El género epistolar nunca perdió su magia, pero en medio de una pandemia, se revitaliza como una forma de conversación. Un fugaz encuentro entre escritores acerca de viajes, ciudades y figuras paternas.
Por Pablo Pagés.
Desde las Islas del Delta
Matías, te escribo hoy en el día del padre. Feliz día.
No sé si sabías pero yo vengo de Tandil. Fue una hermosa ciudad, ahora demasiado cheta para mi gusto.
Mi viejo, cuando yo era un adolescente, tenía un lavadero de papas. Era un rodillo enorme que por arriba echaba agua mientras giraba. Al tener unos grados de declive, las papas iban todas a parar a unas tolvas donde caían limpias en las bolsas de cincuenta kilos. Se cosía a mano, con una aguja gigante y un hilo parecido al matambrero, pero más resistente. Solía ayudar a mi viejo en todo ese proceso.
Además mi viejo, de grande, estudió Geografía en la Facultad del Centro de la Provincia de Buenos Aires. Y todo esto en medio de los noventa, tan patéticos, tan neoliberales. Toda o gran parte de mi adolescencia, entre familiares muertos y ese peronismo fuera de borda, toda esa locura estrepitosa, mi papá la pasó siendo un militante del Partido Intransigente. Nunca logré entender eso, hasta hace unos años atrás. Qué le iba a hacer el viejo. Siempre fue “peroncho”, pero ser peroncho en los noventa significaba darle la razón a un caudillo berreta que había llegado al poder afirmando su falsa extracción. El final de todo esto lo conocemos. Uno es en la medida que puede comprobar en la realidad ciertas identificaciones paternas y este país es “tan patrio y tan poco matrio” que dan ganas de tomarse el palo de vez en cuando, cuando toda la orquestación mediática sub-normal de la derecha complota para meter a un Macri y dejarnos en bolas.
Yo estudiaba en una escuela agro-técnica, la Doctor Santamarina. Me acuerdo de un amigo, Marcelo se llamaba, vivía en el campo, cerca de la escuela, con sus padres y su hermano, que corría como un avestruz. No sé cuantas carreras ganó. Subía al cerro y bajaba como si nada. Marcelo, mi amigo, no corría para ningún lado, solo ayudaba al padre de vez en cuando a cambiar los novillos de potrero y también cuidaba las ovejas. Tenía un trato casi amoroso con estas.
Que hermoso momento la secundaria. ¿Existe la felicidad después de esto?
Pero la vida sigue y al menos yo fui buscando otros caminos por los cuales transitar. Usted al igual que yo somos bichos de viaje. Tenemos que recorrer distancias para obtener alguna enseñanza de la vida. Algo así decía nuestro querido [Ricardo] Piglia; que existían dos clases de escritores: los que viajan como Conrad y los que buscan algo en su mundo interior como Proust.
Y como a mí siempre me atrapó el bicherío… Estas tierras casi litoraleñas me fascinan y me ofrecen mucho más que la inexorable naturaleza de las pampas, donde la boga no existe ni tampoco tanta cantidad de aves de pantano.
Estoy reformulando mi casa. Estaba toda fuera de escuadra, torcida y fuera de nivel. Digamos que cuando se hizo el terreno estaba muy pantanoso y a medida que se secó fueron cambiando también las cosas. Digamos.
Ahora, un amigo de la isla está poniendo todo en su lugar y metiendo quebracho. Va a quedar un fortín. Me pone muy contento porque puedo seguir para arriba y pensar en una piecita para escribir. El tiempo lo dirá, pero tengo esa idea fija en la cabeza.
Hay un ave enorme que me visita todos los días por el fondo de casa. Una vez que empieza a clarear ella ya está por ahí. Cada vez puedo acercarme más. Es enorme y tiene un pico muy grande.
Hay por aquí una composición social que no entiendo cómo un sociólogo no se ha arrimado a investigar. Somos pocos pero cada uno cumple con su papel. Es como una obra de teatro. Dice un amigo de por acá que esto es una gran casa y cada uno está en su pieza.
