
La obra de Francisco Lumerman pone a Luciano Cáceres en escena para encarnar a René, un hijo separado del mundo, confinado a un taller donde se fabrican ataúdes. Una radiografía íntima del abandono y la crueldad social que, desde la aspereza y el polvo del aserrín, cuestiona las fronteras de la familia, la marginalidad y el deseo.
Por Marvel Aguilera.
*Fotos: Jony Paz
Hay una pensadora búlgara, Julia Kristeva, que supo decir que lo abyecto es lo que no encaja en las categorías del Yo y de la cultura. Lo que no encastra. Como una pieza torcida que no solo no funciona para la utilidad de consumo en una sociedad capitalista y mercantil, sino que pone en peligro todo su proyecto. Lo expone. Visibiliza sus fallas. Su fragilidad. Muchas de las sociedades actuales, casi desde la naturalidad, funcionan en esa abyección. Definen su identidad a partir de lo que expulsan, de aquello que determinan “no ser”. Lo marginan. Lo persiguen. Lo transforman en un enemigo a combatir. El problema, paulatino, pero no menos creciente, aparece cuando lo que se excluye -desde el resentimiento y el odio- nos empuja a vivir a contraluz eterna de eso. Encerrados en dogmas puros, casi diminutos, como jaulas “seguras” donde el único atisbo de humanidad se disuelve en una pureza simulada. Una que nos enfrenta cada vez más a un empobrecimiento simbólico: somos únicamente lo que no queremos ser.
Muerde, la obra de Franciso Lumerman, protagonizada por Luciano Cáceres, nos habla del abandono de un joven sumergido en la diatriba de crecer y desarrollarse a la sombra de la realidad: envuelto en una identidad reprimida que, poco a poco, comenzará a desangrarse en forma de impulsos cada vez más violentos. En un pueblo infierno, donde los rumores son moneda corriente, el hijo “fallado” del padre, recorrerá sus propios pensamientos buscando los hilos de una historia rota desde el principio, maldita, avasallada una sociedad que lo elige como el chivo expiatorio de una inmoralidad que se enraíza alrededor del viejo aserradero.

“La sombra de René, el protagonista de Muerde, nos adentra en un mundo, por momentos intenso: incertidumbre, desorden, represión, violencia; pero cuya marca más profunda, en medio de un triste soliloquio que funciona en loop, parece ser su marca de nacimiento: la mancha, como la sangre en su ropa, como la mugre en el suelo, como las astillas en la mesa, de haber nacido inoportuno”
Sangre. Aserrín. Oscuridad. Silencio. Un taller repleto de polvo, herramientas, suciedad y un rostro acaecido por una desdicha que parece irreversible, el de René, interpretado por el único actor en escena, Luciano Cáceres. Dicen que a la sombra de los buenos viven los malos sin freno. La sombra de René, el protagonista de Muerde, nos adentra en un mundo, por momentos intenso: incertidumbre, desorden, represión, violencia; pero cuya marca más profunda, en medio de un triste soliloquio que funciona en loop, parece ser su marca de nacimiento: la mancha, como la sangre en su ropa, como la mugre en el suelo, como las astillas en la mesa, de haber nacido inoportuno. Ni niño ni hombre, ni adulto ni inocente. René es una persona con una identidad en suspenso, fragmentada por historias narradas, casi como su vocabulario, de forma bestial, inconexo, absurdo. Un resto arrojado a un microuniverso: un pequeño taller de ataúdes, donde el deseo, el anhelo y la esperanza son el caldo de cultivo de una frustración inevitable, gris, mortuoria.
La puesta de Muerde es minimalista. Las luces, como resaltadores de un rostro embadurnado de oscuridades, de puntos muertos, simbolizan algo más que el monólogo del personaje, nos hablan de una humanidad que señala, que pone el foco distractorio de una cotidianidad sumida en las tinieblas. Luciano Cáceres, en un despliegue que es necesario reconocer, se mueve con mucha ductilidad en los límites emocionales de la locura. En ese borde donde la calma anuncia la tormenta, allí donde las sonrisas son el punto de partida de lo macabro, en que la inocencia silvestre se torna una jungla de disonancias cognitivas: alienadas del mundo, de su nombre, de su lugar en un hogar que nunca existió. Es loable insistir, Cáceres carga con el peso de darle textura y movimiento a una base sencilla, como si improvisara, desde su cuerpo, en una multiplicidad de sonidos, colores y gestualidades que dibujan a medida que avanza la obra, un cuadro que a priori resultaba difuso.

Muerde no es una obra fácil de digerir, requiere ir abriendo las capas de sus lecturas. De los delitos nocturnos como referencias lúdicas de un joven sin infancia, del deseo sexual como transgresión satisfactoria para el padre. De la vida en la frontera de morales distorsionadas, en un lenguaje solo utilizado en los límites mentales del protagonista. El afuera no se ve, no aparece en escena, sin embargo, es lo más narrado por el protagonista. Lo interpela. Lo transforma. Lo educa. El espectador, en contrapartida, solo observa el resto: a René y la soledad de un discurso sin interlocutor.
Lumerman, de la misma forma en que en su obra La vida sin ficción, nos retrata a un personaje buscando un lugar, un terreno firme donde asentarse y poder aceptar su realidad. No obstante, en Muerde, esa realidad es trágica. Sin salida para sí. Un laberinto donde el único desenlace está escrito: René como “carne de cañón” de una sociedad que lo atormenta, utiliza y persigue con el mero fin de exorcizar sus propios demonios.
En una actualidad global donde el odio es una receta habitual -y cansadora- de naciones que funcionan a la vera de polarizaciones: camuflando las desigualdades, la pérdida de soberanía, y el horizonte roto de toda una generación; la construcción del “otro” como resto sobrante toma resonancia. Allí, donde los sectores marginados cada vez aumentan en número -fortaleciendo la abyección- a medida que las crisis ponen en evidencia un sistema caprichoso, que funciona cada vez para menos privilegiados; en esa frontera, la cohesión humana se transforma hoy en un problema sin solución.
Ficha Técnica Artística
Actor: Luciano Cáceres
Escenografía: Agustín Garbellotto
Diseño de luces: Ricardo Sica
Diseño sonoro: Agustín Lumerman
Fotografía: Eduardo Pinto
Fotografías de escena: Iván Mato y Jony Paz
Diseño gráfico: Choice Noise
Comunicación Digital: Isidoro Sorkin
Prensa: Carolina Alfonso
Asistencia de dirección: Emiliano Lamoglie
Producción general: Maxime Seugé & Jonathan Zak
Dramaturgia y dirección: Francisco Lumerman