Por Alan Ojeda.
Me sorprende que el terreno en el que el escritor debería sentirse más cómodo, es decir “haciendo cosas con palabras”, es del cual muchos huyen. Es demasiado trabajo, quizá, salir de ese lugar lleno de haters y followers, donde tanto unos como otros parecen afirmar lo certero de nuestras declaraciones (los unos porque nos odian y eso es suficiente para negarles la razón; los otros porque nos aman y afirman nuestras ideas) para abrir la discusión, componer una palabra abierta, dispuesta a ser afectada por el otro. Puede que “los grandes medios” de nuestro país no abran sus páginas para nuestras publicaciones y nuestras diatribas, pero es de público conocimiento para todos los que participamos del mundo editorial, de la poesía, de la narrativa y del periodismo cultural, que son infinitas las revistas digitales y portales que estarían dispuestos a hacer un lugar a estos debates.
Pero tomar la palabra, exponerse a ese nivel, supone una responsabilidad. Sostener una posición estética-ideológica implica, como mínimo, revisar qué relación tenemos nosotros con aquello que predicamos y proponemos, asumir la distancia entre aquello que deseamos y proponemos, y lo que somos y hacemos. Asumir esa distancia también implica una instancia autocrítica, una relectura. Pensamos cómo leemos y cómo escribimos para empezar a destejer qué visión tenemos del arte, qué estética sostenemos (o pretendemos sostener) y por qué. Por ejemplo: ¿El poeta que argumenta en su posteo sobre la especificidad del lenguaje poético, sería capaz de sostener, en una debate hecho y derecho, con los papeles en mano, con alguien que haya leído su obra, que eso que dice y reclama para sí, para su escritura, sucede? ¿Podrá sostener ese prosaico poeta qué sucede con el verso, el encabalgamiento, las aliteraciones, por qué escribe como escribe, que relación tiene la forma de su poema con la respiración que le impone en la lectura? Recuerdo que, en una charla sobre la partición de escritores en los medios de comunicación, Martín Kohan me dijo: “Yo no opino”. ¿Por qué ese rechazo a la opinión o la opinología? Porque opinar es algo que puede hacer cualquiera sobre cualquier tema. Eso dista mucho de la posición de un intelectual (pensemos esta palabra en un sentido más amplio), que pone en juego un saber, su know how particular, para realizar un análisis o una crítica. Un artista tiene un saber específico, conoce o pretende conocer la materia con la que trabaja, su práctica implica un saber, por lo que su intervención tendría que distanciarse de la mera opinología o del mero golpe de efecto de un remate con un ingenio al que muchas veces su obra parece ser ajena.
El mutismo de muchos indignados por el nuevo premio del FNA es sintomático. Digo mutismo porque desestimo la participación más pueril como digna de alguien que pretenda discutir algo con seriedad. De los múltiples medios indie o under que circulan en nuestras redes sociales, ¿cuántas discusiones sobre estética o reseñas críticas han leído? Motivos no faltan, a menos que todos estemos implícitamente de acuerdo en todo (lo dudo) o no haya interés en abrir la palabra al diálogo, a la posibilidad de verse afectada y desestabilizada por su contacto con el otro. Es cómodo, y hasta mezquino, asumir la posición de quien espera el momento oportuno de que el otro hable primero para salir a atacarlo y criticarlo, sin exponerse nunca, limitándose a ese espacio seguro que habita en las redes sociales, donde el disenso se vive muchas veces como ofensa personal.
“Lo que vemos actualmente es la explicitación a viva voz de los criterios con los que se juzgarán las obras que serán recibidas, una posición más honesta, al menos, que la de predicar una pluralidad de voces y estilos al tiempo que juzga con un criterio estético único”.
