Entre la contención y el abismo, el actor marplatense es uno de los artistas más singulares y eclécticos del teatro argentino. Del cine al teatro, de la danza al drama, con la misma calma inquieta de quien más que explorar el tiempo, lo habita. En Una sombra voraz, Velázquez se desdobla entre la ficción, la memoria y el vértigo de ser un otro.
Por Marvel Aguilera. Fotos: Eloy Rodríguez Tale.
Diego Velázquez llegó a Buenos Aires con lo justo: un trabajo en la Facultad de Derecho a conocer y la percepción de que el arte tenía una fibra íntima con su identidad, con lo que se gestaba en su hacer juvenil. Tenía diecinueve años y venía de Mar del Plata, La Feliz, del sol de Punta Mogotes, poniendo el cuerpo en donde la inercia del mar lo llevara: de mozo, de cartero, de acomodador de autos; un eclecticismo que tiempo después desplegaría en una gama de roles que lo pondría en el centro de la escena porteña. El cine había sido el primer impacto. Películas como Un maldito policía y Mi mundo privado, donde los límites morales y existenciales abren una brecha de discusión interna, sacudiendo la ficción y el statu quo de la verosimilitud. En una capital que se mueve a un ritmo desenfrenado, Velázquez debió llegar con el año empezado, con un ansia de estudio a tientas, en un sendero de bifurcaciones urbanas donde el teatro, en sus múltiples expresiones del circuito, se transformó en la entrada a un taller permanente de actuación. En esa dinámica sin vuelta atrás, donde el recorrido se entrevera de pequeñas grandes obras, de pulsos actorales, de personajes que van moldeando una esencia del actuar, más allá de sus roles.
Con la inquietud como marca indeleble, Velázquez sabe moverse de un lado a otro, en una búsqueda sana por adentrarse en esos límites de la ficción, hasta tensarla. De La larga noche de Francisco Sanctis a El maestro, de Kryptonita a El agrónomo. De colmar el circuito independiente teatral a la masividad de la pantalla televisiva, en tiras como El reino o Santa Evita. Lo que cruza transversalmente es esa conexión amalgamada de Velázquez con la sensibilidad de los personajes, como si lo que se expusiera fuera más allá de lo visible, de lo físico, de lo discursivo, casi en un trance espiritual.
En la esquina de un Le Blé de Villa Crespo, Diego llega relajado en su bicicleta. Es una tarde cansina. La gente escasea en las veredas y el aroma del café se mimetiza entre las puertas vidriadas. La diferencia de las franquicias de la cadena de café y sus opciones del menú se traslada como intercambio a una mesa sobre el pasillo. Diego referencia nuestra entrevista a Laura López Moyano, alguien con la que no ha compartido escenario pero que es parte de su generación, de esa camada de hombres y mujeres que ha hecho del teatro una forma de vida: emanando roles como ráfagas de una necesidad incansable; con grandes o incipientes directores; con producciones comerciales o salas encapsuladas, intimistas, donde el aire se corta con un gesto o un cruce de miradas.
Esa postura sobria, sin rimbombancia, habla de su mirada del oficio. Una calma reflejada en sus ojos que, lejos de ser jactancia, lo invita a desafiarse cada semana en una cartelera que lo tiene como una calcomanía fija, tanto en Una sombra voraz de Mariano Pensotti y en Madre Ficción de Mariano Tenconi Blanco, como en la ya celebrada puesta de Escritor fracasado de Marilú Marini, basada en la obra de Roberto Arlt. Comedia o drama, introspección o comicidad. Velázquez sabe encontrar el equilibrio en las diferencias, en saber esquivar los encasillamientos, en surfear las olas de una industria cultural que, como picadora de carne, mide rendimientos más que reflexiones. En esa sabia práctica de conocer la importancia de los silencios en un mundo plagado de ruidos, Velázquez actúa sin forzados apegos ni sobregiros dramáticos. Deja existir los roles como un monje zen que vibra con energías internas, cuidadas, lejos de efectismos rutilantes.
En Una sombra voraz, interpreta a Manuel Rojas, un actor en caída libre que es convocado para encarnar a un alpinista en el cine. En ese intento desesperado por “ser otro”, Manuel empieza a borrar los bordes de su propia vida. La montaña, el personaje y la enfermedad se vuelven un mismo cuerpo que sube y desciende sin saber muy bien desde dónde.
