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Emilce Moler: “Soy más que una sobreviviente de la noche de los lápices”

La activista por los Derechos Humanos y víctima del terrorismo de Estado publicó un libro donde se propone narrar el antes y el después de sus años de vida y de política: una serie de relatos que rompe con el estereotipo del militante de los años setenta, que marca sus virtudes y contradicciones, los corajes y temores de toda una historia de lucha.


Por Marvel Aguilera.

Emilce atiende su celular, su voz desde el otro lado de la línea es enérgica. Comenta que el día anterior fue un torbellino emocional por los diez años de la partida de Néstor Kirchner. Una figura que aparece muy presente en cada una de sus alocuciones. Si bien su profesión es la ciencia matemática, nunca parece dar respiro a su militancia, aún con los cambios abruptos que han dado los escenarios políticos a lo largo de las últimas décadas. Algo en ella la empuja, y la ha empujado desde siempre, una fuerza vital. Y el presente no es la excepción, aunque su acción vaya por un lado más complejo en estos días, ya que su militancia la encuentra en una meta de transformación cultural, la de intentar aportar herramientas desde su experiencia para entender la trama social que hace que un trabajador termine defendiendo a la oligaquía. “El problema es comunicacional, es sociológico y hasta diría antropológico”, comenta. En esa indagación por las “falsas identidades de clase” se advierte cierta representación de su historia en un seno familiar, en La Plata, en plena vigencia de la “libertadora”. Esa reticencia palpable por pertenecer a las clases populares, por no caer en el grueso de los pobres que eran asistidos por el Estado. Sin embargo, en el presente, las argucias de las nuevas derechas se han modernizado, tienen un alto componente mediático que se ha visto en personajes de origen humilde que salen a poner el cuerpo en defensa de sectores concentrados o que trazan una contienda contra la clase política toda, como causante de la decadencia social, tratando de reavivar la llama del 2001 con fines que los exceden y que finalizan en las corporaciones, en establecer un país regulado estrictamente por el mercado, sin intermediarios.

La larga noche de los lápices

El filósofo Nicolás Casullo decía que los argumentos en disputa de los años setenta no tienen sólo que ver con la sangre y la muerte acontecida allí sino con “una marca profunda en la memoria”, que todavía se repite en el lenguaje que portamos. Un lenguaje que desde la vuelta a la democracia ha intentado distanciar la disputa ideológica que se había abierto en los años setenta. Pero ni la demonización ni la abstracción pudieron romper esa disputa, que siempre retorna. No retorna desde un “afuera”, sino desde nuestro propio interior. En La larga noche de los lápices, Emilce Moler parece partir de esa premisa para indagar en su historia los quiebres y rechazos a las acciones ideológicas que militaba una parte importante del colectivo social. Una lectura del pasado que parece estar revisando las grietas del presente. Las nociones apolíticas que en ese entonces se imponían por la fuerza dictatorial del Estado y que hoy subyacen en los pasillos de tribunales y en los canales de televisión. Un relato que, a fin de cuentas, busca revalidar la importancia de la democracia y lo que significó la lucha social por recuperarla, en un contexto actual donde las amenazas a la voluntad popular se multiplican ante cada decisión política. Moler describe sus años de infancia en un hogar de clase trabajadora con ansias de ascenso social, durante el gobierno de facto de Onganía. Su incursión en la UES y las acciones de una juventud militante alineada al ideal revolucionario de los setenta. Los años en prisión: las disquisiciones mentales, los sueños de libertad, la solidaridad entre los detenidos. La búsqueda infinita por la verdad y justicia, la de todos. Los intentos por amoldarse a una “normalidad” y los recuerdos que aparecen fragmentados, como secuencias, como susurros con los que hay que hacer fuerza para escuchar con exactitud, pero que a su vez son claros, potentes e imposibles de olvidar.


A priori uno podía pensar que tu libro es una crónica personal sobre el episodio conocido como “La noche de los lápices”, sin embargo trazás un mapa mucho más amplio que abarca gran parte de tu vida. ¿El texto surgió como una suerte de reconstrucción de tu historia?

En realidad uno siempre está pensando en que tiene que escribir su historia hasta que encuentra el momento, el momento de la vida donde puede hacerlo, cuando se dan las circunstancias. A mí me pasó ésto, y lo que siempre digo es que soy más que una sobreviviente de “la noche de los lápices”. Eso es lo que quería poner, ese episodio dentro de mi vida y cómo influyo, pero para eso había que hacer esas historias anteriores y posteriores. Y como siempre digo, básicamente, cada uno de los relatos que aparecen en el libro han sido preguntas que me han hecho a lo largo de todas mis exposiciones y que era muy difícil contestarlas en pocas palabras, en una entrevista que ahora se pide por whatsapp. Quise complejizarlas, esa fue la idea, escribirlo a a mi manera mostrándome quién soy yo.

