El Pregonero

Patricia en el país de los comunistas


Por Pablo Américo.

Por la noche, Sebreli se acomoda en la silla de un estudio de TN y, cómodamente, mientras dice sentirse en una “prisión domiciliaria”, compara políticas del gobierno argentino con el nazismo. Horas antes, Susana Giménez dice sentirse en la URSS y La Nación publica el relevante análisis político de Maximiliano Guerra, que diagnostica: vivimos en un régimen comunista. En las últimas semanas la situación también pareció manifestarse desde las bases: primero, se convocó a una fallida “marcha contra el comunismo”, y luego, se organizó una demostración de sectores de la ultraderecha porteña en Plaza de Mayo que dejó un par de reportajes surrealistas. Quienes, desde el otro lado, sentimos estar viviendo una socialdemocracia tímida o un peronismo acorralado, perturbado por la coyuntura mas extrema en décadas, nos preguntamos de qué manera puede el antiperonismo cultural establecer lazos entre el día de hoy y los regímenes totalitarios1 del siglo XX.

Es entonces cuando recordamos que, un año atrás, en un mundo tan distinto que ya parece ajeno, Mauricio Macri anunciaba su fórmula (“Macrichetto”) para la fallida campaña de reelección a la que se dedicó durante toda su presidencia, escogiendo una irresponsable dicotomía: “república (Nosotros) o autoritarismo populista (Ellos)”. Durante los siguientes meses, Miguel Pichetto y Patricia Bullrich serían los líderes de la vanguardia que buscaría imponer la siguiente actualización doctrinaria macrista: República o Nazibolchevismo. De la “amenaza populista”, se intentaría pasar a los nuevos lineamientos, de aparente éxito en Brasil, Estados Unidos, Bolivia y Europa Oriental, en los que el enemigo es algún tipo de comunismo aún mas difuso que el “populismo”.

Los resultados de ese ejercicio “amigo-enemigo”, que estructuraron buena parte de los discursos del ala “extrema” del antiperonismo durante el año electoral, ya nos son conocidos. Lo curioso es que, procesada la derrota, las categorías persisten: desde la muy mal envejecida declaración de Macri en marzo (“el populismo es más peligroso que el coronavirus”) hasta las siempre esquizofrénicas lecturas de Fernando Iglesias (que ahora habla del oficialismo como “estalinista”), una parte de la comunicación política argentina ha quedado copada por palabras que parecen propias de un discurso electoral de Reagan en los ochenta.

De la ‘amenaza populista’, se intentaría pasar a los nuevos lineamientos, de aparente éxito en Brasil, Estados Unidos, Bolivia y Europa Oriental, en los que el enemigo es algún tipo de comunismo aún mas difuso que el ‘populismo'”


Por fuera de este fenómeno antiperonista puntual, los últimos tiempos han vuelto más presentes que nunca las dicotomías entre “democracia o autoritarismo”, “política o tecnocracia” y “república o totalitarismo”, todos ya lugares conocidos en el discurso político local, en los que siempre prevalece un mismo principio: el autoritario es el otro. Y, a pesar de la cantidad de hojas dedicadas a explicar que el “populismo” subsiste a base de dividir el espacio político, han sido políticos que se autoperciben “antipopulistas” quienes más han hecho uso de estas estrategias. Más allá de la banalización del fascismo real (y del socialismo real), que requeriría una intervención particular, la génesis de la encarnación local de dichas concepciones pueden verse en el “corto plazo” entre el año 2008 y marzo de este año, o a “largo plazo” yéndonos a algún punto en el siglo XX2.

