
Imagen: M. C. Escher
¿La ciencia y la filosofía son el único camino para interpretar la realidad y mirar hacia el futuro? En esta nota descartamos la Sopa de Wuhan por su sabor a nada y pensamos en la literatura como puerta a la imaginación y al pensamiento. El concepto de “hiperstición” y un pasaje por el mundo borgiano serán nuestras guías.
Por Alan Ojeda.
Si leemos los ensayos de Sopa de Wuhan e incluso algunos de La Fiebre, posiblemente encontremos coincidencias y, a lo sumo, correcciones o ajustes entre teóricos. El problema es que la diferencia entre el pesimismo de Byung Chul Han y el optimismo de Slavoj Zizek no es suficiente como para pensar lo nuevo. ¿Está agotada la imaginación filosófica? Las palabras compuestas creadas para describir la situación actual parecen un intento desesperado por decir algo más, por lograr aprehender una realidad mutante cada vez más compleja, más un síntoma que una práctica voluntaria. Pero claro, no son suficientes. Siempre vienen después del acontecimiento, no antes. Todos reflexionan con un diario del lunes desteñido por la lluvia. Sin embargo, tenemos un diario que nos dice el futuro. Hace rato ya que tenemos un campo de imaginación disciplinada que nos permite introducirnos en un futuro posible, un terreno omnicomprensivo donde las contradicciones encuentras posibles soluciones: la literatura.
La literatura parece representar, para el pensamiento de las ciencias sociales, para la economía y para la filosofía (en muchos casos) un epifenómeno. Es decir, sólo ven a la literatura como un subproducto de las relaciones sociales del sistema económico imperante. En este sentido, la literatura parece una mera reproductora de ideología, una caja boba de resonancia que no hace otra cosa que poner de manifiesto las tensiones inmanentes del sistema: un documento. Es, en este sentido, un mero reflejo de su época. Por otro lado, presenta un problema en relación a su estatuto como herramienta de conocimiento: la literatura es ficción, la literatura no necesita adaptarse a ninguna autoridad externa a sí misma, ni a las llamadas ciencias duras, ni a la filosofía, ni a las ciencias sociales. Sus “hipótesis” ficcionales no necesitan ser puestas a prueba. La literatura ejerce un pensamiento rebelde y pragmático, de todo se sirve para lograr sus fines. Cuando menos restricciones tiene, mejor trabaja. Esto implica que, en una sociedad logocéntrica como la occidental, ningún conocimiento que no provenga de las ciencias es válido para las reflexiones importantes. La mitología y el pensamiento mágico de los primeros artífices de la palabra se transforma, de esta manera, en un ejemplo de la inocencia del pensamiento humano en su etapa primitiva y no como una fuente de conocimiento que permitió a diversas civilizaciones entender el mundo que los rodea y sobrevivir incluso miles de años. Hoy, en un contexto como el actual, este divorcio entre literatura, filosofía y ciencia, se hace sentir.

“¿Está agotada la imaginación filosófica? Las palabras compuestas creadas para describir la situación actual parecen un intento desesperado por decir algo más, por lograr aprehender una realidad mutante cada vez más compleja”.
