
El poeta salteño recorre sus orígenes e influencias, al tiempo que explica la idea de su “poesía antropológica”, que fuera vital para la conformación de Paraje, su último libro de poemas que se sumerge en el mundo social y cultural del pueblo wichí.
Por Marvel Aguilera.
Hasta qué punto la alteridad no es parte primordial de la construcción de nuestra identidad. Esas diferencias que tanto solemos señalar de otras culturas y que en realidad son una huella esencial de nuestra condición humana. La experiencia en sí es un tránsito por ese “otro”, por lo imprevisible, en pos de hallar algún tipo de nexo que nos vincule en un “nosotros”. El lenguaje poético, en tiempos donde la imagen parece querer totalizar la realidad, es un aporte a ese vínculo tan necesario. Carlos Aldazábal en su libro Paraje (El suri porfiado), centra su mirada en las raíces del pueblo wichí, desde sus ecosistemas, mitos, resistencias y temporalidades, para desde allí interrogarnos acerca de nuestra propia existencia.
Poeta, doctor en Ciencias Sociales, docente y autor de Piedra al pecho (2013), Camerata Carioca (2016) y Mauritania es un país con nieve (2019), entre otros, Aldazábal retrata en Paraje (ganador del primer premio de poesía del Fondo Nacional de las Artes) un pequeño mundo en palabras, del río, el sol, la tierra y el monte del Chaco Salteño, pasando por el carancho y el pájaro carpintero, hasta las orillas del Pilcomayo. Las palabras son como ojos, miradas profundas que van más allá de la descripción, que naufragan en el sentimiento wichí; en el orgullo y la resistencia, en lo espiritual y en lo tangible, en la memoria del pueblo pero también en su presente. La escritura de Aldazábal se cruza con la música cotidiana del territorio: la brisa, el canto de las aves, las risas de la plaza. Pero también con ese ecosistema que se diluye por la acción humana, por una colonización que aún persiste, en los hábitos, en los olvidos, en las desigualdades que se profundizan.
Lejos de ese territorio, en la planta baja de un café sobre Córdoba y Uriburu, Aldazábal recuerda sus orígenes en la provincia de Salta, aquellos años que lo formaron, como poeta y como persona. Las sensibilidades y los libros. Los vínculos que permanecen cercanos en su recuerdo. Aquellos fragmentos que juntos fueron forjando la idea de Paraje, un libro que pareciera que siempre estuvo muy cerca suyo.

¿Cómo fueron esos años en que creciste en Salta y qué tipo de formación recibiste respecto a tu identidad como poeta allí?
Siempre digo que vengo de un lugar donde la gente canta, y esa expresión implica una cercanía con la copla, con la cultura popular. Entonces, como a los ocho años, tenía ya cierta estimulación musical, porque en esa época participaba en coros de iglesia y escuchaba canciones de folclore. Y también leía en libros de lecturas algunas rimas; y entonces me animaba a rimar. Eran en general coplas, y lo único que tenían a favor era que estaban bien medidas, de ocho sílabas, como deben ser. Pero a esa medida llegaba porque escuchaba, no porque me pusiera a contar.
Entonces, esa escucha, junto a la lectura, fue muy temprana. Yo empecé leyendo novelas de aventuras, Julio Verne, Salgari. Y tempranamente leí a Vallejo. Tengo una tía que vive en una localidad cercana a Salta que tenía una biblioteca enorme. La tenía más de adorno, pero yo iba y se la leía. Y ahí encontré a Vallejo, junto a otras maravillas que todavía agradezco.
¿Qué localidad era esa?
Quijano, un pueblo cercano a la ciudad de Salta. Ya en la secundaria lo leía a Lorca, que también fue una lectura central. Nos daban ahí el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías que es una elegía fantástica que él escribe. Fue la antesala a leer Poeta en Nueva York. Pero también, en esa edición, había gacelas y casidas, que eran unos poemas de origen moro que Lorca escribe y que en esa edición española estaban incluidas.