“Inclusión” y discriminación silenciosa
Es interesante ver el momento en el que se explicita la naturaleza ideológica de una idea, de una acción. En general pasa cuando la hegemonía es puesta en cuestión y entra en fricción con otra formación ideológica que se disputa el lugar. En general, quienes defienden la postura hegemónica desconocen su naturaleza ideológica y ponen en el otro toda la carga. Un ejemplo claro es el de la aplicación de la ESI. Aquellos que predican “Con mis hijos no te metas” suelen depositar todo el peso de la ideología del lado de sus adversarios, que son aquellos que intentan “imponer ideas”. Algo similar puede estar sucediendo ahora en relación a la naturaleza inclusiva o expulsiva de un certamen literario. Si bien este premio es más federal, por la división sectorial que se realiza, pareciera presentar una naturaleza claramente “discriminatoria” desde el momento en el que los criterios para presentar una obra se limitan a Ciencia Ficción, Terror y Fantástico. Hasta cierto punto, los poetas parecen estar más enojados por la restricción temática que por la idea de competir a la par con la novela. Es cierto que en lo que refiere a la hegemonía, novelas y cuentos se encuentran por encima de los ensayos y la poesía. Son más aceptados por el mercado, más vendibles. Hay más lectores de narrativa que de poesía y ensayo. Eso, sin dudas, es algo problemático. ¿Puede competir una novela con un poemario? Es una discusión válida para llevar a cabo. ¿Es taxativamente imposible o hay un dejo de complejo de inferioridad, de sentirse incapaz de disputarle a una novela la exploración de lo narrativo? Claramente hay libros que uno podría considerar en el umbral entre novela y poemario, donde los poemas exploran cierta capacidad narrativa sin abandonar, por eso, su “especificidad” (como la obra de Rimbaud o Blake) o novelas que han explorado el lenguaje poético (como la obra de Lezama Lima o Néstor Sánchez).
Pero, volvamos a la discusión central: la hegemonía. ¿No hay una naturaleza claramente expulsiva o discriminatoria cuando, en la selección de jurados se clausura la diversidad estética? Y no me estoy refiriendo, en este caso, al jurado del actual concurso del FNA, sino a la de los otros tantos concursos (incluyendo ediciones anteriores del certamen en cuestión) que, aún respetando la diferencia entre novela, poesía y ensayo, han predicado una estética monolítica. ¿Cómo juzgaría un jurado sin la participación de un poeta lírico una obra lírica? ¿Qué tipo de amplitud estética tendría un jurado compuesto por el poeta objetivista de los 90’s, un epígono de los 90’s y un editor/escritor que edita poemas de autores de los 90’s y considera que la estética neobarroca es pretenciosa y admira a Perlongher a puro título nominal? ¿Qué pensaría ese jurado al leer “Con pachuli en los lóbulos, arrostra casi impávida la turbulencia oscura” o “y así el inframar gesticula y hace signos/nada hacia la escollera más fiel a su mariposa/ a su mar-adiaga / o su es mar Bailey” o “Dame, aire manco, dame ir/galoneándome de ceros a la izquierda”? Tres fragmentos de tres poetas distintos publicados con décadas de distancia: Perlongher, Nakhar y Vallejo. Sin dudas no se parece a nada que haya ganado un premio, y no porque no exista. Lo que vemos actualmente es la explicitación a viva voz de los criterios con los que se juzgarán las obras que serán recibidas, una posición más honesta, al menos, que la de predicar una pluralidad de voces y estilos al tiempo que juzga con un criterio estético único. Resulta difícil negar la abierta hostilidad de aquellos poetas de “la tendencia materialista”1 y sus seguidores frente a ciertas expresiones de la poesía lírica o con tintes barrocos, por su ilegibilidad, por la dificultad que presenta a su consumo capitalista (el poema slogan) o por “elitista”, como si el público lector estuviera condenado a una sensibilidad poética menor por el hecho de “no entender” o “no ser una persona ilustrada”, como si la poesía tuviera algo que ver con “comunicar”.
¿Poesía realista? Realismo capitalista
En un diálogo entre Alejandro Fadel y Mariano Llinás que puede encontrarse en YouTube, Fadel dijo: “Me extraña que sean los poetas los que se quejan: toda poesía es fantástica”. Por ejemplo, pensemos en estos versos de Héctor Viel Temperley:
Los caballos se bañan en el río
y yo me baño en el río con los caballos.
Sus crines y sus colas
son de agua sobre el agua,
como fuentes que fluyen
desde la arena al aire.
Y yo me baño en el río
pero bebo las crines
y las colas de los caballos.
O este breve poema de Marosa di Giorgio:
Mi alma es un vampiro grueso, granate, aterciopelado. Se alimenta de muchas especies y de sólo una. Las busca en la noche, la encuentra, y se la bebe, gota a gota, rubí por rubí. Mi alma tiene miedo y tiene audacia. Es una muñeca grande, con rizos, vestido celeste.
Un picaflor le trabaja el sexo.
Ella brama y llora.
Y el pájaro no se detiene.
