A 75 octubres de aquel hito histórico llamado Día de la Lealtad, Pablo Américo propone un movimiento intelectual para revalorizar los ideales justicialistas.
Por Pablo Américo.
Es un nuevo aniversario del 17 de octubre de 1945; el día en que, en palabras de Scalabrini Ortiz, el subsuelo de la Patria se sublevó, nos encontramos frente a la novedad de una fecha que posiblemente encuentre a la mayoría de quienes se identifican con la tradición histórica peronista sin poder movilizarse en el espacio público. Es, quizás, este momento de incertidumbre e incapacidad de manifestarse, por la pandemia, intersectado con la sensación de estar viviendo horas cruciales, lo que puede convertirse en un terreno propicio para la reflexión histórica. Pero, también, es un momento que llama a los intentos de experimentar nuevas formas de articulación política y social, frente al aparente fracaso de los modos y repertorios a los que se recurrió durante los últimos años. En este sentido, conviene recordar lo que nos enseñó el historiador antiperonista Félix Luna: la historia comprende, la historia no juzga. Pero también debemos agregar: la política sí juzga y la política narra. Y narrar políticamente, en caso de éxito, requiere simplificar y dar sentido, trazar progresos, victorias, derrotas, amigos y enemigos.
En ese sentido, como peronista, me apasionan los usos que puede tomar la figura de Juan Domingo Perón en el discurso político, tanto en el centro de este, en el mainstream, como en los márgenes. En especial, en una época de crisis que por momentos amenaza con ser total, creo es necesario mirar los márgenes, que pueden tornarse centrales en caso de un derrumbe de lo conocido. Después de todo, ¿quién pensaba en Perón en 1940, antes del vacío de poder político, las internas militares, los reclamos sin atender, la crisis diplomática internacional y la gesta de la Secretaría de Trabajo y Previsión? Por eso me interesa atender y contestar un bullicio, que va encontrando lugar en los medios de comunicación y en las redes sociales, de personajes en principio marginales que traen una consigna con la que, en principio, creo se debe coincidir: hay que leer a Perón.
Pero el problema es que “leer a Perón” se convierte, en más de una subcultura peronista (quizás, incluso, en la mayor parte de las subculturas peronistas que se lo proponen), en un llamado a inmovilizar a Perón, a asediarlo y convertirlo en un decálogo de mandamientos ahistóricos. Es así como se genera un peronismo estético que es muy interesante tanto para antiperonistas, quienes encuentran a un Perón definido y fácil de derrocar, como para los miembros de la secta peronista correspondiente. Esta captura de Perón produce un vaciamiento de su figura, que pasa a ser el envase particular para avanzar una causa, en muchos casos una causa atada a algún fenómeno cultural: como ejemplo, hace apenas días Gómez Centurión (de trayectoria antiperonista) se aferró a un “Perón hispanista”, bastante popular entre la ultraderecha, para poder avanzar en su propia agenda conservadora.
Contra eso, hay que señalar que es deshonesto, para cualquiera que haya leído a Perón, intentar generar un Perón histórico de naturaleza inamovible, invariable, que era el mismo hombre en 1930, 1943, 1949, 1951, 1955, 1965 o 1973. Un Perón que sería el mismo cuando escribía Apuntes de Historia Militar, cuando dictaba las clases que conformaron Conducción Política o cuando redactaba, tal vez con asistencia, el Modelo Argentino para el Proyecto Nacional, su obra póstuma, que tardaría veinticinco años en tener una “edición oficial” pero circularía desde 1974 entre militantes y editoriales semi-comerciales.