La atmósfera de Pensotti, siempre en ese filo entre el artificio y lo real, parece hecho a medida de un Velázquez que habita las fisuras más que las certezas, que trabaja desde la duda y entiende la actuación como un territorio en disputa. Es que en Una sombra voraz, ese juego de espejos se vuelve casi biográfico: un intérprete que se desdobla y se pregunta quién es mientras los espectadores intentan seguirle y, asimismo, construir su pulso de vida.

En muchas notas sobre vos poco se habla de tu formación y de tus maestros, y me parece vital porque -no sé si sos un actor de método- se te percibe muy detallista en cada interpretación, casi como si actuaras desde cada ángulo de tu cuerpo: en la respiración, con tus silencios, con el tono de tu voz. ¿Cómo fuiste construyendo esa impronta de laburo y representación?
Siento que es muy inasible el qué es lo que hace el actor al momento de trabajar. El músico sabemos qué es lo que practica, qué es lo que tiene que hacer; el bailarín también; pero en el actor hay algo inasible allí, que todo el mundo trata de explicarlo o de encontrar fórmulas que me parece que lo único que hacen es seguir creando mitos alrededor de qué es lo que hace.
Pero yo lo único que puedo encontrar como constante, o que fui descubriendo, es cómo escuchar; que cada proyecto es distinto y que cada proyecto es un encuentro con personas distintas y requiere cosas distintas de vos. Hay proyectos donde simplemente tenés que escuchar qué es lo que el director quiere, ¿viste? Las relaciones con los directores son todas muy distintas también. Hay cosas que son más de trabajo en equipo, otras que la persona quiere que hagas algo.
Entonces, primero es escuchar un poco eso y después tratar de defender lo que uno cree de la actuación. En mi caso, tiene que ver con el trabajo, con la acción, con estar presente, con trabajar con el otro, con un trabajo físico. No con un trabajo mental y de construcción del personaje psicológico, digamos. No creo mucho en eso.
¿No crees que hay una cuota también de inconsciente?
Sí, por eso, pero yo creo que todo el trabajo cerebral muchas veces lo que hace es anular ese lugar. Es encerrar, es creer que uno entiende qué es el personaje. Para mí el personaje no existe. Soy siempre yo, en distintas circunstancias, dándole herramientas al que está mirando para que pueda construir un personaje, pero el que lo está haciendo es el que está mirando.
Hay veces que, obviamente, hay decisiones más drásticas para ayudar a ese a que construya algo, porque uno también puede. Uno más con el tiempo se va dando cuenta que si hace tal o tal cosa ayuda a que el otro vea tal o tal o cual cosa, pero no es que yo soy tomado por un ente. Es una sanata muy constante esa, ¿viste? La de ser tomado por el personaje o lo que me costó salir de este personaje.
Digo, hay situaciones que por ahí sí te rebotan en algún lugar y todo eso. Entonces, en realidad, para mí el trabajo es más dejar abierto para que las cosas reboten, de una manera que yo no las puedo controlar y que eso esté puesto en juego.
Porque sino lo que hacés es decir, “bueno, este tipo es así.” “A él de chico le pasó esto” o “trabaja de esto”, y lo que hacés es encerrarte, armarte como pequeños corset para crear ese personaje, para vos en realidad.
Quiero ir a Una sombra voraz. Escribí una reseña de la obra en la que postulé algunas hipótesis, y una tenía que ver con la idealización de los personajes hacia la figura paterna, tanto del alpinista como del actor, tu personaje. Me da la impresión de que ahí hay un mandato invisible, en donde los personajes terminan perdiendo su propio hilo en pos de cumplir ese mandato. Digo “invisible” porque es una construcción que ellos plasman del padre en su mente y en esa necesidad de verse ahí reflejados. ¿Cómo pensaste esa construcción del personaje en pos de esa necesidad que tiene respecto de su padre?
Sí, tratar de satisfacer a un padre. En realidad, viste, pasa algo con el recorrido del personaje que es que no se da cuenta hasta el final de eso, como que toda la primera parte tiene que ver más con su trabajo y le empieza a pasar a partir de la escena que descubren al padre algo que no entiende qué es.
Entonces, había que actuar algo también ahí, que él se va a ir afectando sin entender muy bien de dónde viene la angustia. La obra pedía eso. Y después medio que casi en la última parte, en el último tercio, él toma conciencia del rebote que tiene en eso.
Y ahí entendés también toda la cuestión con la hija. Como él quiere de alguna manera acercarse a ella siendo un actor de mayor prestigio.