La ciencia ficción nos ha dado material para pensar desde hace casi un siglo: robots, plagas, formas autoritarias de control a través de la farmacopolítica o la vigilancia cibernética, futuros distópicos con ecosistemas devastados y guerras por el agua. Hace rato circulan memes con un diagrama de Venn que pone a nuestro presente como zona de contacto de varias narraciones distópicas como 1984 (1948) y Un mundo feliz (1932). En su relato “El eslabón más débil” (1977), Raccoona Sheldon nos presenta una hipotética plaga alienígena que obliga a los hombres a matar a las mujeres para que la humanidad sea incapaz de reproducirse y la tierra pueda ser usada por los invasores extraterrestres. Farenheit 451 (1953) ya nos ponía cara a cara con una sociedad dominada por un fascismo iletrado sostenido por la experiencia visual de las pantallas y la industria del entretenimiento. Tanto Asimov con sus cuentos sobre la supercomputadora Multivac, como Dick con sus replicantes nos presentaron el complejo entramado de problemas éticos y ontológicos de la inteligencia artificial. Incluso podemos ir más hacia atrás con La máquina del tiempo (1895) para pensar el devenir de los cuerpos en el sistema de producción capitalista, algo no muy distinto de lo que planteará Olaf Stapledon en el primer mundo que conocerá el viajero mental de Star maker (1937), que al llegar a la “Otra tierra” descubre una sociedad regida por el tacto-gusto, y que discrimina a las clases sociales más bajas por su sabor, producido por las condiciones de trabajo que el mismo sistema genera. Los cyborgs y los biots han sido un producto de la ciencia ficción antes de que Donna Haraway publicara su Manifiesto cyborg (1983), y el terror cósmico de Lovecraft estaba ahí antes que el Cybernetic Culture Research Unit (CCRU) y la misma Donna hablaran del “cthulhuceno”. Úrsula K. Le Guin nos presenta modelos verosímiles de una sociedad anarquista que funcione como alternativa a la sociedad de consumo en Los desposeídos (1974) y la posibilidad de una sociedad hermafrodita en la que la ausencia de la división sexual del trabajo y la sociedad permite la construcción de sociedades pacíficas en La mano izquierda de la oscuridad (1969).
Esta idea de una ficción que va introduciéndose paulatinamente en la realidad ha conseguido nombre y entidad teórica en las últimas décadas gracias a los pensadores del Cybernetic Culture Research Unit (CCRU), un grupo de investigación del departamento de filosofía de la Universidad de Warwick (UK) formado por gente como Nick Land, Iain Hamilton Grant, Mark Fisher, Sadie Plant y Anna Greenspan. El catalán Francisco Jota-Pérez, guionista y escritor, describe la hiperstición como “la superación de la superstición, la profecía autocumplida por el ensalmo del hype, elementos de ficción que se abren paso a la realidad factible”. En otras palabras, también dichas por el mismo Francisco, la superstición “asciende un peldaño en una hipotética escala de verosimilitud, para racionalizarse”. Pensemos en esa semana fundamental de la literatura en la que, en 1940, en el número 68 de la revista Sur, Borges publica por primera vez su cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. En la narración, una conspiración de intelectuales crea una región imaginaria llamada Tlön. Esa ficción es tan rigurosa que termina por imponerse a la realidad. Cito los párrafos finales del cuento:
El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles. Ya ha penetrado en las escuelas el (conjetural), “idioma primitivo” de Tlön; ya la enseñanza de su historia armoniosa (y llena de episodios conmovedores) ha obliterado a la que presidió mi niñez; ya en las memorias un pasado ficticio ocupa el sitio de otro, del que nada sabemos con certidumbre -ni siquiera que es falso. Han sido reformadas la numismática, la farmacología y la arqueología. Entiendo que la biología y las matemáticas aguardan también su avatar… Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su tarea prosigue. Si nuestras previsiones no erran, de aquí a cien años alguien descubrirá los cien tomos de la Segunda Enciclopedia de Tlön.
Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne.

No en vano Borges se ha opuesto a algo que mucha gente consideraría banal o nimio como la propuesta de Lugones de que el Martín Fierro fuera nuestro relato épico nacional. Cualquiera que preste atención a la fundación de las naciones en las distintas épocas de la humanidad, encontrará nada más y nada menos que una narración. Es decir, de una manera u otra, en el principio fue el verbo… Para Borges, el poder performativo de la literatura estaba en un primer plano. Leemos en “El tema del traidor y del héroe”1, publicado en el número 112 de la revista SUR y luego en 1944 en Ficciones: “Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible”. Pero así fue, tal y como dice esa frase que se atribuye a Oscar Wilde: “La vida imita a Shakespeare —tan bien como puede”. No por nada, en el prólogo a la edición de Minotauro de Hacedor de estrellas (de Olaf Stapledon), Borges dice: “Para los hábitos mentales de nuestro siglo, Hacedor de estrellas es, además de una prodigiosa novela, un sistema probable o verosímil de la pluralidad de los mundos y de su dramática historia”. Perdón por la digresión, pero era necesaria. La imaginación es la herramienta principal del pensamiento, no sólo porque nos permite encontrar soluciones a diversos problemas al desprenderse de la simple materialidad de los hechos, sino porque es el elemento principal sobre el que se funda la cultura y la identidad de cualquier colectivo. Sí, nada distinto de la función de los mitos y las leyendas que alguna vez poblaron (y continúan poblando en otras formas) las culturas antiguas.