Peor aún, el Perón estetizado nos hace perder una de las potencias más malditas e interesantes que posee el repertorio peronista: el sincretismo. La potencialidad del mestizaje. Y, para eso, aunque implique meterme con una experiencia fallida, y requiera una simplificación que haría enojar a más de un historiador, quiero recurrir al ejemplo histórico. En 1947, mientras el Canciller Bramuglia, un sindicalista socialista devenido peronista, reconocía en la ONU al Estado de Israel, y sentaba las bases para la política exterior argentina con respecto a la cuestión palestina, actores como la Alianza Libertadora Nacionalista1, de inspiración fascista y lugar marginal en la coalición peronista, sostenían una prédica antisemita en sus publicaciones y discursos. Desde el peronismo se fomentó un proceso de intervención y depuración del grupo, que tenía roces con otras organizaciones peronistas de inspiración más democrática, que culminó en 1953 con la intervención de la organización por parte del dirigente peronista Guillermo Patricio Kelly, quien, acompañado por la policía, quemó los libros falangistas que había en el edificio de la ALN y proclamó que a partir de ese momento “se suprimía el racismo” y se llamaba a la hermandad entre “cristianos y judíos”. De forma posterior, la ALN de Kelly será el grupo peronista de mayor protagonismo en la resistencia al golpe de 1955 y tendrá una influencia fuerte en la conformación de los primeros grupos de la resistencia peronista en la clandestinidad.
¿Por qué me interesa, como peronista, rescatar este recorte, incómodo e infeliz, para apoyar el poder sincrético del peronismo? Por dos cosas. En principio, para señalar la naturaleza de un peronismo histórico heterogéneo, que, incluso en su formulación “pura” y original, la de 1945-1949, en pleno apogeo “hegemónico”, ya encontraba dentro de sí un crisol de interpretaciones y líneas políticas. Pero, también, para rescatar una voluntad del peronismo originario, creo yo encarnada en las palabras de Perón: la idea, errónea o correcta, de que todo argentino era potencialmente peronista. No es que todo estuviese dentro del peronismo, sino que todo era pasible de ser peronizado. Los setenta, en buena medida, pueden representar el fracaso de esa estrategia mientras que algunos momentos del peronismo democrático posterior a 1983 pueden mostrarnos la potencialidad de ciertas formaciones sincréticas del peronismo. Pero ese potencial peronista choca, inevitablemente, con la imposibilidad de fijar un peronismo histórico único: el peronismo, el movimiento conducido por Perón, de 1945 a 1974, fue siempre de naturaleza coalicional y heterogénea. En esa contradicción, escurridiza y resiliente, radica buena parte de su fuerza y buena parte de sus desgracias.
La política, además de explicar, también debe tratarse de una praxis, porque, aunque no debería ser necesario recordarlo, mejor que decir es hacer y mejor que prometer es realizar. En un contexto de crisis, de imaginarios agotados, de sensación de decadencia o derrumbe de lo cognoscible, se hace necesaria la pregunta: ¿qué hacer? En esa línea que, ejercitando el sincretismo, el mestizaje, quiero fantasear con el potencial de repetir Perón. La consigna es un parafraseo cuestionable del filósofo posmarxista Slavoj Zizek, quien en un punto de su producción ensayística llamó a “Repetir Lenin”, lo que para un marxista implicaría reconocer y aceptar las contradicciones que trae la figura de Lenin (en principio, que en su potencia reside el estalinismo)2. Entendiendo, también, que ese repetir Perón, volver a Perón, implica historizarlo, negarse a convertirlo en un mero símbolo, de características petrificadas en un monumento despolitizado, y requiere aceptar todos los claroscuros y renunciar a esa empresa poco fructífera que implica decidir qué elementos de Perón canonizar. No es que no se requiera una narrativa sobre Perón, y sobre el peronismo, ya se dijo que “la política narra”, pero para captar la potencialidad de Perón, del 17 de octubre, de la sublevación, la potencialidad de leer la época para tratar de construir sobre ella, la potencialidad de la gesta colectiva, es necesario captar esa multiplicidad, esa heterogeneidad y esa incomodidad que residen en el seno del peronismo vivo, ya sea el de 1946 o el del 2020.
