintos (donde hay mejores y peores), pero que ninguno discute una ruptura real con el capitalismo. Son sujetos de poder dentro del ordenamiento capitalista.

Hay algo de lo que decís que parece vital, la crítica a la democracia.

La crítica al capitalismo no puede no tener una reflexión sobre la democracia. Este fue un saber esencial de la generación de los setenta: que no era posible con la democracia conseguir justicia y libertad. Era una noción que conceptualizaron a través de la historia de los sujetos oprimidos y subordinados desde que existe el estado democrático. Lo que se sabe – todos lo sabemos pero hacemos como si no – es que ese sistema político tiene una trampa: la propia representación política. La representación política como tal tiene una dimensión de engaño muy clara. Hay muchas maneras de plantearlo pero hay una muy simple: el representante es elegido por un sector de la sociedad para defender sus intereses y anhelos, pero cuando asume pasa a representar a toda la sociedad y por lo tanto debe velar por los intereses de reproducción del sistema. Esa es la idea del pacto que está en la base del Estado. Es un problema inherente a la organización política, ni hablar lo que significa la democracia después de los setenta: de la dictadura y la hegemonía del neoliberalismo, donde emergen poderes que responden a una soberanía global y que ya no discuten al interior de los estados nacionales y por lo tanto están fuera de los requerimientos democráticos. Las principales decisiones de la economía, la producción de mayorías políticas y consensos culturales, ya no se rigen por los mecanismo tradicionales de la democracia como régimen político, están desbordados por dinámicas globales, que responden a la lógica de consumo y mercantil que emana el mercado mundial. Me parece que la democracia hoy es un sistema político y un régimen de gobierno perforado por todos lados. La pregunta es cómo hacemos para poner en juego una dinámica política realmente democratizadora. En ese sentido es inevitable repensar cuál es el papel de la violencia en la sociedad contemporánea.

En ese sentido, ¿se puede hablar de una violencia “justa”?

Yo creo que sí. Más que una violencia justa – porque la idea no sería moralizar –, hay una violencia de los poderes que hoy es la única existente, y una contraviolencia de los oprimidos. Eso es muy claro. Está lleno de ejemplos en la historia y también en el presente. La democracia tiene una operación ideológica que todos los días actualiza: la violencia del poder es la única legítima y la violencia de los oprimidos es siempre autoritaria. Pasó, por ejemplo, en la inauguración de la Feria del Libro, donde un grupo de mujeres no dejó hablar al Ministro de Cultura. Éste acuso a las mujeres de autoritarias y de no respetar la democracia. Eso es un ejemplo clarísimo de una contraviolencia, la de no dejar que funcionen las representaciones de los poderes. Y por supuesto que es una violencia legítima. Otro ejemplo se dio en la votación de la ley previsional. Llenamos la Plaza de Mayo una cantidad de gente impresionante en contra de esa ley, y un grupo de senadores, contra la unión mayoritaria de la sociedad, firmó una ley injusta que derivó en la represión policial. En ese momento hubo un intento de la gente para forzar que eso no se votara. Ahí hubo acusaciones de todo tipo, que éramos autoritarios y no dejábamos funcionar a las instituciones. Hay otro ejemplo más de contraviolencia en el 2001, donde la gente estuvo en la calle bajando a un gobierno. Y eso fue totalmente legítimo. Tal es así que las instituciones después se reacomodaron y funcionaron en base a lo que ese momento de violencia social puso en juego. También está el escrache, que empezó con nosotros desde HIJOS en un contexto de total impunidad, como una forma de mantener viva esa condena social que no era asumida por las instituciones. Años después esas instituciones, porque existen esas luchas, asumen ese reclamo social. Ahora, la discusión es más compleja, tiene que ver con pensar una violencia ofensiva que sea legítima y justa. Y ahí es donde está el pasaje de la violencia como realidad de la política. Hoy hay más organizaciones armadas que en los setenta pero sucede que son organizaciones empresariales criminales, que tienen poder territorial. Es más, creo que hay muchas más armas que en los setenta. Lo que pasa es que está totalmente despolitizada esa dimensión de la realidad. Entonces queda fuera de la discusión. Termina siendo violencia criminal o violencia legítima estatal. Ahora, yo distingo lo que es la violencia de la lucha armada. La lucha armada es una dimensión militar de la violencia. Es otra cantar y es una discusión fina. Mi opinión es que en los setenta estaba justificada la violencia ofensiva, la lucha armada. Un poco porque la democracia no ofrecía canales de materializar una hegemonía popular. Hoy yo creo que no hay condición alguna para una lucha armada. De todas maneras, en los setenta hay una discusión al interior de esa lucha aramada y a esa ofensiva que buscaba tomar el poder. El libro plantea algunas: ¿Cuáles son los límites históricos? Tiene que ver con dos planos diferentes. Uno es la eficacia. Con el ERP pasó, hay momentos en que la violencia como recurso de la política deja de ser eficaz y empieza a jugar en contra.