A estos planteos se le suma, ya a nivel transnacional, el retorno (¿o la persistencia?) de imaginarios políticos anacrónicos que parecen creerse enunciados en medio de la Guerra Fría. Si en algún momento tras el “fin del fin de la historia” pareció que el nuevo enemigo, interno y externo, de las derechas primermundistas estaba constituido por el Islam, o los inmigrantes, recientemente se ha visto un desplazamiento hacia la reconstitución del enemigo “comunista”, en general en equivalencia con enemigos “populistas” y “totalitarios”, en ese curioso fenómeno político que es el anticomunismo en un mundo (casi) sin regímenes comunistas o estalinistas. ¿Por qué a treinta años de la caída del Muro presenciamos este revival “anticomunista” en un mundo donde las opciones políticas “de izquierda” más extremistas están a la derecha del reformismo del siglo XX? ¿Existe un agotamiento de la imaginación política? ¿Es una estrategia adoptada por imitación desde que pareció servirle a Donald Trump para llegar a la presidencia? ¿Se trata de un comportamiento paranoide del capitalismo tardío o es más bien es una nostalgia de tiempos en los que era más fácil estructurar la arena política?

Se hace difícil contestar a estas preguntas, en parte porque Argentina se ha mantenido relativamente al margen de estos discursos, siendo estas concepciones un recurso de algunas minorías “sobrepolitizadas”. Las encontramos, por supuesto, en la ideología de las candidaturas de ultraderecha surgidas desde el seno de Cambiemos (Gómez Centurión y Espert), en cuyos espacios se practica un torpe ejercicio mental: todos los gobiernos son comunistas. Pareciera también que, como ya hemos observado, en los sectores “duros” del macrismo se ensaya la posibilidad de cambiar “Venezuela” y “populismo”, por “Unión Soviética” y “comunismo”. Lo cual nos señala que en Argentina hay mas rupturas que continuidades: el antiperonismo se mueve siempre entre concepciones que deslegitiman el juego político del oponente.

Juan José Sebreli en Animales Sueltos (2017).

Es cierto que el “Macri basura vos sos la dictadura” fue una opción dentro del menú táctico-analítico del kirchnerismo que se estrenaba como oposición a principios del 2016, pero pronto se disolvió y al día de hoy es una expresión marginal. Imperó más, incluso, cierto realismo político excesivo que buscó normalizar al macrismo antes que generar una demonización y equivalencia de su gobierno con las dictaduras militares del siglo XX. Mientras tanto, el macrismo (¿bolsonarizado o pre-bolsonarista?) lleva años, entre sus figuras “centrales”, haciendo uso de descripciones y análisis que buscan generar equivalencias entre los “gobiernos progresistas del siglo XXI” y supuestos autoritarismos o, peor aún, totalitarismos del siglo XX. Más allá de la sobreutilización del término “populismo”, y el vaciamiento conceptual de la idea “república” (que ya no significa nada cuando es enunciada), lo potencialmente peligroso es el trazado de una dicotomía (un “campo de adversidad”, decía Foucault en sus clases sobre “El Nacimiento de la Biopolítica”) que deslegitima a una mayoría popular, al expulsarla por fuera del campo democrático.

Sabemos que estas operaciones no son por completo novedosas. Ya el 18 de octubre de 1945, las publicaciones y líderes de una temprana “Unión Democrática” buscaban asociar al peronismo con el nazismo, y años más tarde con el comunismo, mientras patologizaban a las “masas peronistas” como “células negativas en el organismo social”. El término “naziperonismo” estuvo presente en la primera campaña electoral antiperonista, acompañado de declaraciones que hablaban de “masas mazorqueras”, “totalitarismo”, “miopes mentales” y “animales primitivos”3. Mientras tanto, la dicotomía entonces trazada por Perón, necesaria para completar el panorama de ese primer enfrentamiento, pendulaba entre “injusticia o justicia social” y el conocido “Braden o Perón”. Incluso, en un discurso del 12 de febrero de 1946, en el acto de proclamación de su candidatura, Perón rechaza abiertamente que la elección vaya a ser entre “totalitarios o demócratas”, “libertad o tiranía” y “Urquiza o Rosas”.

