
El celebrado autor argentino, escritor de cuentos clásicos como Tristezas de la pieza de hotel, El gato dorado y Blues en la noche, es analizado en retrospectiva por la mirada de Lucas Rubinich. Una inmersión en los márgenes sociales y la raigambre popular de una literatura que sigue emanando señales sobre la identidad argentina.
Por Lucas Rubinich.
Para Luquitas Rozenmacher.
I
En mis clases de sociología les digo a los alumnos que es posible entrar a la complejidad de lo social, con sus fronteras mágicas, sus censuras, sus inhibiciones, sus permisos, construyendo un objeto que tome como referente empírico un simple diálogo entre dos personas en la gran ciudad, o cualquier ritual callejero que se deja reproducir rutinaria, naturalmente, como parte de la vida cotidiana. Y creo que no es vana retórica, ese objeto puede construirse y asumir ya la forma de artefacto sociológico, ya la de literatura. Porque si se me permite la herejía, creo que cuando las cosas están bien hechas tienen algunos parecidos. Un lugar común de cierta sociología apurada, que fomenta la relación subordinada con la literatura, quiere creer que los que trabajan desde la perspectiva de algo que ambiguamente se puede llamar realismo, dicen mejor lo social; presumiblemente porque en las menos felices de esas empresas no se problematizan las nociones de sentido común, y las experiencias y la idea de lo social aparecen montadas en estas sin sorprender demasiado, bajo formas familiares, repitiendo algunas de las visiones culturalmente aceptadas.
En los cuentos de Germán Rozenmacher -en algunos cuentos que esos lugares comúnes ignorarían-, entre muchas otras cosas, creo encontrar esa complejidad de lo social: lo social no cristalizado, dramático, a la vez que arbitrario, poderosamente operativo, atravesando las almas y los cuerpos; o mejor dicho, realizándose en los cuerpos. Lo social visto desde los fondos, pero no desde el fondo convencional, mecánico, topográfico; desde un fondo que lo es porque condensa hasta la exasperación el dramatismo de estas sociedades que conocemos. Es el fondo no porque sean situaciones, que ocurren en la franja más inferior de la estructura social (aunque pueda ser así), sino porque en sus personajes, en algunas situaciones lo social aparece crudo, descarnado, sin fachadas, casi brutal.
Y están construidos con referencias sociales evidentes, pero grises, casi residuales para el período, que el prejuicio culturocéntrico podía ignorar o transformar en producto folk. No porque no se tematizaran marginales o personajes grises, todo se había hecho quizás a esa altura del siglo en la literatura. Sin embargo, aunque obviamente se puedan encontrar citas, los materiales, las referencia literarias, con la que Rozenmacher construye estos cuentos, llama la atención cómo se procesan para producir esos desolados sociales, esos parias culturales, a la vez nada monstruosos (como pueden sugerir las calificaciones anteriores), relativamente integrados, amables, educados, cercanos, a los que su fachada puede confundir con un arquetipo de la clase media urbana. Además sustentados en una narración casi tradicional que relata pesares humanos sin escapar a la presentación explícita de las emociones como pueden hacerlo zonas menos prestigiosas de la cultura, un andarivel riesgoso que podría reproducir convenciones, pero que sin embargo desacomoda, trabaja contra el sentido común, porque entre muchas otras cosas, a través de pequeñas situaciones se llega a una zona (ese fondo no topográfico) en el que el dramatismo de lo social aparece condensado: el dinamismo y la tragedia de la estructura social en un punto.

“Lo social visto desde los fondos, pero no desde el fondo convencional, mecánico, topográfico; desde un fondo que lo es porque condensa hasta la exasperación el dramatismo de estas sociedades que conocemos. Es el fondo no porque sean situaciones que ocurren en la franja más inferior de la estructura social (aunque pueda ser así), sino porque en sus personajes, en algunas situaciones lo social aparece crudo, descarnado, sin fachadas, casi brutal”
II
Me explico. Hay un cuento del cual voy a decir algo (Tristezas de la pieza de hotel), pero si se quiere, también otros dos (El gato dorado y Blues en la noche) en los que una zona de la cultura judía porteña, gris, residual (enviada -por una operación simbólica del grupo que, a fines de los cincuenta, principios de los sesentas, se asienta, y disfruta de su relativa integración- a los costados, a las orillas de la comunidad), oscurecida aún más por el optimismo de la realización periférica de la sociedad de consumo, se ilumina en los cuentos y aparecen cuestiones viejas y nuevas, pero no como relato de los personajes, sino con la fuerza de vivir en sus cuerpos. El migrante que huye del hambre, la violencia, la lucha por la integración, la experiencia de corroborar la imposibilidad de ascenso social en un momento de realización colectiva de esos movimientos, la posición relativamente periférica en una sociedad que accede a los beneficios del consumo y el doble estigma de quienes no logran un mínimo éxito social y pertenecen a una minoría. Triple estigma, si se toma en cuenta que la zona asentada de la minoría, oculta, o por lo menos disimula a sus miembros fracasados que no son otra cosa que aquellos que se empecinan en seguir ocupando un lugar (social, económico, cultural) que los exitosos apenas habían abandonado en algún momento de las últimas décadas.