¿Tiene que ver con esto de no combatir el terror con el terror?

Eso es una cosa. Hay un momento en que la Compañía de Monte, la guerrilla rural, deja de operar en el contexto en el cual se mueve como pez en el agua (la selva, el monte), que era su lógica militar. Eso funcionó muy bien. Sin embargo la Compañía de Monte quiso atacar un cuartel en la Ciudad de Catamarca, a muchos kilómetros de su instalación y en un enfrentamiento directo. Ahí hay un problema de eficacia. Yo creo que la guerrilla rural tenía mucha eficacia en su medio y muy poca en el ataque a un cuartel. Hay otro plano más complejo que es el que señalás. Ya no un problema de eficacia sino un problema ético. Hay un momento en el cual se ejerce la violencia y se ejerce el poder de muerte. Una cosa es la necesidad de resistencia: la violencia como ejercicio de la resistencia. Otra cosa es ejercer el poder de muerte. Es una discusión compleja. Por supuesto que las fronteras son lábiles, si asumís la dimensión militar va a haber gente muerta, y matar gente de por sí no creo que se haga. Ahora, el poder de muerte tiene que ser muy cuidado desde el punto de vista ético, y creo que hubo momentos en los cuales se fueron a la mierda.

“La promesa capitalista de que todos van a estar plenamente empleados, ser sujetos de consumo y tener una vida de ascenso social se acabó. Y salvo que haya una modificación sustancial del capitalismo eso no va a cambiar. Siempre va a haber gente que quede afuera. Y la única manera de que sean incluidos es como excluidos.”


Hace poco en el debate que dieron Martín Kohan y Eduardo Sartelli se hablaba de Santucho, tu padre, como una figura rupturista e incómoda en el revisionismo histórico, a diferencia de otros líderes revolucionarios edulcorados con el paso del tiempo. ¿Lo ves así?

Sí, creo que sí. Tiene esa especie de halo maldito, que tiene ver tanto con las cualidades como las singularidades de mi viejo como dirigente revolucionario. Básicamente una relación muy fuerte entre la voluntad y la práctica, del deseo y el hacer efectivo, entre lo que se decía y lo que se hacía. Llevaron al máximo esa relación. Tiene que ver también con que era un personaje singular en su forma de hablar, no era un tipo que ejercía su liderazgo de la manera más tradicional: con una oratoria arrasadora. A mí hay algo que me molesta mucho, generacionalmente, que es esa gente que te quiere convencer a partir de la seducción, esos dirigentes políticos que te seducen y cancherean. Me imagino que en los setenta debió haber mucho de eso. Y dicen que mi viejo no era así, escuchaba mucho, hablaba poco y con un tono norteño muy bajo. Y a pesar de eso, tenía mucha capacidad de convencimiento. Entonces, creo que es interesante eso como cualidad: un tipo con mucho poder de convencimiento pero no sé si con carisma. Hoy se habla mucho de eso, de la necesidad del político por tener carisma. Es el halo de convencer a la gente, ir, pararte en un lugar ante cien tipos y convencerlos, porque estás convencido vos y porque lo decís de tal forma que los metés en el bolsillo. Por otro lado, mi viejo tenía una relación con la violencia muy clara. Él personifica un poco la vía armada en la Argentina, la opción por la ruptura por medio de la violencia política. Es el principal exponente de eso, y es un tipo que murió en su ley.