Elegiste ciertos recuerdos o anécdotas para ilustrar tu recorrido, como un rompecabezas que se va armando. ¿A qué se debe?

Exácto. El otro día leía a alguien que decía que uno en realidad recuerda pedazos, y cuando hay continuidad es porque uno agrega retazos. Entonces no hay continuidad porque quise ser lo más fidedigna posible a los recuerdos. Y son esos, si vos te ponés a pensar en cómo recordás las cosas, no las recordás como un contínuo, recordás determinadas cosas. Bueno, esas son las que recordé y de las que me salió escribir relatos. Hay otras que recuerdo pero que no encontré la manera de plantearlas literariamente. Así que traté de hacer esas dos combinaciones.

Narrás en el libro una infancia en el seno de una familia de clase media, laburante, pero con cierta concepción meritocrática, sin embargo en vos siempre había cierta empatía hacia los sectores más humildes, un hilo de corte peronista. ¿A qué crees se debía eso?

Sí, en realidad más que al peronismo era a los más humildes. En ese mar de contradicciones que era mi madre, que era una buena persona, ella era muy solidaria con la gente humilde, con esas complicaciones de no tener un análisis de clase se le confundía en esto de, por ejemplo, “no darle tanto a los pobres”. Pero eran cuestiones que generaban una empatía. Mi padre también era una buena persona, que reconocía haber nacido en un buen hogar y con sensibilidad a los que no tenían. Nunca hubo una marginación hacia los humildes, sino más bien a lo sumo se les decía “pobres” a los humildes. Y eso yo lo mamé, y aparece en el relato de la chica que yo sacaba del hogar los domingos, había algo ahí que no me cerraba y me terminó de cerrar cuando tuve la conversión política. Porque después no tenía otras personas que me hablaron de otra forma, mi entorno era bastante homogéneo en la infancia, por eso lo fui haciendo todo después.

“Es posible que queden represores sin juzgar o con condenas insuficientes pero no me quedo con una sensación insatisfecha sino por el contrario, creo que hicimos muchísimo como país y como ciudadanos, más si nos comparamos con otros países que han atravesado dictaduras, ahí nos damos cuenta del suceso trascendente que hicimos”.


A pesar de todo lo que pasaste en tu detención y hasta que pudiste volver a recuperar tu libertad plena, siempre elegiste seguir militando, en todos los ámbitos que atravesaste, ya sea como estudiante, en el gremio docente; cuando podías haber dado vuelta de página. ¿Qué te motivó a seguir ese camino con tanta persistencia?

Mirá, intenté muchas veces dejarlo. Decir “basta”, me ocupo de mí que ya tengo bastante. Pero cada vez que pasaba determinadas situaciones ahí estaba. No decía “bueno, ahora voy a activar determinadas cuestiones de derechos humanos”, o a hacer cosas gremiales, o de graduado, de estudiante; no, las circunstancias me iban llevando. Y cuando había un conflicto o una situación injusta, adversa, ahí estaba. Hay un hecho que no puse en el libro, cuando empezamos a trabajar en la universidad, año ’83 u ’84, toda la normalización de la universidad en la que yo ya me había recibido y comencé a trabajar, y por problemas administrativos pasamos seis meses sin cobrar. Éramos cerca de 15 personas o 20 en toda la universidad y armamos un bardo: hicimos un paro, nos fuimos con carteles, un montón de cosas. Y te repito, era año ’84. ¿Vos pensás que me puse a pensar que ahí estaba de vuelta participando y yendo? No, tenía bronca porque no cobraba. Agarré, saqué las cosas y salí. A mí me mueve mucho eso, las indignaciones. Cuando me indigno salgo para adelante, disparada. No como una cosa tan pensada. Es más, si me va mal me digo “para qué me metí”, pero salgo adelante.

Aparte décadas complicadas, los ochenta y noventa. ¿En algún momento sentiste eso que te decía tu papá de chica, que para qué militar si al final nada cambiaba?

Bueno, cuando ganó Macri me dije ¿no ves, para qué hablé? Cada vez que perdemos me digo “para qué dejé la vida” pero a los dos minutos estoy ahí de vuelta en otra marcha.

¿La llegada de Néstor y posteriormente de Cristina qué significó para vos?