Pero antes de leer a Lorca, en séptimo grado, tuve la suerte de conocer a un poeta de la generación del cuarenta, la generación de Manuel Castilla. Ese poeta fue Raúl Aráoz Anzoátegui. Su hija era nuestra maestra y lo llevó para que nos diera una charla, lectura de poemas incluida. Yo nunca hice taller formalmente, pero era un taller en sí visitar a Raúl. Gracias a su generosidad conocí, por ejemplo, el grupo de La Carpa, al que él también perteneció, junto a Manuel Castilla. Un grupo que fundó el jujeño Raúl Galán, y al que se sumaron poetas de todo el NOA, incluyendo a estos dos salteños. El manifiesto del grupo, que tenía una intención vanguardista, fue redactado por Castilla, con consenso del resto.
En algún punto Paraje, mi último libro, es una vuelta a Salta y a algunas de esas lecturas tempranas, porque ahí aparece el paisaje del Chaco Salteño, y el recuerdo de la lectura de dos novelas fundantes que nos hicieron leer en el colegio, novelas de aventura que transcurren en territorio wichí: En tierras de Magú Pelá y Los dos nidos, de Federico Gauffin, narrador salteño de la generación de Juan Carlos Dávalos. A mí me encantaron, por supuesto. Esa lectura fue muy impactante, y me quedó la idea de hacer, alguna vez, algo con eso.
¿Por qué te fuiste de Salta y te viniste para Buenos Aires?
Me vine a estudiar Comunicación, que no había en ese momento en Salta. Antes de venir hice un año de Letras en la Universidad Nacional de Salta. Después vine acá e hice Comunicación y simultáneamente Letras, pero solo terminé Comunicación. Después hice una maestría y un doctorado. Pero todo el tiempo escribía, sobre todo poemas. Eso fue y sigue siendo inevitable.

¿Y significó un cambio en términos poéticos pasar de un territorio como Salta a la gran capital?
En mi caso me abrió puertas, porque tenía la generosidad de poetas de Salta, incluyéndolo a Aráoz Anzoátegui, que me decían “andá a ver a esta persona, o a esta otra”. Y gracias a eso la conocí a Olga Orozco, por ejemplo. También publiqué mi primer poemario, La soberbia del monje, a pocos años de estar en Buenos Aires, y eso fue gracias a una fundación, que se llamaba Antorchas, y que ya no existe más.
¿Qué años transcurrían en ese entonces?
Eso fue en 1996, yo tenía 22 años. Acá conocí a muchos poetas geniales y generosos. Por ejemplo, en la carrera estaba Máximo Simpson, que era poeta y profesor de comunicación. Un tipo que al igual que Gelman había sido discípulo de Raúl González Tuñón. Lo conocí a Madariaga, el poeta correntino. Lo conocí a Gianuzzi. Y después, cuando volvieron de España, conocí a los dos grandes poetas de mi provincia que habían estado viviendo en Madrid, Santiago Sylvester y Leopoldo Castilla. De todos modos, hasta el año 2001, cuando mi familia directa se fue a vivir a Chubut, yo mantuve un contacto fluido con Salta.
