En el Día del Periodista, cuatro relatos breves de Camilo Sánchez. Sobre periodismo, Haroldo Conti, redacciones y goles en sepia.
Por Camilo Sánchez. Fotos Eloy Rodríguez Tale
Uno
Creo que es Ricardo Piglia el que habla de la necesidad de trazar un mapa de lecturas, no en aquellas en las que nos escudamos para ostentar prestigio literario, sino las que te atravesaron el cuerpo, las que te tocaron como una brisa marina.
En un colectivo 29, de Belgrano al Bajo, pude leer de un tirón, abrumado como te sucede cuando alguien te escribe al oído, Las doce a Bragado, de Haroldo Conti, en una antología del cuento argentino del Centro Editor de América Latina.
Volvía en ese colectivo, penúltimo asiento, ventanilla, y medio que alucinaba y veía, junto a Conti, al Tío Agustín, viejo caballo desbocado que corría, dele y dele, con zapatillas de badana y una camiseta de frisa con el número 14 en la espalda, entre los autos de la Avenida Cabildo.
Volvía en ese colectivo, era 1980, del Instituto Geográfico Militar.
Durante la dictadura, cada mapa que salía impreso en la Argentina -y en la Revista Billiken aparecían mapas casi todos los números- tenía que ser avalado por una firma de un oficial o un coronel.
Durante un año fui cadete de redacción de esa revista escolar.
Bajé del 29, ese mediodía, en la Avenida Corrientes, medio encandilado con la historia del Tío Agustín, y entré en librerías por más historias de Haroldo Conti.
Me respondían furtivos los libreros, desentendiéndose, haciendo un paso leve hacia atrás.
No hay nada por ahora, decían.
Llegué a la redacción. Era un refugio en la Editorial Atlántida de entonces esa redacción.
La comandaba Carlos Silveyra y brillaba, en el plantel, Laura Devetach y sus monigotes en la arena y sus poemas chinos. Estaba Juan Sasturain tipeando contra reloj: a veces se iba lejos y volvía con algún poema de su Carta al Sargento Kirk que escribía en esa época. El gran poeta de los ochenta, José Sbarra, hacía magia: deslizaba humor ácido en una nota sobre el Hipopótamo o La Casa de Tucumán. Alejandro Dolina se encargaba, desde la agencia Recoba, de la publicidad gráfica de la revista: armaba una doble página cada miércoles. Escribía Martha Prada que había regresado de un exilio en España y Enrique Pinti enviaba, semanalmente, El Mono Relojero.
La primera de las grandes redacciones de mi vida.
Una semana en ellas equivalía a varios meses en las escuelas de periodismo de entonces.
En esa redacción, comenté la aventura del cuento de Conti y mi desazón de no encontrarlo en librerías.
Está desaparecido, me dijeron.
Y me dijeron sentate.
Y me trajeron un café.
Dos
Empecé a leer a los cuatro años y medio.
La historia es más o menos así.
El domingo llegaban hasta esa vivienda portuaria, en las afueras de Mar del Plata, los relatos radiales del fútbol.
Era tan natural imaginar lo que se relataba: la llovizna sobre la cancha, la camiseta roja de Bernao embarrada, sus gambetas de espaldas a la tribuna que da a la calle Cordero de la cancha de Independiente.
Recién dos días después, mi viejo llegaba pedaleando por una calle de tierra con El Gráfico sobre el pecho, debajo de la campera.
El Gráfico era una constatación, por escrito, en papel, del relato oral. Lo que había que rescatar de la jornada del domingo. Lo que quedaba impreso.
La verdad es que no siempre las fotos y el texto escrito superaba la forma en que el niño había imaginado a Pepe Santoro volando de palo a palo y tirándola al córner.
Les aseguro mis amigos –relataba Heber Pinto, uruguayo, maestro de Víctor Hugo Morales– que si el arquero se cortaba las uñas antes de entrar a la cancha no hubiera podido rozar esa pelota con la punta de los dedos…”.
Ah, pero cuando eso pasaba, cuando el texto escrito superaba la imaginación, sucedía algo mágico: se detenía el mundo, se expandía el lenguaje.