La “hiperstición” es, básicamente (y la palabra es mucho menos cool quizá) literatura. Nuevamente, parece que sólo se ha transformado en algo relevante una vez que algún iluminado le ha dado un nuevo nombre al pasarlo por el tamiz de la filosofía y la academia. Hasta ese momento, casi todos parecen dudar de la ficción, de la literatura como una potencia del pensamiento. Sin embargo, vivimos de ficciones: la nación es una ficción común2; nuestra historia personal es la forma de ficción que pudimos inventarnos sobre qué o quién somos (y que muchas veces el psicoanálisis nos ayuda a reconstruir); los modelos económicos son ficciones rigurosas que justifican o condenan la desigualdad construyendo un mito fundamental sobre el origen de la riqueza y el crecimiento económico; la historia es la ficción que nos narramos a nosotros mismos sobre cómo sucedieron las cosas en el pasado utilizando algún que otro artificio para construir efectos de objetividad. La ficción es el resultado de nuestra forma de organizar el mundo en narraciones relativamente coherentes y lo suficientemente verosímiles para inflamar la imaginación y conquistar la lógica tanto de nosotros mismos como de otros.

“La filosofía, embelesada o aterrorizada por las condiciones actuales del Capital, parece haber entrado en estado de presentificación absoluta, entregándose a un mero ejercicio descriptivo: lo que pasa es esto”.
Retornemos al tema central del texto. La Fiebre y Sopa de Wuhan: nada nuevo bajo el sol. Podemos decir que todos esos textos adolecen de realidad y, como la realidad ha cambiado tan rápido, como no han podido predecir su devenir “lógico”, en su afán por tener razón no han hecho otra cosa que repetirse. El efecto de sorpresa que han generado los textos, sea por su asertividad o por su lenguaje modernizado de aglomeración de palabras para darle el toque filosófico alemán de la seriedad, no resiste, quizá, una segunda lectura. Ningún filósofo se ha movido ni un casillero de su cómodo aparato conceptual, ninguno parece haber aceptado, siquiera lejanamente, que lo que alguna vez imaginó como verosímil y coherente puede haber dejado de serlo. La filosofía, embelesada o aterrorizada por las condiciones actuales del Capital, parece haber entrado en estado de presentificación absoluta, entregándose a un mero ejercicio descriptivo: lo que pasa es esto. Escriben, con más o menos estilo, eternos estados de la cuestión. Incluso los más aferrados a Deleuze & Guattari o Heidegger (en muchos casos de ambos) han dejado de lado la importancia que tienen la imaginación y la literatura, ese terreno de lo virtual donde se disputan y gestionan las futuras actualizaciones de la realidad.
Nunca, en un momento como este, fue tan necesario pensar qué habrá después, y cuando digo pensar, digo hacer ficción, narrar una historia que en algún momento podamos habitar. Es, quizá, el momento de pensar cómo la ciencia ficción puede ser la nueva mitología del mundo que viene. Es momento de abandonar, al menos temporalmente, el terreno de la especulación científica para entregarnos a la pura especulación ficcional y reconocer en la literatura la potencia de ese logos que nos funda día a día.
1 Para una versión cómica de la historia, ver el capítulo de Los Simpson sobre Jeremías Sprinfield llamado “Lisa, la iconoclasta”.
2 Leer Comunidades imaginadas de Bennedict Anderson