Pero ya tenía vínculos con la Patagonia desde antes: en 1998, gracias a un amigo antropólogo, conocí a Anne Chapman, investigadora que trabajó con las últimas mujeres selknam de Tierra del Fuego. Por ella me enteré del genocidio que hubo en la isla, un genocidio privado patrocinado por estancieros que tenían territorios tanto en Chile como en Argentina. Y me conmovió mucho cómo ella se acordaba de Lola Kiepja, una de sus informantes claves, fallecida en 1966. De ese encuentro surgieron un par de poemas, que luego me sirvieron para aplicar a una beca de la Secretaría de Cultura de la Nación. Gracias a esa beca, puede viajar a Tierra del Fuego y hacer un pequeño trabajo de campo. Tenía algunos rudimentos de antropología a partir de la materia que tuvimos en Comunicación. Y de ahí salió un poemario que se llama Nadie enduela su voz como plegaria, con el que gané un premio de Abuelas de Plaza de Mayo en 2001, y que se publicó finalmente en 2003, con contratapa de Osvaldo Bayer y Diana Bellesi. Ese poemario, de algún modo, fue el antepasado de Paraje, porque me sirvió para pensar esta cuestión de lo que podríamos llamar “poesía antropológica” y que un poeta norteamericano, que se llama Jerome Rothenberg, llamó “etnopoesía”, y que en Chile, gracias a Juan Carlos Olivares y a su libro El umbral roto (1995), se denominó “antropología poética”. Lo que en algún punto está también en un antropólogo como Clifford Geertz, cuando formula su idea de la “descripción densa”.
Me recuerda a la antropología filosófica y los interrogantes que buscan reflexionar acerca de los límites de lo humano y lo biológico, ya sea lo simbólico, lo dialógico, la técnica, la conciencia de muerte, etcétera. ¿Cuáles son esos interrogantes a los que se aboca esta antropología poética?
Los que hacen “antropología poética” tienen un gran respeto por la cultura mapuche, también por la cultura selknam. Hay un poeta que se llama Pavel Oyarzún que escribió un libro titulado La cacería. Él es del sur de Chile, de Punta Arenas. Y ahí también aparece eso, pero él no lo piensa como “poesía antropológica” pero sí como poesía vinculada al pueblo selknam.
La antropología surgió como una ciencia propia del colonialismo inglés. Malinowski estudia los pueblos de Oceanía para saber cómo dominarlos. Es un origen un poco triste. Si vos leés la famosa Excursión a los indios ranqueles de Mansilla, tenés también una mirada antropológica de dominación, aunque él no lo piensa en términos de ciencia, e incluso es benévolo en su mirada hacia los ranqueles. Es difícil salir de ahí, pero en aquel viejo ensayo de Montaigne, el famoso ensayo sobre los caníbales, antecedente literario que los antropólogos señalan como una expresión de relativismo cultural, es posible encontrar una respuesta, y todas estas propuestas de las que venimos hablando son posibles desde una mirada relativista, que respeta la diversidad de culturas sin proponer aniquilarlas. La antropología como herramienta de liberación, antes que de dominación.
En el caso del poeta Jerome Rothenberg, la idea de “etnopoesía” surge de su experiencia con el pueblo navajo, con quienes convivió y de quiénes aprendió sus modos poéticos, incluyendo sonidos específicos. Lo que yo llamo “poesía antropológica”, en este punto, es similar: implica tomar elementos culturales, intentando ser lo más fiel que se pueda (hay un doble desafío cuando se pretende dar cuenta de una otredad cultural desde un idioma ajeno, un poeta que escribe en español y que pretende traducir lo que expresan esas lenguas indígenas). Pero aquí lo importante es sumar a ese respeto y a esa búsqueda, la conciencia de que se está escribiendo poesía en el marco de la cultura occidental. Cuando vos pensás en la famosa frase de Rimbaud “Yo es otro”, te das cuenta de que en poesía (en literatura en general, pero especialmente en poesía), la otredad es lo determinante. Incluso cuando escribís poesía autobiográfica dejás de ser vos. El “yo” que aparece nunca es el yo real, siempre se está poniendo en tela de juicio.
Hablabas antes del trabajo de campo que hiciste en Tierra del Fuego, ¿cómo fue en este caso el trabajo que llevaste a cabo en el Chaco Salteño para escribir Paraje?
Fue parecido, porque en el 2016 obtuve una Beca a la Creación del Fondo Nacional de las Artes, y eso me permitió viajar al Chaco Salteño. Pero muchos años antes, conocí a una extraordinaria persona del pueblo wichí que murió en pandemia. Su nombre es Laureano Segovia, y es el autor de una recopilación fundamental de historias orales del pueblo wichí.