Nunca vi a mi padre como en la tarde del 9 de diciembre de 1962.
Era bostero de alma.
Esa tarde, Roma le atajó un penal dramático a Delem en el final de una final entre Boca y River.
Y mi padre lloraba delante mío por primera vez, junto a la radio, frente al relato de Bernardino Veiga.
A los dos días, el martes 11 de diciembre de 1962 llegó con El Gráfico y me mostró, como jugando, cómo se deletreaban las palabras que habíamos escuchado el domingo.
Roma, penal, Delem fueron las primeras palabras que leí en papel.
Ese martes, a mis cuatro años y medio, trazaba de alguna manera un vínculo con las palabras impresas y las historias que me sigue acompañando.
Tres
En los pasillos de la editorial Perfil, en la redacción de la revista Libre -otra redacción de alto vuelo- conocí a Norma Vega.
Fue la primera mujer que entró al diario Crónica, en los setenta.
La miraban en esa redacción, contaba, como a una novicia en un bar pendenciero.
No la registraban, que es lo peor.
No sabían cómo comportarse con una mujer tecleando entre ellos.
Norma Vega contó, en un pasillo de la revista Libre, en 1985, que llegaba a su casa, después de las dos primeras jornadas laborales en Crónica, llorando.
Tenía talento. Tenía agallas. Tenía una hija. Era más culta que muchos de esos tipos que la negaban en la redacción.
Al tercer día, colocó una hoja en la Olivetti. Era una carta para sus compañeros.
Queridos hijos de puta, encabezó esa carta.
Y les contó de dónde venía y que no iba a renunciar a su silla y a su máquina de escribir.
Y la colgó en la pared, al lado de su escritorio.
Escribía con garra Norma Vega.
Me convidaron ginebra en el cierre de ese día, contaba, y se reía a carcajadas, muchos años después.
Cuatro
En 1984, en la revista Libre, y a cuatro años de aquel café en que me enteré que Haroldo Conti estaba desaparecido, comencé a viajar a Chacabuco, tras los pasos del escritor.
Esa biografía coral sobre su vida, que llevamos adelante con Néstor Restivo, acompañados de cerca por sus hijos, Alejandra y Marcelo Conti, en su momento, tenía un interés más o menos preciso. Que la gente leyera a Haroldo Conti, porque no solo él, todos sus libros estaban desaparecidos.
Que la gente leyera a Haroldo Conti, como una señal de lo despiadada que había sido la dictadura en la Argentina del ‘76 en adelante.
Mientras lo realizábamos, entre 1983 y 1985, su figura estaba muy cerca, a la vuelta del camino.
En Chacabuco conocimos a su padre, al Pelado Pedro Conti.
Estaba al sol.
En sillas de ruedas.
No daba para entrevistarlo.
El Viejo también observaba en el patio cómo un primo de Haroldo, sin mucha compasión, entrenaba gallos de riña. Los tenía caminando al sol del mediodía, sobre una rueda de cemento que giraba en el vacío, engarzada con escalones de alambre. Los gallos debían mantener el ritmo caminando o la gravedad los hacía caer, como a veces ocurría, de culo en tierra.
En un momento, el padre de Haroldo nos llamó, confidente, y preguntó si era cierto que nosotros éramos periodistas, si era cierto que estábamos haciendo un libro sobre El Flaco.
Así dijo él, nombrando a Haroldo. El Flaco.
Le dijimos que en eso andábamos y nos preguntó, casi al oído, si teníamos noticias de él.
Si el Flaco aún estaba vivo, nos preguntó.
Le dijimos que sí, pensando que era una forma de salir del paso, creíamos entonces que le mentíamos en la cara.
Ahora, a cuarenta y cinco años de su secuestro, no estamos tan seguros de que se tratara de una triquiñuela, de una respuesta compasiva.
Ahora sabemos que no le mentíamos.
Hay algo de lo que queda escrito que se suspende en la zaranda del día.
Que sobrevive.
Por eso hicimos y hacemos desde hace cuarenta y cinco años periodismo.
Feliz día para tod@s los que se han ganado la vida con este oficio sin joder a nadie.