Es interesante recordar lo que decía Carlos Auyero en el programa de Mariano Grondona donde perdió la vida, él hablaba de los piqueteros como actores que no buscaban subvertir al sistema sino ser incluidos en él. ¿Esa es un poco la violencia que nos queda, la de buscar incluirnos en un sistema excluyente?

La violencia es sobretodo una función política. No es pegarle a alguien, puede pasar, pero no es sinónimo de ejercer violencia sobre otro, La violencia es la ruptura de las normas establecidas, forzar el campo restringido de lo posible. Es abrir una vía que no estaba prevista. Eso siempre es fuerza y conmueve a lo establecido, y siempre va a ser mencionado como violencia. La violencia es por un lado romper algo: un orden simbólico, un orden político, un modo de ser de las cosas que uno denuncia injusto y exige ser modificado. Lo que decía Auyero era precisamente tratar de sacarle el aspecto violento a una práctica como la del piquete. Él decía que ellos no querían romper ni cambiar nada, sino ser como los demás, incluirse. Esa fue una gran discusión que hubo en su momento. Sabemos que la sociedad neoliberal no va a incluir nunca más. La promesa capitalista de que todos van a estar plenamente empleados, ser sujetos de consumo y tener una vida de ascenso social, se acabó. Y salvo que haya una modificación sustancial del capitalismo eso no va a cambiar. Por lo tanto, siempre va a haber gente que quede afuera. Y la única manera de que sean incluidos es como excluidos. Entonces hay un punto en el cual para que esa gente deje de ser excluida hay que romper algo. El orden como está no lo permite, si se los incluye a través de subsidios o lo que sea siempre va a ser como excluidos. Lo que hacía Auyero y que hace mucha gente – que está muy bien – es darle una legitimidad sacándole una arista violenta y rupturista, para explicarle al poder que esa gente hay que verla menos como un peligro y más como desesperados que hay que proteger. Eso es búsqueda de legitimidad, ahora, dentro de un plano más de fondo, requiere otra posición. En mi caso trataría de legitimar la violencia cuando el orden es injusto. Es la única manera de nombrar que el orden está mal y que si no cambia va a seguir habiendo violencia. Después, la violencia tiene infinitos grados y diferentes modos de manifestación. Yo creo que la violencia más interesante es la violencia que crea, la que además de romper abre campos de posibilidades nuevas, abre un porvenir. Es una violencia fundante. El gran secreto es ese: cómo una violencia que es esencialmente destituyente o destructiva también puede abrirse a su faz creativa e instituyente de un orden nuevo. Es una política tranformadora, emancipatoria. Porque a lo que se llama política acá es a la conservación de un orden, sea más justo y tolerante hacia los más pobres, o menos, pero es un mantenimiento. Yo creo que hay otra política, la emancipatoria, que es la que se encarga de construir cosas nuevas: instituciones, formas de vida; a partir de esa ruptura. La violencia ahí puede ser un piquete, un escrache, una toma de calle, una violencia simbólica. Yo creo que el feminismo pone en juego una violencia muy fuerte, cierto desenfado que todavía no ha tenido formas tan claras pero que es evidente que para los hombres es violento. Que no te dejen ir a una marcha, por ejemplo, ya es violento. Se genera un dispositivo, como con las denuncias y otras formas que van a ir apareciendo. Todo el tiempo cuando hay un desafío grande contra lo establecido, y sobre todo al consenso, hay forzamiento, y esa es la violencia. Es la posibilidad de nombrar a la violencia, sino la violencia sigue existiendo pero se presenta como algo de la anomalía, criminal. Y es la peor forma, la puramente destructiva de la violencia.



Mario Santucho
Bombo, el reaparecido
Seix Barral

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