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Editorial por Alan Ojeda
Mario Vargas Llosa no puede mirar Latinoamérica sin sentir asco y repulsión frente a los movimientos populares y los gobiernos que no son abiertamente “pro mercado” y, en consecuencia, “civilizados”. Sí, nosotros, en este lado del mundo, somos la barbarie. Su posición como Premio Nobel, como escritor del “boom latinoamericano”, parecen legitimarlo para decir cualquier cosa. Es verdad, nada muy bien en su pelopincho ideológica, pero no puede nadar muy profundo. Frente al “autoritarismo” político, él prefiere el autoritarismo de los mercados. Frente al caos, los cuerpos transpirados, la piel morena y la irreverencia, prefiere la distancia, los ángulos bien marcados, el orden clásico, “la razón”. Vargas Llosa devino europeo y no se puede devenir europeo sin cierto desprecio por lo latino, lo tercermundista.
Creo que, frente a estos ataques de liberales cipayos, debemos reivindicar nuestro derecho al fracaso, que también es nuestro derecho al éxito. Negarnos la experiencia de construirnos, de pensar un sistema acorde a nuestra experiencia del mundo, a nuestra forma de experimentar las relaciones personales, espaciales y sentimentales, es negarnos la posibilidad de tener historia. No necesitamos recetas, ni liberales ni marxistas, para comprender Latinoamérica y sus movimientos políticos y sociales. Necesitamos comprender primero “lo latinoamericano” en su pluralidad. Nuestra historia no es la de Europa ni la de Asia. No somos europeos ni asiáticos.
Hace unos años que Vargas Llosa se transformó en un vocero de la escuela austríaca, un liberal acérrimo que no sólo critica las decisiones de los pueblos soberanos, sino que detesta lo latinoamericano. Hace tiempo que el escritor peruano, ganador del Nobel, se transformó en una caricatura de Jorge Luis Borges. Sin su humor, sin su destreza verbal, sin la adjetivación de esgrimista ni preguntas de francotirador. Diría que, incluso, sin su epifanía. En Anotación al 23 de agosto de 1944, Borges experimenta tres asombros. El más importante es, quizá, el siguiente: “el descubrimiento de que una emoción colectiva puede no ser innoble”. Ese asombro no duraría demasiado, pero una revelación es una revelación. Fuera de su aversión a lo popular, Borges fue un escritor humilde, lejos de la fama, de la ostentación, de Mont Pelerin. El choque entre estos dos liberales fue evidente en uno de sus encuentros. Piglia contaba una anécdota: Una vez Vargas Llosa visitó a Borges. Le comentó su sorpresa ante su austera vivienda. El argentino cortó la conversación y casi, casi, lo despidió. Al día siguiente diría: me visitó un peruano que parecía ser agente inmobiliario.