Para mí es muy distinto también en cada función. Hay funciones donde eso se hace más presente desde antes. Que tiene que ver con esto de no definir absolutamente todo en la obra. Bueno, acá se da cuenta de esto. Hay como dos carriles, uno el consciente de saber hacia dónde tenés que ir y el otro que yo trato de dejarlo lo más abierto posible, para que rebote lo que tenga que rebotar. Hay veces que eso viene en el momento en el que estoy hablando de mi hija.
Hay otros momentos en los que hablo del otro personaje, y de cómo la montaña le cambió la vida a ese otro, que ahí se ve despejado. Y también es algo que estamos descubriendo bastante todavía, porque la obra tiene un mes y medio. Y cada función estamos viendo que hay algo que ni siquiera a veces Maríano se había dado cuenta que pasaba, y son las reacciones del público muchas veces las que hacen que empieces a valorizar algo que, hasta ese momento, era una línea por ahí del texto.

Uno de lo de los tópicos de la obra me parece que es el tema de la verdad. Y yo me pregunto, llevándolo también a tu personaje, que es el mismo oficio que tenés vos, si el actor tiene necesariamente que buscar acercarse a la verdad a través de la ficción. ¿Es un axioma o no necesariamente?
Para mí sí. Está todo esto de que se habla de la mentira y la verdad en los actores, y yo creo que no soy más verdadero que cuando estoy actuando. O sea, es el momento de mayor completitud. Como que hay algo ahí de estar completamente vos con todo lo que sos, pensás, dejás ver, no dejás ver. También hay una idea de creer que el actor puede controlar qué es lo que se ve, que me parece una ilusión.
Entonces, frente a eso, yo prefiero entregarme completamente y que se vea, porque está todo enmarcado dentro de una ficción. Entonces, dentro de esa ficción yo puedo ser lo más verdadero, y quizás en la vida no soy tanto, porque uno con su jefe, con su familia, con su pareja va tomando postura: dejando ver cosas, otras no dejándolas ver tanto. Para mí es como poner todo eso en la mesa y dejar que eso juegue para que el otro lo vea. Porque no pasa nada, porque no hay ningún riesgo de muerte. Está todo amparado en eso, en la ficción.
Y a mí hay algo que sí me interesa mucho de la obra, y de la otra que estoy haciendo también –Madre ficción– y es que una usa, por un lado, el tema del documental (Una sombra voraz), y la otra el diario o la biografía (Madre ficción), para defender la ficción. Una sombra voraz es todo mentira y hay gente que cree que es verdad, que eso sucedió, o hay gente que piensa que Pato, el otro actor, no es actor, pero es todo mentira. Es todo ficción. Y en un momento en el que está muy de moda también, como si tuviera un valor mayor que eso que fue verdad “de verdad” se ponga en escena, como los biodramas. No es que estoy tirando mierda con los biodramas, pero viste, como que en realidad yo no quiero eso, quiero ficción. Es la analogía lo que te hace ver la realidad.
No me acuerdo qué escritor era que lo decía hace poco. Pero al que le criticaban la cuestión de que los personajes no parecían tan reales, y él decía, “es la realidad de la literatura.” Que no es la misma realidad.
Claro. Pero eso tiene que ver también con entender la ficción. Hablo de la actuación, ¿no? Como de que lo verídico es aquello que más se parece a la verdad y en realidad la actuación lo que necesita es ser verosímil. No sé, por ejemplo, Esperando la carroza tiene el mismo grado de verdad que tiene una película de Lucrecia Martel. Pero es por lo que hacen ellos y cómo ellos creen eso que hacen. Pongo dos extremos de actuación, ¿no?
El cine sí está un poco más atrapado en lógicas de capturar la realidad, de no poder irse tanto del registro, pero el teatro en realidad podría ser cualquier cosa. Uno va a ver una obra de Bartis y ves algo ampuloso, mucho más grande, incluso obras que no son narrativamente como literarias. El teatro en realidad es eso, todo lo demás es literatura. Pina Bausch es teatro, pero contame qué es lo que pasa en una obra de Pina Bausch…
Siguiendo con Una sombra voraz, en sintonía con lo que estás diciendo. La parte en donde ocurre el desenlace, que el personaje principal y el actor se encuentran con el cuerpo del padre. En el que uno se entera que la película no funcionó y que fue un fracaso de taquilla. Y uno de los argumentos de ese fracaso es que la gente no creyó realmente que le hubiera pasado eso al personaje real.
