Literaturas

Willy Van Broock: “La novela es un viaje iniciático hacia el centro de la existencia misma”

El actor, director y guionista acaba de publicar su primera novela, Una vida por delante, donde la búsqueda personal se entrevera entre ilusiones, amistades, expectativas ajenas y sacrificios, para encontrar en la aceptación de lo perdido una identidad para afrontar lo que viene.


Por Pablo Pagés.

Wilfredo Van Broock, alias Willy, encontró en la escritura esa fuente donde canalizar lo que corre dentro suyo. En medio de prácticas académicas, trabajos en medios televisivos y trazos de una vocación actoral que parecía concluyente, la escritura, como acto creativo y también existencial, volvía a reposicionar su identidad artística y personal.

Es que a fin de cuentas, todos los caminos, de norte a sur de nuestro amplio territorio, parecían conducir a esa necesidad de plasmar en palabras la trascendencia de la imaginación. De Shakespeare y Stanislavski al maestro Carlos Gandolfo, el derrotero de aprendizajes fue sumando en Willy un bagaje que sería central para meterse de lleno al mundo literario, habiendo entendido los aspectos de la representación en su propia piel. Para desde allí, sin más, construir un universo de personajes, sensaciones y estéticas que se dejan fluir por esa intensidad con la que aborda cada uno de sus proyectos.

En su primera novela, Una vida por delante (Editorial Orsai), Willy nos habla de esas expectativas que los demás tienen para con nuestra propia vida. De aquellos caminos que uno toma, guiado por el impulso de los decires, de los esfuerzos que se hacen a merced de sus creencias sentimentales, de lo que hay que aceptar dejar en el camino. En ese tránsito inevitable entre la adolescencia y la adultez; entre lo inmediato, lo efervescente, y lo que resta por caminar. El mirar atrás para entender, desde otra óptica, lo que está por venir.

Revista ruda


¿En tu familia tuviste algún pariente artista?

Vengo de una familia donde son todos profesionales universitarios de lo que supo ser la clase media argentina, apretada en lo económico, pero más holgada en términos de educación. Todos mis tíos, mis padres, todos mis primos, incluso ya una de mis abuelas, nacida en 1915, son (o fueron) universitarios. Ninguno artista. Soy el primero, (si es que lo primordial tiene alguna importancia). El arte en mi familia era algo que formativo en alguna etapa de la vida. Algo que se consumía (por decirlo de algún modo), que nutría, pero que siempre era algo que hacían otros. Un día me di cuenta que yo quería ser de esos otros, de los que hacían estas cosas. Los libros eran algo presente en mi casa. Crecí rodeado de bibliotecas. Había libros que venían de mis bisabuelos. Libros añejos. Siempre odié el olor de los libros viejos y esa especie de hongo que les amarrona las hojas. Eso que mucha gente ama, a mí me produce rechazo. Quizás por eso me volqué a escribir más que a leer. Si extistieran dos bandos, siempre fui escritor más que lector. La lectura es algo que aparece tarde en mi vida, bien entrada la adolescencia, cuando ya hacía tiempo que escribía poemas, derroteros y canciones que buscaban parecerse a las metáforas de Fish, de Marillion; o del Génesis de Peter Gabriel.

¿Y tus viejos a qué se dedicaban?

Mi papá era ingeniero mecánico y mi mamá es doctora en bioquímica, investigadora de Conicet (ya retirada). Lo que nunca imaginé fue que esto acabaría siendo un caudal de combustible tan feróz en la novela donde los padres del protagonista ni siquiera tienen nombres, sino profesiones. Esto fue algo que cuando surgió me permitió plasmar directamente a esa clase media profesional del final de los ’70, de una forma muy sencilla.

¿Cuáles fueron tus estudios y cuáles te marcaron más, o de qué manera, en cada uno, sentiste un aporte?

En los 90, iniciando la década menemista, hice un intento pobre de arrojarme a la aquitectura, pero salí eyectado a los pocos meses. Empecé a coquetear con dedicarme al cine pero la idea no terminaba de cuajar, hasta que un día, sondeando con el dedo las carreras que no tenían matemática, en una guía del estudiante de la Universidad Nacional de Cuyo, donde estaban unos amigos míos, encontré que existía la carrera de Arte Dramático (actor). Así que siguiendo ese impulso que me decía que tenía que ser universitario como todos en mi familia, terminé en Mendoza, en la Facultad de Artes, donde me lancé a eso de ser actor, y durante mucho tiempo pensé que esa era mi vocación, en parte porque la carrera era muy buena y tenía unos docentes que eran una usina de cultura y transmisión.