Torpes, trabajadores, borrachos, patéticos, mentirosos, manipuladores, asesinos, artistas, pobres y ricos. Todo esto por acá. Juntos en este fango, que al fin de cuentas, somos casi iguales ante la mirada de ese dios, al que todos, más o menos, le rinden alabanzas.
Yo sería un torpe trabajador, medio borrachín, solidario y en exceso contemplativo.
Por cierto, tu libro de poesías me encantó. Acá hay un amigo que tiene una biblioteca. Algún día cuando puedas venirte a comer un asadito me traes un par de ejemplares para ponerlos en los estantes. La pausa del mundo en la isla, ¡qué orgullo, señores!
Estoy asombrado cómo crecen los sauces de rápido. Viste que hay un dicho de dice que si permanecés mucho tiempo en la isla después no podés irte por un maleficio que se llama “el mal del sauce”. Tiene que ver con que las raíces de los mismos echan a través del suelo una especie de somnífero que te deja medio boludo y te dan ganas de quedarte a vivir. Cosa de mandinga. Yo puse varios palos en el terreno hace un año y ahora están enormes. Voy a podarlos y si hay que sacar algunos lo haré, porque quiero plantar frutales por todos lados. Ahora este año voy con los ciruelos. Ya tengo limones, un naranjo y un par de membrillos.
Bueno Matías, no quiero aburrirte. Pronto, si la suerte nos acompaña, nos veremos por el Delta del Tigre, comiendo un asadito.
Te mando un abrazo grande.
Pablo
Querido Pablo,
Primero que nada disculpas por la demora en responder. Aunque quizás esta sensación de culpa que me acompaña por mi retraso depende más de la cultura de la inmediatez en la que estamos inmersos, que de una demanda tuya.
Me gustó mucho que arrancaras tu carta hablándome de tu viejo, del lavadero de papas. No puedo dejar de hacer cierta asociación (vicios del oficio). Digo esto porque yo hago mucha referencia a mi viejo en mis textos. Tengo una serie de poemas titulados “El hijo del gallego”. Porque para muchos, allá en mi pueblo, yo y mis hermanos más que conocidos por nuestros nombres, somos reconocidos por ser hijos del Gallego de Rioja. Es un tipo muy querido. Muy popular por andar siempre dando una mano, metiéndose en los barrios, llevando y trayendo cajas con comida, pañales, heladeras, cocinas o lo que haga falta en las ranchas. Tiene setenta y cinco años y sigue laburando en servicios públicos para la municipalidad. No puede estar quieto dice él. Yo digo que es un peronista reprimido. Que todavía no salió del closet. Según me contó él, su mamá (mi abuela), era antiperonista acérrima. Tan así que cuando murió Evita, a mi viejo lo obligan a ir a la escuela con una banda negra en el brazo a modo de luto. Mi abuela se negó a hacerlo, entonces en la escuela lo mandaban a mi viejo todos los días de vuelta para la casa. Así durante toda una semana. Supongo que por esa razón mi viejo nunca supo que en el fondo su modo de vivir y de alojar al otro, es propio del peronismo. Recién ahora, un poco empujado por mí y por Facundo, mi hermano más chico que es ferviente militante de la JP en Cipolletti, se está reconciliando con la idea.
Pero volviendo a lo de “lavadero de papas”, alguna vez en terapia entendí que mucho de lo que yo escribía tenía que ver con reparar la imagen de la caída de mi viejo. De “lavar a papá” si me permitís la asociación. Quiero decir, yo también estoy marcado por la generación del noventa. Cursé toda mi adolescencia con el mito del uno a uno, con la “Miamizacion” de la vida. Por eso creo que me llevó tiempo entenderme como un sujeto político. Ya sabemos que al neoliberalismo le encanta despolitizarnos, hacernos creer que son todos lo mismo. De ahí que terminamos con “piquete y cacerola, la lucha es una sola”. Claro que eso duró hasta que los “cacerolos” se acomodaron y entonces los piqueteros volvieron a ser los negros de mierda. Ya sabemos cómo funcionan.