Me pregunto, ya desde lo humano, si ese descreimiento de la verdad o de la realidad es el signo de una sociedad que está cada vez más atrapada en una especie de realidad simulada: de redes sociales, de inteligencia artificial, de fake news; en donde la apariencia ha tomado cierto cierto molde de la verdad. ¿Crees que va por ahí un poco lo que intenta plantear la obra?
Creo que la realidad es mucho más exagerada que la ficción. Yo no paro de leer noticias -además soy un poco obsesivo con eso- en los diarios de crímenes bestiales. Bueno, la obra nace por una especie de obsesión de Mariano Pensotti por las noticias de cuerpos que aparecían de verdad. En este momento la realidad es infinitamente superior, ha superado a la ficción.
Esto que te decía antes, los crímenes, las relaciones humanas, las lógicas de familia; que después se intente mantener todo dentro de unos corset de valores y eso… es otra historia, pero en realidad está todo muy enchastrado.
Y quizás la ficción lo que puede hacer es poner el foco en esos lugares: que están y que estuvieron siempre y que van a seguir estando para mostrar que existen. Digo, hay como una negación con la oscuridad de la humanidad o de cada uno. Ahora es una pesadilla, como que está mal. Y yo me acuerdo de las películas que a mí me me partieron la cabeza cuando era adolescente. Pienso en Mi mundo privado, pienso en Un Maldito policía de Abel Ferrara, pienso en cuando empecé a descubrir todas esas cosas.
Era decir, no sé, esa es la humanidad que a mí me interesa actuar y la humanidad que a mí me interesa mostrar, las contradicciones que se ofrecen. Después, sí, podés tener películas y obras de teatro mucho más livianas o ATP, pero la humanidad es mucho más compleja que eso.

Si bien una de las películas que impulsó tu mayor popularidad es Kryptonita, me da la impresión de que el film que te permitió un trabajo actoral más meticuloso para mostrar tus facetas es La larga noche de Francisco Sanctis. ¿Cómo se construye un personaje así, dónde más que extrovertir emociones, se reprimen en la incertidumbre y el miedo?
Pasa que ahí hay algo de lo audiovisual, que también lo más interesante de actuar o lo más divertido de actuar en lo audiovisual es todo lo que el personaje no puede hacer, más que lo que hace. Y más en el cine todavía, el trabajo es en conjunto también. Y más en una película como Sanctis donde los chicos, Fran y Andy, los directores, estaban como muy abiertos a dialogar y a buscarlo juntos.
Entonces, se habló y se hizo un trabajo desmenuzado de decir “bueno, ¿qué es lo que descubre en esta escena? ¿Qué es lo que pasa en esta escena y en esta otra?” O sea, que él también da un pasito para adelante, otro para atrás, da dos para adelante, acá descubre algo y cada cosa es particular.Y no hubo ensayos, nada.
También hay un contrapunto con el contexto, porque de la misma forma que al personaje le cuesta expresarse, le cuesta decir lo que le está pasando, tampoco la película es explícita respecto de la dictadura.
No, pero por eso digo, ahí hay algo que estaba muy en sintonía. Porque la idea era poder volver a hablar de algo que ya se había hablado mucho, pero con otras palabras, quizás con menos palabras, y tratar de capturar la atención con otras situaciones.
Lo decía un poco antes de El agrónomo también, de que no se transforme en algo donde el mensaje esté por delante de la historia o las situaciones, sino que sea una consecuencia de eso que estás dejando ver. En relación también a lo que te decía de la actuación, creo que Santis hace eso. No te la da servida la película. Te obliga a a hacer un espectador activo, que vaya un poco tomando parte. Y la actuación tenía que ser así, porque si yo actúo todo definido, concreto, y en una sola línea, esa suspensión que tiene el personaje de no poder decidir hacia dónde va, se perdía. El cine tiene esa posibilidad, y más en Santis, que eran unos planos muy cerrados, que con que hagas muy poquito es un montón, y entonces era medio entender también la luz de Fede Lastra, que según cómo iluminaba la cara, eso mostraba algo.