Tuve profesores memorables como Ernesto Suárez, Víctor Arrojo, Luis Sampedro. Gente que forma parte de la columna vertebral del teatro nacional y de la docencia teatral. Eso me dio una base muy sólida. Iba a la facultad todos los días y todos los días tenía materias teóricas y prácticas. Arrancaba con la tragedia griega, Shakespeare, Moliere, Calderón de la Barca, por los rusos Stanislavsky, Tolstoi, Grotowsky y Meyerhold. Ibsen, O’Neil, todo el teatro norteamericano clásico, el teatro argentino desde Las de Barranco, Florencio Sánchez. Pasamos por todos los géneros teatrales. Lo que veíamos en lo teórico, lo metíamos en el cuerpo en lo práctico. Eso hizo una base muy sólida.

En medio de mi carrera en Mendoza un día vino el Maestro Carlos Gandolfo a dar un seminario de dos días que me deslumbró. Ese mismo año hice un viaje a Buenos Aires y me fui a tocarle el timbre. Me atendió él, porque era su casa, y me dio una entrevista para el año siguiente, a ver si entraba en el curso que empezaba en marzo. Yo tendría que haberme quedado en Mendoza a terminar la carrera, pero no pude con mi genio y me rebelé al mandato familiar de ser universitario. Al año siguiente me vine a Buenos Aires cuando me faltaban cuatro materias para recibirme. Fui muerto de nervios a la entrevista con Gandolfo porque era conocido por su mal genio, su exigencia tenaz y sus preguntas incisivas. Me hizo pasar, me miró y me preguntó por qué quería ser actor, y yo le dije que porque me tiraba de adentro. Lo espero el lunes a las cinco, me dijo. Eso fue el inicio y Gandolfo fue un maestro definitivo para mí. Ahí fue sustancial haber tenido la base en Mendoza porque Gandolfo ya hablaba de otras cosas. No era el teatro como expresión artística, sino el hombre como instrumento que lo lleva adelante. Gandolfo trabajaba con la afinación de ese instrumento que éramos nosotros, los actores. Pero que aunque uno hubiera sido ferretero, el ejercicio formativo de profundizar sobre uno mismo era el mismo. Gandolfo fue un maestro definitivo en mí. Incluso hoy, todavía me caen las fichas de cosas que él decía hace casi treinta años. Era un adelantado total a su época.

Convencido de que mi vocación era la actuación, escribí una obra de teatro con un amigo y nos fuimos a hacerla en un bodegón, y nos terminamos ganando un ACE al mejor espectáculo de humor, en una terna donde estaba Les Luthiers. Fue el año 98 y todo parecía posible. De ahí salté a la televisión donde hice de todo, desde bolos actorales, hasta el villano en Mosca & Smith, la mejor serie que se hizo en los noventa y lo más disruptivo e incorrecto que pudo aparecer en un canal de aire. Conduje programas de TV en la vieja ATC y tuve un ciclo en el programa de Susana Giménez.

Y un día me di cuenta que hacía años que había dejado el teatro y que nunca lo había extrañado. Y que lo que estaba haciendo no tenía nada que ver conmigo. Y que en algún momento había doblado mal, porque nada de eso era yo. Y me encontré con el abismo mirándome. Y lo único que había en ese abismo era escribir, era lo único que sabía hacer además de actuar. Así que me puse a escribir. Y descubrí que siempre había seguido escribiendo y le había negado el saludo a la escritura, como a un comensal no querido, cuando era lo que de verdad me salía de adentro. Yo no era actor, era escritor.

Parí dos obras de teatro y tuve la suerte de que un amigo (mis amigos siempre me han salvado de una u otra forma, siempre) me cedió un trabajo de guionista que no podía aceptar, y empecé a trabajar como guionista y no paré nunca más, y escribir guiones se convirtió en mi trabajo y mi forma de vida, y después tuve la enorme oportunidad de rodar las miniseries que había escrito, con presupuestos enormes, y todos los juguetes a disposición, de viajar a rodar, de participar del casting, de la producción, de la dirección. Eso sigue creciendo. Escribir, producir y dirigir es algo que me alucina. No hay nada más gratificante que plasmar una obra, completarla. Lo mismo que con un libro. Haber publicado, tener el libro en la mano, me genera la misma sensación de completud.