Me cambió la vida, volví a ser oficialista, que solo había sido de Cámpora y después nunca más. Y ahí volví a militar para la construcción. Yo era muy buena militante de la oposición: sabía hacer paros, marchas, pararme frente a los Ministerios, protestar; era bárbara. Me acuerdo un día que vinimos a un congreso del gremio, estaba Filmus de ministro y nos empezó a hablar, y yo dije “a este tipo no le puedo hacer un paro”, porque era uno de los nuestros. Cuando nos empezó a pedir que tiráramos ideas, a mí no se me caía ninguna. Me decía “yo no empecé a militar para ésto”. Era una etapa pro-positiva. A partir de eso, como oficialista empecé a pensar en construir, que era muy difícil, más fácil era ser oposición.

¿Y en lo que respecta a los organismos de derechos humanos cómo se vivió ese cambió?

Fue importantísimo, básicamente con las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, la derogación de estas leyes y la reanudación de los juicios. Además de toda la gestualidad, que siempre había a mares, acá había cosas bien concretas de decisiones políticas. Ayer justamente se inició el juicio del “Pozo de Banfield”, en el que voy a ser testigo. Recuerdo un posteo cuando se inició esto que yo ponía “gracias Néstor”. Porque esto es posible gracias a él, que se puedan seguir haciendo los juicios. Con lentitud porque los cuatro años del macrismo los frenaron. Pero yo creo que en la parte de derechos humanos cambió toda la historia, directamente.

¿Hubo miedo de que durante el macrismo se pudieran tirar abajo?

Sí, claro. Si bien el macrismo no explicitó nada de lo que iba a hacer, dejaba el corte por inanición, entonces no se movían. Decían que no les daba el presupuesto, no activaban, tiraban para abajo. Entonces bueno, las cosas caen también por sus tiempos.

“Como oficialista empecé a pensar en construir, que era muy difícil, más fácil era ser oposición”.


Vos has sido crítica sobre cierto estereotipo construido alrededor de “la noche de los lápices”. ¿Tiene que ver con cierta asimilación de la historia a la “teoría de los dos demonios” y el lavaje sobre la ideología de los detenidos?

Sí, la construcción de la víctima inocente y todo el entramado de la historia política. En ese momento se puso ahí como gran excusa, por así decirlo, lo del boleto estudiantil para ocultar la militancia, porque no se podía desmentir eso. Entonces, ya te digo, yo era más fiel a mis relatos, que por supuesto al decirlos yo iban a tener menos impacto. Pero fue eso, y se sigue todavía, no creas que se ha cerrado, está bastante internalizado aún esto de la víctima inocente.

Vos en el libro contás experiencias muy cercanas a la lucha armada y a Montoneros por parte de esa juventud estudiantil.

Totalmente, es porque se exacerbó la inocencia y no se mencionó la militancia de la UES ni nada. Pero había compañeros muy comprometidos, como Horacio Ungaro.

¿Te parece que la identidad como pueblo va a estar cerrada cuando se termine de saber todo lo que ocurrió en el proceso y se juzgue los genocidas que aún están en juicio?

A mí me parece que ya está construida, un poquito más o un poquito menos. Por supuesto que con las víctimas directas es distinto, tal vez ellos con la esperanza de que alguno hable. Pero creo que como legado ya está. Si bien el tema minucioso lo seguimos muy pocos, uno sabe que los genocidas principales están presos y que hubo juicios ejemplares. Me parece que eso es lo más importante. Después el tema de los detalles puede quedar para los grupos más activos, más atentos a todas estas cuestiones. Con el paso del tiempo tampoco podemos ser tan exigentes de ciertas acciones, porque seguramente algunas cosas quedaron en el camino. Pero sabemos bien cuánto nos costó llegar. Así que en el debe y el haber yo me quedo con que se ha hecho un montón. Es posible que queden represores sin juzgar o con condenas insuficientes pero no me quedo con una sensación insatisfecha sino por el contrario, creo que hicimos muchísimo como país y como ciudadanos, más si nos comparamos con otros países que han atravesado dictaduras, ahí nos damos cuenta del suceso trascendente que hicimos. Por lo que creo hay que mirarlo desde esa perspectiva. Lo que me preocupa sí es que el concepto de la lucha armada para nada está trabajado, víctimas inocentes sigue vigente y sobre todo porque se vuelve a reiterar en el presente. No es lo mismo si matan a una piba de Palermo que si matan a una piba de la villa. Eso hoy me preocupa mucho más, esas nuevas estigmatizaciones en donde justamente cuando hablo con lxs pibxs trato de traer ese pasado para este presente. Me parece que hay que tirar de esos hilos y esas tramas de atrás para adelante para entender este presente tan complejo que vivimos. Tratar de dar algunas ideas de por qué estamos como estamos.

Emilce Moler
La larga noche de los lápices. Relatos de una sobreviviente
Marea Editorial

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