¿Cómo se elabora eso llevándolo al teatro? Porque uno dice, “bueno, tenés primeros planos en el cine, tenés otra forma de ver una actuación más detallada”. El otro día miraba un canal youtube que analiza cine y hablaba de algunas actuaciones a partir de los ojos. Y me llamó mucho la atención eso, muchos actores de carácter que aparecen solo para mostrar los ojos y generar una especie de miedo en esa secuencia. ¿Cómo se hace para elaborar eso en un teatro en donde yo estoy, por ejemplo, en la última fila?
Vengo del teatro independiente también, he hecho teatro para 20 personas. Por eso te decía antes, más allá de que sea cine, teatro, una serie, no sé, todo depende del marco. Porque no es lo mismo el Santis que lo que hice hace poco con Osvaldo Laport, que se llama Hombre Muerto, el cual me obligaba a mí a tener una expansividad quizás un poco más teatral.
Es lo que te decía antes de La ciénaga y Esperando la carroza, que en realidad para mí ya hay algo de trabajar con el lugar donde estás trabajando. Vos te parás en el medio de la [sala] Coronado, y hay algo que el cuerpo te hace, que llega hasta allá arriba, y ahí no podés actuar, te lo pide el lugar, te lo pide el espacio. Pero si estoy actuando en una casita en Almagro, que tengo a las 20 personas ahí, quizás sí con una mirada y una girada de cabeza alcanza. Pero más allá de si es cine o teatro, es como el proyecto es en sí.
Yo hago otra obra en Dumónt que es Un escritor fracasado, y estoy muy cerca de la gente. Y en realidad la distancia es la misma que Una sombra voraz, porque es el mismo teatro, pero hay algo que es más cercano. Y yo ahí me puedo permitir quedarme callado, poner incómoda a la gente. Pero en ese lugar, en la Coronado, no podría hacer eso, ¿entendés? Todo tiene que ver con cuál es el material, dónde es, con quién, con quiénes, quiénes están mirando.
Agarro lo que estás diciendo para una pregunta respecto de cuál es tu relación con la literatura, porque uno ve eso que tenés como un ida y vuelta constante. Roberto Arlt, Walsh, Lovecraft, Leo Oyola, Constantini, o sea, ¿cambia algo a la hora de pensar la representación de algún personaje el hecho de que tenga ese basamento literario?
Por ejemplo, en Sanctis era una construcción. Porque en el libro, es la voz de él en off todo el tiempo, digamos, es como lo opuesto a la película. Entonces, ahí fue lo que ellos tomaron del libro, pero después lo que hacías es trabajar con el guión. En Kryptonita, ahí había más data de cómo era. También es distinto en cada uno. Cuando me tocó hacer de Erdosain, yo tenía un vínculo con Erdosain, lo iba haciendo de a poco también.
En el caso de Erdosain eran 30 capítulos, cinco meses de filmación. Lo vas haciendo y lo que ya hiciste te da una idea de hacia dónde podés ir con lo que sigue, además en tele, que se graba todo mezclado. Ese si que fue un trabajo muy ordenado en algún sentido.
¿Te siguen hablando de ese papel en Los siete locos? Quedó muy asociado con vos.
Yo lo amo, me marcó mucho ese personaje. Pero también por lo que significaba para mí en ese momento hacer eso en la TV Pública. La TV Pública haciendo ese material, con esos actores, filmado también de una manera particular, con toda la gente del canal trabajando. Para mí era medio como una especie de ideal, que se intentó con un par de series más y ahora es impensado eso, y no fue hace tanto.
Pero sí, yo llegaba de grabar y me ponía a leer las escenas que tenía que hacer el otro día, que son las situaciones de Arlt y que son una locura en relación a lo qué es. Lo que más me interesa es que, cuando te hablaba de Un Maldito policía o de ese tipo de cine, que eso estaba en total sintonía. Y en el medio tener que cruzarte en una escena con Belén Blanco, después tener una con Cedrón, después una con Fanego, o sea, era el sueño del pibe. Y la relación con los directores ahí también fue muy abierta, con [Fernando] Spiner y con [Ana] Piterbarg. Eso sería un poco para mí el ideal de cómo trabajar un audiovisual, como fue Santis o como fue Los siete locos, de mucho diálogo.
Vuelvo a Una sombra voraz. Me acuerdo hace algunos años de ir a ver Los años de Pensotti en el San Martín, y observar toda una apuesta escenográfica impresionante para mostrar cómo cambia la perspectiva de los personajes con el paso del tiempo. Y ahora viendo Una sombra voraz, veo una producción mucho más austera, pero que intenta hacer algo parecido a través de pequeñas cosas, como los espejos y los separadores que funcionan para mostrar el alpinismo. ¿Cómo se trabaja siendo actor con ese minimalismo a la hora de querer mostrar una situación? Algo que con una gran producción parece más fácil, y en el teatro más independiente tiene como que avivar esa imaginación.
