La primera novela de Federico Morales Pfaffen sigue a un corresponsal que encuentra en la guerra no una tragedia, sino una zona de confort. Entre hoteles ruinosos, cuerpos vulnerados y una rutina de balaceras cansinas, la historia retrata la perversión silenciosa de un hombre común que opera sin culpa en un territorio donde todo parece estar permitido.
Por Marvel Aguilera.
La guerra. Es cierto que todo conflicto bélico es la culminación del infierno planificado, pero es cierto también pensar que, como profetizó el Dante, todo infierno tiene capas y capas de profundidad que hacen aún más oscuro el rostro del horror. La guerra de Ucrania con Rusia lleva ya más de tres años y alrededor de doce mil civiles muertos. La idea de su desenlace se pierde en especulaciones geopolíticas. En diatribas mediáticas. En sentimentalismos precoces. Un estancamiento donde el atisbo de lo ganable se convierte en gestionable; en que las ruinas del caos sirven como carne de cañón de los buitres financieros. De lobos con piel de ejecutivos de Silicon Valley. Un conflicto en donde lo monstruoso ya ha perdido su carácter de excepción: no escandaliza, tampoco conmueve. Transita inerte, en su lógica nihilista, dando vía libre a un sufrimiento relativo. Una violencia que cada día se vuelve más cotidiana, casi como si fuera parte de nuestra vida misma.
En Atardece sobre Kiev, la primera novela de Federico Morales Pfaffen, un corresponsal es enviado a la capital ucraniana para cubrir la zona de guerra. Entre cielos grises, bases militares y hoteles de mala muerte, el personaje se adentra en un terror rutinario, aburrido, repleto de cuerpos tristes, balaceras y puestos de vigilancia. Caminos que van y vienen, todos parecidos, como si el fin del mundo fuera un laberinto de asfalto, coches abandonados y locales cerrados. Allí, donde prima la excepción naturalizada, el protagonista pondrá manos a la acción de su empresa perversa, casi como quien encuentra su zona de confort entre el paroxismo y la pulsión de muerte.
Con la sobriedad de quien pule y acomoda sus palabras como si fueran piezas de cerámica en un modular, Morales Pfaffen avanza en una novela directa, concisa y amparada en la dinámica de lo narrado. En ese tono de oraciones cortas y un ritmo que no cesa, como si el personaje no parara un minuto de accionar, Atardece sobre Kiev nos evidencia aquello que Dostoievsky señalaba en Los hermanos Karamazov, “Si Dios no existiera, todo estaría permitido”. Cada matiz de nuestro protagonista, desde su affaire con Alina, la recepcionista de un hotel, e incluso su avistaje de cuerpos vulnerados en las calles avasalladas de Ucrania, nos sumerge en la psicopatía del villano más ordinario: el propio hombre civil, sin fusiles ni directivas de combate.

“En ese tono de oraciones cortas y un ritmo que no cesa, como si el personaje no parara un minuto de accionar, Atardece sobre Kiev nos evidencia aquello que Dostoievsky señalaba en Los hermanos Karamazov, ‘Si Dios no existiera, todo estaría permitido'”
“No pienso quedarme a apreciar los frutos de mi trabajo. Nunca me llevo, según dirían los criminalistas, un trofeo. En mi empresa a las víctimas no se las venera, se las olvida”. En Atardece sobre Kiev, las víctimas son un resto. Chatarra en vida. Un peso muerto arrojado a los chanchos del poder, sin rituales ni rezos, sin compasión ni empatía. Son, a fin de cuentas, la representación individual de una fría atrocidad colectiva, en que los cuerpos adornan el gris y nevado paisaje de un territorio avasallado. Sin tiempo. Sin identidad. Sin referencia. Como una brújula descompuesta, en que la única frontera es marcada por el goce de la perversión.
Lejos de ser una referencia fortuita, la elección del fotorreportero como narrador, agobiado por problemas personales que repiquetean a lo lejos, como un susurro sin escucha, simboliza algo particular. La mirada de quien debiera sensibilizarse, pero elige envolverse en el cinismo, en la práctica quirúrgica de quien solo ve en el caos, oportunidad. El goce de “capturar”, en todos sus sentidos, lo que pronto perecerá. Las imágenes de devastación y los cuerpos a la deriva de una guerra sin final certero son, en líneas generales, expresiones de lo descartable. Aquello que se usa y se tira en una bolsa. En medio del camino, entre la sangre, la nieve y los restos de pólvora.
Federico Morales Pfaffen en su primera novela nos abre la puerta de los signos más urgentes de la deshumanización. La guerra no como culminación sino como inicio de un mundo real que asoma, casi a tientas y bordeando la sombra, hasta hacerse presente ya no en el campo de batalla sino en la conducta y moral de una civilización putrefacta, dispuesta a despedazarse no por supervivencia sino por mérito y competencia, como si el horror fuera la puesta irreversible de una nueva virtud que vino para quedarse y supurar.

Federico Morales Pfaffen
Atardece sobre Kiev
Nido de Vacas
2025