Perdón, me voy por las ramas. Pero te contaba que en ese contexto mi viejo, que siempre fue empleado, puso su propia ferretería que a la postre terminaría fundiendo. En ese período (“la época negra” la llamo yo) el banco nos remató la casa y el auto, mis viejos se separaron –además mi viejo tenía una amante- yo y mis hermanos nos mudamos a una casa que alquiló mi vieja, y mi papá termino yéndose a vivir a la casa de mi abuela, sin un peso, lleno de deudas con los bancos y con varios amigos. Todavía recuerdo la imagen de mamá llorando, el martillero público tasando el televisor, la videocasetera, los sillones y todo lo que podía rematar el banco. Tengo la idea de en un futuro escribir sobre eso. “Cuando nos fuimos a la B” sería un buen título.
En fin, mi viejo con el correr de los años se acomodó, consiguió laburo en la municipalidad y hoy tiene una relación excelente con mi mamá. Pasamos las fiestas juntos, con mis hermanos y mis sobrinos, y hasta hacemos chistes sobre algunas cosas de esa época. Las que no duelen tanto. En ese sentido, admiro la capacidad de perdón de mamá.
Cuando me hablás del Tigre, y de tu búsqueda de otros lugares, no puedo dejar de pensar en mi ciudad. No porque Cipolletti tenga tantas aves y bicherío- con la distancia asumí que somos una ciudad como cualquiera, con su plaza, su iglesia, su municipalidad, sus manzanas y su miseria secreta, pero tenemos el río Limay cerca, y siempre me pregunto si volveré a vivir al Alto Valle. Yo también soy un bicho de viaje, como decís. Imaginate que dejé Cipolletti a los treinta y tres años después de haber publicado mi primer libro de poesía y me vine a vivir con un amigo de la infancia atrás del cementerio de Chacarita. Supongo que para ser escritor necesitaba dejar de ser el hijo del gallego. Cinco años después vivo con mi compañera en Avellaneda a tres cuadras de la cancha de Racing y me publican en revista Ruda y en Página 12.
Es muy difícil hacer pronósticos de como seguirán mis días, pero cuando te leo, y pienso en el río, y en la tierra, siento algo en lo profundo que me dice estoy de paso por acá -al fin de cuentas todos lo estamos. Sobre todo cuando me agarra un embotellamiento en Capital y tardo tres horas en llegar a mi casa, me pregunto qué carajo hago habitando esta locura. Allá, en Cipo, en diez minutos estaba en mi casa, me tomaba un vino con soda y me echaba a dormir la siesta. Mi novia se ríe de eso. De mi pueblerina necesidad de siesta. Fue lo que más me costó y todavía me cuesta de vivir en Buenos Aires. Acá, entre otras violencias, no se duerme la siesta. Ya veremos cómo sigue la historia. Pero si bien allá no se habla del “mal del sauce”, se dice que quien prueba las aguas del Limay, siempre regresa. Sospecho que así será.
Gracias por tu devolución del libro. Como nos pasa a todos los que escribimos, subestimo mucho lo que hago. Y que un tipo como vos, que no conocía nada de lo que hacía, que vive leyendo y haciendo reseñas de libros, haya hecho la devolución que me hiciste fue muy importante para mí. Estoy aprendiendo que en el campo literario porteño hay muchos intereses mezquinos, mucha hipocresía a veces, y vos no tenías ninguna necesidad de decirme lo que dijiste. Lo valoro mucho, me hizo muy bien. Pese a la mezquindad que te mencioné, también hay tipos como vos que han alojado mis textos con mucha generosidad. Eso siempre alienta a seguir escribiendo, y a pensar que, tal vez, no es tan malo lo que uno hace.
Contá con el libro para la biblioteca de la isla. Sería un enorme placer saber que mis textos andan por esa tierra tan mágica y tan cargada emocionalmente para nuestra historia. Además es más fácil llevarte un libro que un manzano para plantar.
Te mando un abrazo, a la espera del asado que nos encuentre.
Matías