El Gran Félix de Tristezas de la pieza de hotel es un judío porteño que nació en algún pueblito del este europeo -probablemente ya inexistente-, y vino en barco con su madre, fue por años vendedor callejero un “kuéntenik”, que “vagabundeaba por los boliches y los cafés vendiendo baratijas, con los puños de la camisa raídos y la tela de las asentaderas demasiado lustrosa”. Es un vendedor callejero cuando ya debería haber dejado de serlo, es un hombre de 53 años que no pudo, como dirían sus parientes, “formar una familia”. En el momento del cuento es encima un hombre solo, que está sentado en la pieza húmeda, procesando la reciente muerte de su madre, su lazo más real, más fuerte. Está solo en la habitación empapelada con floreados que eran húmedos y sucios de un hotel de la Avenida de Mayo. En la avenida de “viejos hoteles de cúpulas negras” cae una lluvia de invierno.

Es el hombre solo de la pensión, y es el migrante joven que con su madre soñó una tierra prometida, no el armónico mundo judeo americano que soñaba Gerchunof (el escritor judío que se ha plegado a la apariencia de lo que ocurre en la Argentina, según Viñas) sobre los planes del Barón Hirsch. No la que el optimismo celebratorio de una zona del campo intelectual tematizaba en el centenario. Seguramente esos sueños de los 30 eran apenas deseos de escapar de la miseria y la persecución, sin paraísos imaginados en el punto de llegada que podía ser incierto, apenas la apuesta por un lugar que dejara vivir. Pero, sin embargo, aunque menos épicos, los sueños estaban y enteras franjas de la comunidad los realizaban a través del progresivo mejoramiento de sus condiciones de vida. Se abandonaban con esfuerzo las imágenes sociales desprestigiadas, la movilidad social que se producía con fuerza en relación a otros países latinoamericanos, se realizaba sino intra, por lo menos intergeneracionalmente. La familia del Gran Félix estaba toda “llena de personas respetables, todos médicos, ingenieros abogados, todos con chapas en la puerta triunfadores. O si no vendedores de primera clase, comerciantes con millones de pesos, mujeres, hijos, nietos.” El mito de la tierra prometida no tenía la fuerza de las paradisíacas comunidades entrerrianas, pero se expresaba en el mandato del ascenso social común a cualquier migrante, magnificado en una minoría.
Y estos personajes como el Gran Félix (pero también el maestro de El gato dorado o el profesor Vasily Goloboff de Blues en la noche) eran la corporización del fracaso. Estos judíos pobres que habitan oscuras pensiones de la Avenida de Mayo o la calle Sarmiento conventillos de la Paternal, no son solo los que no lograron cumplir ese mandato. Habitando un lugar no demasiado diferente a cuando bajaron del barco, sin casa propia, casi sin familia, o bien puntos secundarios y subordinados de una red familiar que realizó mínimamente el sueño. Red que, de existir como en el caso del Gran Félix, los coloca casi en el lugar de parias, que recuerdan constantemente con su sola presencia un lugar de proveniencia, demasiado cercano, demasiado atravesado por las marcas de los estigmas sociales que sobreviven bajo fachadas amables. Doblemente condenados entonces: por su no inserción exitosa y por ser la corporización de todo aquello que sus familiares o paisanos que llegaron a un lugar -que es relativo de acuerdo al sector social-, quieren olvidar. Eso que ellos mismos o sus padres fueron apenas unos años más atrás. Fracasados manifiestos, concientes de su posición y de la estigmatización que supone, porque más allá de su trayectoria, e incluso de sus dudas, las barajas sociales estaban jugadas a esa forma de integración relativa: familia, negocio, casa propia, cierto prestigio en su grupo inmediato, respetabilidad.
Paradójicamente estos personajes como el Gran Félix, mantienen en la presentación de su persona, algunos elementos que les permiten lograr una fachada de aceptabilidad por lo menos en un acercamiento superficial. Son -como dije antes-, educados, amables, expresan en su vestimenta gastada, vieja y a la vez prolija, su voluntad de disimular dignamente su condición de perdedores en un juego que se vieron obligados a jugar. En la experiencia de la vida cotidiana de una posición como la mentada que es parte de un entramado de relaciones que soporta un proceso de movilidad social ascendente “importa la presentación de actuaciones correctas”, y en ese nivel simbólico,“los esfuerzos por ascender y por no descender se expresan en sacrificios por mantener una fachada” (Goffman, 1989). Estos son indicadores mínimos, escuetos, pero que sin embargo están manifestando la dramaticidad de un proceso de movilidad social ascendente, marcado por el mito republicano del mejoramiento de las condiciones de vida como por evitar el estigma de ser el fracasado en una minoría. La vida cotidiana se vuelve impredecible, más azarosa que de costumbre, cuando la cultura de la sociedad y del grupo, fuerzan a disimular ese fracaso manifiesto, objetivo y además se cuenta con las herramientas que permiten atenuar el estigma.