Volviendo al 2020, lo curioso es la persistencia de estas concepciones: mientras la estrategia comunicacional del macrismo volvió a insistir una vez más con un lenguaje “antitotalitario”, el naciente “albertismo” (¿ya hay un albertismo?) hizo uso de categorías que hablaban de “individual o colectivo”, “neoliberalismo o Patria” y la clásica “injusticia o justicia social”. La división entre ambos juegos puede ser confusa, pero aquí sostenemos que señalar que el otro es “totalitario” lo convierte en un jugador ilegítimo, mientras que hablar de una diferencia ideológica (“peronismo argentino o neoliberalismo extranjero”, en el caso más extremo), aunque puede generar dinámicas “agresivas”, admite a un otro que, a pesar de ser un contrincante detestado, no es una amenaza al juego institucional. El peronismo genera una disputa en torno a las ideas de “democracia” y “libertad”, entre otras, al señalar alternativas a un modelo de democracia y libertad. Mientras tanto, el antiperonismo ejercita la deslegitimación: no hay disputa, hay un otro que es significa el fin de nuestro modo de vida y nuestra verdad.

Al respecto de estas dinámicas, quiero intentar esbozar dos hipótesis difusas, con puntos débiles, y un “marco conceptual” (perdón por el academicismo de la siguiente sección, es el vicio del estudiante) para intentar abordar algunos aspectos del problema. Son dos hipótesis que seguramente han sido enunciadas antes, pero que me resultan útiles para pensar las dinámicas políticas e ideológicas que parecen estar siendo profundizadas por la pandemia y la crisis económica mundial. En principio, quiero señalar que la politóloga belga Chantal Mouffe2 (esposa del fallecido Ernesto Laclau, espectro de presencia constante en toda esta nota) nos ha proporcionado dos conceptos en los que creo se puede encapsular nuestra dinámica política: agonismo y antagonismo.

“En el escenario agonista se reconoce y legitima el conflicto, sin buscar eliminar a una de las partes en pugna (lo que Perón, en el discurso ya citado de 1946, en un clima político mucho más álgido que el actual, llamaba ‘un partido de campeonato entre la «justicia social» y la «injusticia social»’), mientras que una relación antagónica solo puede plantearse desde la intención de eliminar al otro”.


Tomando ideas de algunas derivas del pensamiento del jurista alemán ultraconservador (¿nazi?) Carl Schmitt, Mouffe concibe el agonismo como la versión domesticada del antagonismo: mientras que el antagonismo se basa en una relación amigo/enemigo que percibe al otro como un enemigo ilegitimo a erradicar, el agonismo permite adoptar una forma de conflicto legítimo que no destruye la asociación política, al establecer un vínculo común entre las partes en conflicto. En el escenario agonista se reconoce y legitima el conflicto, sin buscar eliminar a una de las partes en pugna (lo que Perón, en el discurso ya citado de 1946, en un clima político mucho más álgido que el actual, llamaba “un partido de campeonato entre la «justicia social» y la «injusticia social»”), mientras que una relación antagónica solo puede plantearse desde la intención de eliminar al otro. La fina línea entre el agonismo y el antagonismo puede ser lo que separa los planteos dicotómicos del “populismo” o la socialdemocracia actual, de las ideas de estas “nuevas derechas”, nacidas del seno del trumpismo, que hemos visto aparecer (¿reaparecer luego de una breve retirada?) en los últimos años. 

Y con esto la primera hipótesis: el eje peronismo-antiperonismo ha impedido que en nuestra sociedad se instale con fuerza el eje “comunismo-capitalismo” (u “Occidente-China”) que parece haber triunfado en Brasil y, en menor medida, en Bolivia y Uruguay. Las plataformas de las nuevas ultraderechas (con árbol genealógico anclado más al macrismo que a la Ucede), de Gómez Centurión y Espert, tuvieron un desempeño electoral por debajo de lo que anunciaban las encuestas, mientras que la estrategia más clásicamente antiperonista de Cambiemos sigue siendo la que mas alcance tiene dentro del piso histórico de 30% de voto antiperonista. Basta ver un rato lo que se habla en los medios masivos (incluyendo la infértil polémica sobre Ramón Carrillo de hace una semana) para apreciar cómo el slogan “70 años de peronismo” sigue espantando más que las elaboraciones anticomunistas delirantes que parecen salidas de una película sobre la guerra de Vietnam. 