Con ese desarraigo del protagonista de Tucumán a la inhóspita Patagonia en un (alter ego) superlativo, se genera una pregunta: ¿Qué mierda significa ser yo? ¿Encontraste alguna respuesta a tan shakespereana cuestión medio rea, a fin de cuentas?

Hay preguntas que tienen respuesta y hay preguntas que son una zanahoria. Uno se busca a sí mismo con la idea de encontrar algo, una respuesta, una identidad, sólida como una piedra, algo que se reconoce de afuera, pero el universo es dinámico. No existe algo llamado «yo mismo». Existe la idea de un yo, el aspiracional de un yo, el pasado de un yo, pero el yo presente, la mismidad, es algo que se transita, es estar presente. Uno va profundizando la mirada sobre las cosas, sobre el mundo, sobre los vínculos, pero uno mismo siempre es el abismo, «eso» que somos, siempre permanece oculto. Cambia, crece, se profundiza, se aliviana, o lo que sea, pero siempre permanece oculto porque no se puede conocer el todo desde la subjetividad. ¿Quién es el último observador? Uno no es lo que las cosas que le pasan. Uno «es» y le pasan cosas.

Escribir una novela, una primera novela, parece que es más fácil cuando uno tiene un hilo argumental. En Una vida por delante, son fragmentos, recuerdos, fracturas del alma, dolor, pensar la vida y continuar con una mochila existencial rayana al pesimismo que el tiempo nos devuelve en algo irreparable. ¿Cómo empezó esta empresa tan sufrida por un lado y por otro tan reparadora?

El guionista vive de los hilos argumentales. Un guión es una historia escrita para ser contada en imágenes. Es un paso intermedio, que podrá tener o no valor en sí, pero es un paso intermedio. Nadie lee guiones, salvo los guionistas. El guión es un paso previo a un trabajo terminado, que es la película o la serie. Lo mismo pasa con las obras de teatro, se hacen para ser representadas: ese es el trabajo final.

Cuando finalmente me arrojé a la literatura como tal, tenía en mi caja esas herramientas de mi vida como actor, como guionista, como director. Tenía ese oficio previo. Entendía lo que era un personaje porque lo había pasado por el cuerpo siendo actor, lo había dirigido en otros actores, entendía cómo funcionaba la estructura dramática porque había escrito miles de páginas de guión y había llevado esas escenas al escenario o las había pensado con tal o cuál puesta de cámara, desde tal o cual lente, y tenía el hábito de escribir a diario, porque un guionista solo es guionista si cumple plazos. Es así. Si no, uno se hunde y se queda sin trabajo. Nadie espera a los guionistas que no entregan.

En la literatura ese «hilo argumental» es algo que se me arma en ese abismo de oscuridad. No es que para mí sea más fácil porque tengo un hilo argumental. No son muchos los hilos argumentales que existen. Las historias no son infinitas. Lo infinito es el modo de narrar, que es único para cada uno. El hilo argumental es la estructura del edificio, no el edificio. En términos arquitectónicos la estructura es lo que posibilita la belleza de la obra, pero una vez terminada la obra, la estructura desaparece. Son los hilos del títere. No hay títere sin hilos, y a su vez, la belleza del títere es que parezca real a sabiendas de que tiene hilos.

¿Cuando escribís tenés una idea de final?

A veces sí, otras no. A veces tengo un principio, a veces tengo una sensación, y me gusta mucho lanzarme a ver qué pasa, a ver qué hay. Cuando escribo es el único momento en el que mi «crítico» está muerto. Navego explorando mis mares, mis océanos, pero me doy cuenta de que tengo metida una brújula adentro. Lo tengo de oficio. No me doy cuenta. Lo veo cuando está puesto en el papel. Todo lo que escribo se monta sobre una estructura interna, lo que no significa que yo sea conciente de eso durante el proceso. Es algo que se formó en mí con el teatro, con la dirección, con el montaje, con el hecho de haber aprendido a pensar y plasmar una obra desde la nada hasta la proyección final.

