En la nueva obra de Melisa Zulberti, la directora convierte el cansancio contemporáneo en coreografía: cuerpos que rinden sin saber si obedecen o eligen, vigilados desde peceras de poder y agitados al ritmo frenético de la electrónica. Una radiografía escénica de cómo el mandato de producir dejó de imponerse desde afuera para habitar, silencioso, en cada quien.
Por Ayelén Rives.
Según Byung-Chul Han, la sociedad del siglo XXI ya no es una sociedad disciplinaria, sino una sociedad del rendimiento, en la que hay que rendir, hay que poder sin límite. En esta escena, la proactividad y la motivación reemplazan a la prohibición y la ley de la sociedad disciplinaria. “Sin embargo, el poder no anula el deber”. Es decir, los sujetos disciplinados ahora son además productivos. Aumentan la productividad del capital, ya no como resultado de la obligación, sino como consecuencia de la responsabilidad propia de cada sujeto.
El resultado: seres agotados, pasados, quemados. Incapaces de rebelarse, porque el rendimiento ya no es una norma colectiva, sino una vocación individual. Bajo la luz de estas reflexiones podemos leer Sobrecarga, la nueva obra de Melisa Zulberti en Centro de Experimentación del Teatro Colón.
En una obra que combina fílmico y escena en vivo, observamos desde el principio que algunos detentan poder y otros son elegidos para la lucha. Una que no se evidencia si es voluntaria u obligada, si causa éxtasis o dolor, si los sujetos se esfuerzan por cumplir o se rinden a todo intento de voluntad. En peceras, los poderosos observan y supervisan, mientras otros pelean cuerpo a cuerpo bajo sus directivas. En otra sala, varias personas se meten en pequeños cubículos donde se sacuden y saltan a un ritmo frenético, sin pausa ni respiro al ritmo de la música electrónica.

“La música acompaña y agita el fervor, los golpes, los sacudones. Se trata de sacudirse hasta el borramiento, hasta la despersonalización. Ya no hay allí personas, sino sacos humanos que se sacuden sin cesar”.
La escena no logra definirse entre el éxtasis o la extenuación: algunos evidencian placer, otros caen rendidos y son instigados a continuar por quienes están afuera. La música acompaña y agita el fervor, los golpes, los sacudones. Se trata de sacudirse hasta el borramiento, hasta la despersonalización. Ya no hay allí personas, sino sacos humanos que se sacuden sin cesar. Según Han, la sociedad del rendimiento lleva hasta el límite de la autoagresión y el reproche, la autoexigencia sin límite. En la sociedad del rendimiento, “libertad y coacción coinciden, llevando a la autoexplotación”. ¿El exceso es placer liberador o alienación sofocante?
La siguiente pecera también involucra pelea, pero esta vez una desigual: Un hombre joven aterroriza a una anciana con gestos, movimientos y gritos violentos, revolea sillas, se desnuda, ríe, salta y acosa a la mujer, ante la vista impertérrita de quienes miran desde afuera. Aunque es evidente que la actriz no es realmente golpeada, varias personas optaron por retirarse de la función en ese momento, no pudiendo soportar la tortura sádica de la escena. Pensé en los jubilados y jubiladas que cada miércoles son reprimidos sádicamente en las afueras del Congreso, bajo la vista de todos nosotros, sin que saltemos a defenderlos. Quizás nosotros también somos quienes miramos la pecera sin hacer nada.

Finalmente, la obra da un giro y quienes debían pelear se rebelan. La simple negación de la violencia desata la crisis de los opresores, quienes, ahora en pánico, aparecen dentro de la pecera sin poder escapar. El sádico llora, extenuado; la boxeadora no da más.
En ese momento los telones del subsuelo del Colón se levantan y descubrimos que en otros puntos de la sala también hay público. En el centro hay un ring con un hombre quieto y un dispositivo que comenzará a girar. Ahora sí seremos nosotros los espectadores de la pecera. Veremos una nueva exposición de fuerza y resistencia: dos hombres correrán en círculos solo para ver quién soporta más, quién resiste mejor el giro incesante de la rueda, que cada vez más veloz, puede derribarlos.
Zulberti trabaja sus obras en esta línea de experimentación con el cuerpo, de explorar las posibilidades y los estados corporales. En este caso, la guía es la sobrecarga, que se expresa tanto en la parte fílmica de la obra como en la escena. En la entrevista de Zulberti con Ruda, ella señala: “lo que trato de hacer es usar las posibilidades que el cuerpo tiene para generar empatía o resonancias en las historias individuales del que lo ve. No es que yo digo voy a hacer una pirueta y eso es la devastación de algo”. Los cuerpos exigidos nos hacen preguntarnos a quienes miramos sin inmutarnos: ¿cuánto más aguantarán?
Más allá de la destreza física, la celebración del vencedor es solo el agotamiento, una lluvia triunfante, la victoria de ser quien más se la bancó. ¿A costa de qué aguantar? ¿Cuál es la verdadera victoria? ¿Quién gana cuando vence la ley del más fuerte? ¿No ganaron ya quienes dijeron basta, hasta acá? ¿Por qué continuar soportando esta carga excesiva, el frenesí, la violencia obscena? ¿Cuánto más hay que rendir?
Nadie ha determinado lo que puede un cuerpo, escribió alguna vez Spinoza. Melisa Zulberti explora los bordes de esa frase obra tras obra. Sobrecarga nos deja una sensación de agotamiento y un montón de preguntas.