Perón podría ser un evento clausurado. Podría ser un Charles de Gaulle o un Getulio Vargas, una figura nacional políticamente impotente. Y no lo es, en parte, por un fracaso de su obra política, la incapacidad de refundar la nación sobre bases sólidas, al mismo tiempo que no lo es, en parte, por el éxito de su empresa política: un pueblo peronista diverso, insumiso, resistente e incapaz de ser clasificado. Repetir Perón no es acerca de formar líderes, sino sobre recordar la importancia del Perón símbolo, el Perón gesta, el Perón colectivo, el que no es de los líderes sino del pueblo peronista que lo heredó. Ese Perón que es multitud y por ende no puede ser fijado en un texto, en un conjunto de mandamientos o un período histórico particular.
Quizás no podemos apelar (no hoy, tal vez nunca) a una refundación del país en términos peronistas, a una Argentina peronista, pero sí a una refundación per se. Es también, en ese sentido, la necesidad de repetir Perón. Necesidad de repetir el grado cero de la insubordinación. La crisis no es un momento deseable, pero rechazar la posibilidad de que la crisis se convierta en un punto de ruptura, un momento de reinicio de las condiciones sistémicas, o de un “nuevo contrato social”, es dejar que la crisis y el pesimismo lo consuman todo, en una cobarde claudicación realista que se niega a pensar más allá de lo conocido, siendo lo conocido un mundo que ya no parece funcionarnos.
Si no nos es posible soñar una “refundación peronista” de nuestro mundo, porque las condiciones no están dadas, o quizás porque las coordenadas que nos aporta el peronismo histórico han caducado, tal vez podemos pensar en una refundación justicialista. Repetir Perón es reivindicar al justicialismo como idea en sí, y proponer que la existencia de un “kirchnerismo” o un “albertismo” como identidad preponderante, es un gesto profundamente menemista y propenso al fracaso. Me permito un postulado: un funcionario puede identificarse como cristinista, albertista, duhaldista, o lo que sea, por su pertenencia y formación, pero un pueblo nacional y popular debe reconocerse como justicialista antes que otra cosa.
Y por eso, para terminar, aunque no quiera petrificar a un Perón esencial, recuerdo la consigna de leer a Perón, pensando en que hay que reapropiarse de esa consigna, tal vez demasiado agitada por sectores reaccionarios, y convertirla en combustible intelectual y práctico para una reforma justicialista de nuestro modo de vivir. Es, en ese sentido, que me parece necesario recordar siempre una reflexión de Perón en la segunda clase de Conducción Política:
Quizá dentro de diez o veinte años lo que hoy decimos del peronismo, y que vemos tan maravilloso, ya será anticuado (…). Sólo hay una doctrina que es eterna: la que cristaliza sólo los grandes principios. Esa sí permanece, porque lo que cambia en el mundo son las formas; el fondo permanece siempre inmutable, y es sobre el fondo que se arman los grandes principios.
Desde entonces, podemos discutir si ese principio eterno es la Justicia Social, las tres banderas, la tradición humanista y cristiana, u otro postulado. Pero el vehículo de esos principios solo puede ser el Pueblo, en constante transformación y de imposible captura.
1 Sobre testimonios de miembros de la organización, la muerte de Darwin Passaponti (el “primer mártir peronista”, un aliancista) y otros elementos de la historia de la ALN, recomiendo el artículo “El nacionalismo populista de derecha en Argentina: La Alianza Libertadora Nacionalista. 1937-1975” de Juan Luis Besoky. También, sobre antisemitismo en el primer peronismo, recomiendo un trabajo del mismo autor: “Los muchachos peronistas antijudíos” (que, a su vez, responde al excelente e imprescindible libro del historiador israelí Raanan Rein: Los muchachos peronistas judíos).
2 He hecho un uso vulgarizado de la obra de Zizek en este ensayo, cuyo pensamiento en torno a Repetir Lenin es mucho más complejo que lo que transmití. Al respecto se pueden consultar A Propósito de Lenin (Editorial Atuel, 2005) y Repetir Lenin (Editorial Akal, 2001).