“El migrante que huye del hambre, la violencia, la lucha por la integración, la experiencia de corroborar la imposibilidad de ascenso social en un momento de realización colectiva de esos movimientos, la posición relativamente periférica en una sociedad que accede a los beneficios del consumo y el doble estigma de quienes no logran un mínimo éxito social y pertenecen a una minoría”
El Gran Félix, es un estigmatizado que intentó por medios más o menos corrientes, como la visita a una agencia matrimonial, salir de ese costado que el destino social, que suele ser más fuerte que el metafísico lo había puesto. Ya a los 53 años, quizás solo podía seguir a las mujeres por las calles y soñar “con una casa hermosa y calefacción y música tenue”.
Pero es quizás en el momento en que el Gran Félix, solo en la pieza del hotel de cúpulas negras, en una tarde lluviosa que puede ser de fines de los cincuenta o principios de los sesentas, invita a tomar café a la mucama, cuando el perdedor se transforma en un outsider. La mucama, migrante interna, que seguramente todavía en ese momento podía ser nombrada con el mote discriminatorio de cabecita negra; morocha, provinciana, expresa todo lo que el grupo de Félix, o cualquier minoría, detesta: la simple posición objetiva de grupo inmediato inferior. La literatura sociológica recuerda que el racismo se expresa de manera brutal en los blancos subordinados del Sur de EEUU, “La basura blanca”. Los que encima ocupan una posición secundaria de una minoría tienen al grupo inmediato inferior para recordarles que son alguien. Y si es que hay leyes en estos mundos de las ciencias sociales esto es casi una ley. El Gran Félix, viola una ley social, no una ley de las escritas que sabemos que pueden y a veces deben violarse. Viola una ley profunda y no por lo de judio goim (aunque eso también pueda estar presente), sino por que se levanta contra la censura que lo social impone casi como salvaje estrategia de sobrevivencia de la identidad social, no de la religiosa, de la identidad social. El que se está cayendo tiene en la relación con el otro inmediato inferior la posibilidad de confirmarse en lo que casi está dejando de ser: poniendo al otro en su lugar, recordando, aún con la amabilidad más extrema, cuáles son las jerarquías y en qué posición está cada uno.
El Gran Félix, subvierte las leyes sociales y las subvierte más aún, porque Rozenmacher construye estas situaciones, estos personajes desolados hasta el patetismo, con ternura. Y en realidad me autocritíco, y me digo que no puedo usar “ternura” porque no dice lo que pasa ahí. Porque quizás emboba la construcción de ese fondo dramático de lo social, ya que empaqueta nociones convencionales que sugieren situaciones casi armónicas, desprovistas de dramaticidad. Y sin embargo aparece nuevamente, y entonces la peleo, la arrincono y trato de explicarme. Lo que quiero decir es que acá hay una mirada no etnocéntrica, la que permite ponerse en el lugar del otro en serio, no dibujando una figura superficial que exacerba folklóricamente algunos rasgos positivos o negativos. Hay, si se quiere, afecto, lo que supone que se construyen bichos humanos complejos cruzados por las coerciones y los constreñimientos sociales, pero a la vez activos en caminos que como todos los que recorremos son en gran parte azarosos. La construcción de esos seres grises expresando un dramatismo no reduccionista, tan posible en este tipo de estéticas supone una mirada que conoce los aspectos más sensibles de una cultura.
En este sentido es que las consecuencias políticas de su elección estética problematizadora (no solo la adhesión del escritor a los árabes en la guerra de los seis días) posicionaron a Rozenmacher como un judío subversivo, porque trabaja contra los arquetipos culturales convencionales, porque muestra los fondos de una cultura que asentada reprocesa convencionalmente su historia social y la cristaliza, la institucionaliza. El Gran Félix, como el maestro de El gato dorado, o el tenor de la ópera de Moscú de Blues en la noche, que volvió a ser judío intentando ser parte de algo, no son ni torturados locos, ni simples resultados de un orden social injusto, son apenas actores grises que desempeñan sus papeles sin estridencias en este fondo social que es dramático y es fondo si se lo puede ver. Y entonces creo, por fin, que Rozenmacher, además de un judío subversivo, es (si se puede hablar de tal cosa) un judío profundo, alguien que puede entrar por esos judíos pobres de pensiones y conventillos, para terminar hablando de todos nosotros. En una época minimalista, en que las culturas que atraviesan distintas retóricas políticas, construyeron una visión de lo social neodarwinista que reniega de la historia y sacraliza sin problematizar identidades parciales, hace bien leer a Rozenmacher. Y seguramente cada lectura será un gesto de reafirmación de que eso que construyó ese muchacho en los sesentas, es verdad, está vivo todavía.
Bibliografía citada
Goffman, Erving, 1991: Los momentos y sus hombres. Paidos, Barcelona.
Rozenmacher, Germán, 2013: Obras completas, Colección Jorge Alvarez, Biblioteca nacional, Buenos Aires