La segunda hipótesis, que voy a tratar de hacer breve aunque requiere de un tratamiento mucho más preciso y detallado, es que la palabra “populismo” cumplió durante, al menos, la última década, un rol similar al que la marca del “totalitarismo” cumplió en algunos momentos de la Guerra Fría: todo lo que no está con Nosotros es totalitario/populista, y eso lo destierra del conflicto político legítimo (que es un conflicto político meramente técnico y sujeto a un Mercado o una República de contenido vacío). Puede que los sucesivos desplazamientos de ciertas fronteras en torno al “populismo”, que mostró cierta efectividad para ganar elecciones democráticas y gobernar4, hizo necesario ensayar el uso de categorías más “universales” que inscriben la lucha contra el “populismo” en una épica mayor como puede ser “capitalismo o comunismo”. En medio de estas idas y venidas conceptuales nos quedan imágenes graciosas: el Financial Times llamando “populista” a Bolsonaro, al mismo tiempo que el presidente brasileño se define a sí mismo como “antipopulista”, o académicos y periodistas considerando “populista” a Donald Trump mientras él dice buscar evitar que “USA se convierta en Argentina o Venezuela”5.

Tal vez algunas de estas ideas, sobre un oficialismo agonista enfrentándose a una oposición antagonista, sobre distorsiones histórico-temporales e imaginarios políticos por completo desfasados, sirvan para volver a hacer una advertencia que ya ha sido formulada por muchos, pero que me parece un buen cierre (¿inicio?) de esta conversación: el “fin de la historia” se ha terminado, si es que alguna vez comenzó, y los intentos de racionalizar lo ideológico, de anclarlos a explicaciones materiales, pueden encontrarnos pensando en términos de un mundo que no existe mientras fuerzas políticas tenebrosas se alistan para intentar hacernos retroceder en el tiempo.


1 El concepto “totalitarismo” es un tanto complicado, y requiere de muchísimas aclaraciones para utilizarse correctamente. Aunque lo consideremos discutible, en este caso “totalitario” designa a los regímenes fascistas y a ciertos regímenes del “socialismo real” del siglo XX, aceptando su uso más frecuente. Al respecto, recomiendo “El Totalitarismo: historia de un debate” de Enzo Traverso (Eudeba, 2010), con la necesaria aclaración sobre el libro: al igual que casi todos los autores europeos, no entiende nada de Latinoamérica.

2 En este punto estoy citando discursos de Enrique Mosca, candidato a vicepresidente por la Unión Democrática en 1946, compilados en el libro “Unión, Democracia, Libertad”, editado ese mismo año.

3 No voy a citar un trabajo en particular de la pensadora, pero podría estarme refiriendo a las ideas que expone en “En torno a lo político” (Fondo de Cultura Económica, 2007), “La paradoja democrática” (Paidós, 1999) y en su introducción a la compilación “El desafío de Carl Schmitt” (Prometeo, 2011).

4 En este punto no puedo evitar hacer referencia a “¿Por qué funciona el populismo?” de María Esperanza Casullo, de lo mejor que se ha escrito sobre el tema. Y como crítica y contrapunto a mi posición, el libro “La ofensiva sensible” de Diego Sztulwark o, tal vez, directamente el ensayo “Contra la tentación populista” de Slavoj Zizek.

5 Trabajar las “aventuras del populismo” requeriría, como mínimo, dos mil palabras aparte, y serían apenas una introducción.

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