En el caso de «Una vida por delante» tuve un inicio impulsivo, catártico, era una catarata de vivencias que salían. Era un río. Y en un momento de ese río vi el final y apunté ahí. Después, en la corrección posterior, uno amolda, revisa, reescribe en función de ese final, pero no es algo que tenga siempre, ni que necesite tener.

En algunos momentos sentimos empatía por tus devaneos y una memoria que por alguna extraña razón termina tergiversando las cosas. Porque son pasados que nos tocó vivir a muchos de nosotros. ¿Este libro fue una manera de “educación sentimental masculina”?

Fue mi manera de dar testimonio de cómo fue para mí. No importan los hechos como fueron porque para eso están los documentales o los libros de historia. En la novela ¿quién puede decir cómo fue qué? Importa la impresión que dejaron los hechos, el dibujo de la huella que dejó dentro mío, eso es lo que me interesa plasmar, el «así lo viví yo». Creo que ese es el único valor que puedo aportar.

Los viajes y los cambios de vida entre una cartografía y otra son muy lacerantes. ¿Sentiste que el amor era una escena fugaz que se te escapaba doliente entre una masculinidad que se imponía sobre esa adolescencia difusa?

Me costó mucho conjugar el amor durante la adolescencia. La distancia entre cómo era, cómo me veía y cómo creía que me veían era desoladora y me generaba mucha inseguridad. Me llevó tiempo aprender a distinguir los juicios que tenía sobre mí de lo que yo era o de lo que es mi esencia. Uno no es una cosa fija. Uno discurre. Va siendo de diferentes formas de acuerdo a dónde vive, cómo vive, qué vive. Somos diferentes a lo largo del camino, mutamos. Lo inmutable es la esencia, el abismo, eso que no se puede nombrar con palabras. Sigo tratando de domar el buey, como dicen los budistas. El buey es la mente. A veces está acá, a veces desaparece, a veces pasta tranquilo delante mío, a veces me arrastra entre las cañas, a veces sé dónde está sin que haga falta verla.

Gozar es tan parecido al dolor, como dice Charly García. ¿Hay algo de esto en este derrotero que los personajes transitan de una niñez llena de sombras a una adolescencia áspera y carrasposa?

La niñez son recuerdos sin hilar, vivencias sueltas que uno reconstruye de grande. La mente del niño es fugaz, está en otro estado, por eso no recordamos los hechos como fueron, no hay conciencia de yo. Recordamos impresiones que después la cabeza hace coincidir de alguna forma. Entonces las impresiones se graban mucho más fuerte porque el niño es una plastilina que se va llenando de marcas, de dibujos. Uno apoya apenas el dedo y queda la huella. Un niño es emoción pura forjándose. Neuronas haciendo el cuerpo. Un niño dobla su peso a los tres meses de vida. Eso es duplicar la cantidad de materia. El proceso de crecimiento en términos biológicos es una cosa alucinante. Y mientras eso pasa, va la vida, donde toque. A veces toca en cuna de amor y a veces en cuna de mierda, y eso formatea esa plastilina, que igual, en la mayoría de las veces, por suerte, va a sobrevivir.

Por momentos esta novela era una suerte de road movie en la cual un chico se retuerce de dolor frente a los vínculos afectivos que se iban modificando. ¿Qué significa esto para vos del recorrido y la aventura mientras uno sin saberlo crecía a los tropezones?

A medida que crecemos asomamos a la conciencia y creo que eso tiene un momento cúlmine que es la adolescencia, donde parece que uno viene de las profundidades del mar y asoma la cabeza del agua y da una gran bocanada de aire. En la adolescencia uno se descubre vivo, descubre las emociones a flor de piel, y las emociones se lo llevan puesto, y el amor es una cosa que parece para toda la vida y todas las vidas de las vidas, y la amistad se forja con hierros fundidos en el núcleo del sol y la música lo cala hasta el hueso, y uno se siente inmortal y al borde de la muerte a la vez. Todo es intensidad. Todo es inmediato, todo es hoy. Ese paso de la niñez a la adolescencia, ese despertar, es para mí uno de los momentos más ricos de una persona. Es la entrada en el segundo acto. Es el nudo. Es el momento en el que uno descubre que ve, descubre lo que le tocó, se descubre encima de un potro que corcovea y desde ahí arriba intenta trazar para dónde quiere ir, y lo mejor de todo, sea cual sea la realidad, es que todo está por delante.