Ambos poemas coinciden, podríamos decir, con una visión del mundo alucinada, donde los límites de la realidad se diluyen en la experiencia casi sobrenatural del yo poético. Todo late, todo está vivo, todo se transforma como en una alucinación psicodélica. Si tuviéramos que elegir un género, al menos para jugar, en el que se desenvuelva la poesía, su terreno de acción parece estar más cerca del fantástico. La forma en la que la poesía interviene la lengua, la forma en la que erosiona las capas anquilosadas del significado para permitir el nacimiento de algo nuevo, de un acontecimiento que explota e interviene nuestra realidad de forma única con cada lectura parece responder a eso, aunque seguramente me equivoque. La poesía puede hacer eso dentro de otros códigos sin problemas. Ejemplos sobran, poemas narrativos, poemas sci-fi, poemas fantasy, poemas de terror, etc. El que no los encuentra es porque no los busca o porque los ignora voluntariamente. Todos esos ejemplos que pueden encontrar son, sin duda, felices ejercicios de una imaginación que se juegan en el plano de la experimentación. Son poemas alucinados que suscitan la alucinación en el lector. Como dice un poeta amigo, “las obras son el resultado de regímenes de experiencia (afecto y percepción)”. Si las políticas de experimentación y percepción son negadas a favor de una política del hábito y el reconocimiento, caemos en lo que mi poeta amigo bien define como “La internacional redundante” que, a fin de cuentas, no es otra cosa que un consenso cómplice del corset imaginario propio del realismo capitalista: las cosas son lo que son, los límites son estos, la casa, la deuda, la expareja, el matecito en la plaza, la poesía slogan para llevar en la remera, lo consumible, lo que nos genere identificación y nos permita reconocernos tiernamente en la miseria del anecdotario de alguien que versifica. Lejos de preguntar por qué la poesía no podría cumplir con los requisitos del concurso, habría que preguntar qué cosa no podría hacer la poesía. Pero más importante que el qué, cabe aclarar, es el cómo.
A aquellos que señalan que la propuesta del FNA es resultado de un interés puramente mercantil, les propongo un ejercicio, al menos para pensar la poesía ¿Cuáles son los poetas contemporáneos que más venden? Leamos qué tienen en común. Preguntémonos, también, por qué otros poetas, que están en las antípodas (jóvenes y no tanto), ni aparecen en el horizonte. En el contraste podremos, tal vez, construir una hipótesis sobre la relación entre determinadas estéticas, la ideología y el mercado. Podríamos comenzar por aceptar esta premisa: que los libros de versos vendan menos que los de narrativa no los hace contraculturales.
“Si tuviéramos que elegir un género, al menos para jugar, en el que se desenvuelva la poesía, su terreno de acción parece estar más cerca del fantástico. La forma en la que la poesía interviene la lengua, la forma en la que erosiona las capas anquilosadas del significado para permitir el nacimiento de algo nuevo parece responder a eso”.
Dudo que haya mucha gente que tenga guardado un poemario de ciencia ficción, de terror o fantástico. Esto puede ser una oportunidad para jugar, para explorar, para fracasar de nuevo y fracasar mejor ¿O lo que importa es la plata y el reconocimiento que otorga el premio? ¿O es la consagración institucional como capital simbólico? Frente a lo que de absurdo pueden tener las bases, me sorprende más lo absurdo de las quejas y la oposición desmedida, que llegó hasta una recolección de firmas. La diferencia está en que los kioscos literarios que se defendían antes parecían más aceptables que los que pueden estar defendiéndose ahora. La ficción de la inclusión objetiva de todos en un concurso me parece tan irreal como aquella que dice que el mercado se regula solo y que el capitalismo nos da la libertad de comprarnos una Ferrari o de competir con Coca-Cola. Los que lo creen son ingenuos o cómplices. Pero bueno, cada uno elije con qué mentirse.
No me interesa atacar a Mariana Enríquez. Menos aún me interesa atacarla con los cuestionamientos que le podrían caber a cualquier director de cualquier institución que realice un concurso y elija un jurado. No me interesa tanto el premio en sí como la posibilidad de discutir, de forma más sincera, todo lo que orbita alrededor, sobre todo las relaciones entre estética e ideología y el lugar que tiene la experimentación en el mercado editorial. Al menos me interesa eso en el terreno de la poesía, que es, en última instancia, del que participo con más regularidad. Quizá, ahora que los poetas ofendidos han salido a defender su lugar como un castillo sea un buen momento para permitirnos indagar más sobre la coherencia de las propuestas estéticas que parecen sostener y cuáles son sus límites.
1 La tendencia materialista: antología crítica de la poesía de los 90 editada por Kesselman, Mazzoni, Selci