Y mirá, acá lo fuimos encontrando a medida que lo fuimos haciendo. Es una actuación particular porque tiene algo de estar siendo relatada todo el tiempo, pero de una manera que a la vez está siendo vivida como puro presente. Cuando yo te estoy contando que estoy acá en la montaña y por momentos lo que nos dimos cuenta es eso, que requiere unas piruetas medio invisibles que uno tiene que hacer para poder actualizar toda la sucesión de situaciones que la obra presenta. Porque en esta escena estás en la montaña, a la siguiente estás literalmente en el teatro, a la siguiente estás hablando con tu papá en el zoológico. Entonces, todo eso requiere de una blandura y de una precisión que fue lo que nosotros hallamos durante muchos meses.
Pero que sí hay algo de cierto falso documental, que era un poco la referencia de que en ningún en ningún momento o hay momentos de actuación por ahí un poco más grandes o de gestos más amplios, pero la base de la actuación de la obra era un poco esa.
Cómo encontrar esto y cómo hacer que cuando ves un documental y ves por ahí la misma persona hablando durante una hora, eso te mantenga atento, porque eso que está contando tiene una base de verdad.
Hay algo transversal respecto de los personajes que vos hacés, que es el hecho social y político. Sumo la película El maestro, porque aunque hay excepciones de comedias, como vos mencionas, los roles coinciden con ese compromiso. ¿Vos ves como inescindido el trabajo artístico del hecho político?
Lo que pasa es que yo tengo una profesión que, como en Una sombra voraz cuando el padre se lo dice al hijo actor, lo que haces es pura mercancía; y en mi profesión todo se puede volver mercancía en dos segundos. Lo vemos todo el tiempo. Uno lo que hace puede ser un producto con mucha velocidad, y trata de hacer las cosas que a uno le gustan, pero bueno, también tiene que pagar el alquiler.
Entonces, a veces te tenés que sumar con más alegría o menos, porque hay proyectos ahí que están buenísimos. Relatos Salvajes para mí estuvo buenísimo hacerlo, pero hay otras cosa que por ahí no tanto.Lo que pasa es que muchas veces son ideas que uno tiene y hasta que no se te presenta el proyecto concreto de decir, “mirá, tenés que hacer de tal cosa que está en concordancia o con ideas opuestas a vos.”, ahí decís, “sí, no lo hago”. Pero a veces tiene que ver con personas, a veces tiene que ver con de qué habla eso. O a veces los hacés. Las menos, pero me ha tocado hacer alguna que que hubiera preferido no hacer.
¿Y eso es únicamente lo aceptás por el lado económico o porque también hay una cuota de reconocimiento del entretenimiento en el rol del artista?
No, yo no estoy en contra del entretenimiento. Para mí las cosas están buenas o no. Yo quiero hacer cosas que estén buenas. No sé, por ejemplo, La boda de mi mejor amigo a mí me encanta. Es una comedia de Julia Robert, amarga, pero me encanta. Amo las las comedias, las screwball comedy de fines de los 30 a principios de los 40. Las consumo. Me encantan los superhéroes, o sea, consumo cómics desde que soy chico. Voy al cine a ver esas películas también.
Mi deseo es poder participar de cosas que estén buenas, que me guste a mí ver, y a mí también me gusta ver ese tipo de cine, cuando las películas están buenas. Cuando no, no. Y también uno cada vez que acepta hacer algo es una apuesta, es un cheque medio en blanco, porque nadie te asegura que por más bueno que esté el guión y la gente con la que estás, eso finalmente funcione. No es tan sencillo hacer cosas que estén buenas. Sino estaríamos llenos de obras de arte, y no lo estamos. En lo audiovisual hablo, ¿no?
Es más, también es muy difícil hacer una obra de teatro. Una que vos digas, es un “summum” ¿entendés? Cuánto hace que no ves una obra que sea así. Porque no es tan sencillo, pero bueno, uno lo sigue intentando, porque a mí me interesa eso y tengo esperanza. Tengo fe en que es eso, que cada proyecto es un acto de fe, que a veces sale más parecido a esa fe que tenías y otras veces no. Pero nadie te lo asegura. Es un poco como el amor también.