Me recuerda tu novela a Minga de Dipi Di Paola pero con un lenguaje más coloquial y menos disruptivo. También me recuerda a Norman Mailer y Jack Kerouac. ¿Esta novela es un viaje de iniciación hacia una postura estética sobre la existencia?

Totalmente. La novela es un viaje iniciático hacia el centro de la existencia misma. Es la potencialidad en estado absoluto y es el devenir de la vida sobre el que no tenemos ningún control. Uno cree que controla, uno cree que traza caminos, pero cuando miramos para atrás, si somos honestos, encontramos que la mayoría de las cosas que logramos, las logramos de puro culo. Seguimos vivos por una conjugación mistérica de azar, suerte y destino. Nadie elige dónde nacer y eso define el primer carácter. No es lo mismo nacer en una cuna de amor que en una cuna sin amor. No da igual. No es lo mismo que a uno le enseñen a querer, que vivir rodeado de violencia. Y todos los caminos intermedios posibles entre una cosa y la otra. Pero esa idea de que uno llega donde llega porque se lo propone es «zanahórica». Uno necesita creer eso para seguir adelante y no caer en el peor de los materialismos o en el nihilismo absoluto. Necesitamos encontrar un sentido a la vida, y ese sentido se encuentra o mejor dicho, se atisba, durante el viaje iniciático de la adolescencia.

Entre una atmosfera militar, los sujetos, los deseos irrefrenables por el sexo y el solitario paisaje, se entretejen entre los diálogos una disputa chabacana y salvaje. Así fue. Dice el final del texto. ¿Fue así o solo muchas formas de intuir el iceberg debajo del agua, mientras por arriba una pequeña superficie blanca da los primeros pasos hacia un final arbitrario?

Así fue es una forma de darle entidad al recuerdo. Es un juego, un acuerdo. Vivimos una época donde si lo que pasó, pasó de verdad, la cosa adquiere otro valor. Pero es un signo de la época, nada más. No creo que algo tenga más o menos valor porque haya pasado así. Uno siempre narra la punta del iceberg y desde el momento en que nacemos el final siempre será arbitrario. La muerte no respeta patrones lógicos, ni esperables, ni meritorios, ni nada. Así de arbitrario como llega el nacimiento, llega la muerte. Nosotros necesitamos darle un sentido lógico a la existencia, una idea de que hay una secuencia y un sentido, porque si no, el absurdo de la existencia es insoportable.

¿Cuánto hay de autobiográfico y cuanto de fantasías de lo que más se soñaba entre tanta soledad?

Todo lo que escribo habla de mí. Necesariamente habla de mí. Habla de cómo vivo el mundo. De mis miedos, de mis miserias. En boca de Mamet: «El arte es poner en escena el misterio del alma humana». La novela tiene muchos puntos que se tocan con mi historia, pero no busca documentar nada. Hay estructuras de época que coinciden y otras que no. Yo viví el coletazo de la dictadura militar y vi la guerra con nueve años, en esa fase donde todavía mi cabeza era plastilina pura.

¿La vida por delante es el comienzo del fin, de, este, tu relato, para continuar y seguir cerrando capítulos que fueron quedando en el tintero sin pensarse lo suficiente?

Vivimos un momento donde el pensamiento está sobrevalorado. La ansiedad, un signo de este tiempo, es la consecuencia del sobrepensamiento. La literatura, para mí, es un espacio emocional. Me interesa explorar la vivencia. Me interesan los personajes en carne viva. Para mí, el paso por el pensamiento y la reescritura debe saber preservar siempre ese caldo primordial, si no, se vuelve plano, correcto, impersonal.

Magnifica, entrañable y terrible. Tu novela no da descanso. Son espejos que proyectan todos los pretéritos hacia un hoy o mañana. ¿Pensaste este trabajo como un laberinto existencial?

Esta novela es mi propio laberinto. Siempre lo fue. Un laberinto del que salí, por arriba, como se sale de todo laberinto genuino, para poder mirarlo en su totalidad y poder plasmarlo.



Wilfredo Van Broock
Una vida por delante
Editorial Orsai
2022

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