“Cuando vos pensás en la famosa frase de Rimbaud “Yo es otro”, te das cuenta de que en poesía (en literatura en general, pero especialmente en poesía), la otredad es lo determinante. Incluso cuando escribís poesía autobiográfica dejás de ser vos”.
¿A Laureano lo conociste allá?
Lo conocí acá, cuando presentó su libro en el Fondo Nacional de las Artes. También por amigos antropólogos y escritores que trabajaron con él, como Carlos Muller y Juan Martín Leguizamón, que valoraron mucho su trabajo. Él era ordenanza en una escuela del Chaco Salteño. Y tuvo el mérito, cuando todavía era un estigma y no un emblema reivindicar la cultura wichí, de ocuparse de las historias que se van perdiendo.
¿Y con qué fue lo primero que te encontraste en ese territorio?
Con que la gente ya no practica su religión. No canta. Te cuentan lo que eran los antepasados. Eso me pasó. Además del trabajo de campo que hice gracias a la beca, me fue muy útil para este libro la lectura de esa novela extraordinaria de Sara Gallardo que es Eisejuaz. Porque Gallardo, que era una periodista del diario La Nación, cuando viajó a Salta en los setenta, conoció a un trabajador gastronómico, un mozo, que en realidad era un cacique wichí. Del diálogo con él salió su novela, que está muy cercana al hálito de Pedro Páramo y al de otras grandes novelas de esa época. De hecho, es una novela muy extraña dentro de su propia obra. Pero el modo en que ella usó el lenguaje a mí me fue muy útil para pensar en la potencia que podían tener mis poemas. Y cómo acercarme al lenguaje wichí sin ser yo un hablante.
Lo que fue simpático de la experiencia del viaje, fue hacerlo con un compañero del colegio que es oftalmólogo. Su formación es la opuesta a la que podemos tener en ciencias sociales, al cuidado frente a la otredad cultural. Pero me sirvió observar ese contrapunto, que es en el fondo la mirada occidental sin el pudor ni la culpa que tiene cuando se da cuenta de los estragos que hace.
En la primera parte del libro está la cuestión del río, la tierra, el monte. Pero lo que vos mencionás es que hay una especie de eco de eso, que era, pero que ya no está. ¿Existe aún esa tradición o solo persiste como un relato?
Existe de alguna forma. También hay que tener en cuenta de que, a diferencia de lo que fue la experiencia con los selknam, donde no hay hablantes del idioma; en el caso de los wichís estamos frente a una cultura viva y resistente, como ocurre también con otras culturas indígenas del Gran Chaco, ese extenso territorio que incluye a Bolivia, Argentina, Paraguay y Brasil.
¿Se podría pensar que la poesía antropológica puede contribuir a un proceso de descolonización?
Bueno, es un intento. Ojo que no necesariamente lo que yo pienso como poesía antropológica es hablar sobre los pueblos indígenas, porque yo tengo un libro que se llama Camerata Carioca que transcurre en Río de Janeiro, y en algún punto también lo pienso como poesía antropológica. Está la idea de la otredad, de la que hablábamos antes, del salirse de uno. Pero uno sale de uno para volver a sí mismo. Aunque yo escriba sobre el pueblo wichi hay marcas autobiográficas de mi subjetividad. Esta idea de Flaubert cuando escribe Madame Bovary, que dice “Madame Bovary soy yo”. O el caso de T. S. Elliot quien, por ejemplo, escribió La tierra baldía a partir de un libro de antropología. Es decir, este vínculo entre la antropología y la literatura es muy fuerte desde el comienzo. El antropólogo estudia al otro, pero se estudia a sí mismo como un otro en ese proceso de extrañamiento, y de volver del extrañamiento. Quizás toda poesía sea antropológica, finalmente. Lo que sí, no puede dejar de ser poesía. Más allá de la etiqueta, tiene que conmover, sorprender, llevarte a otro mundo. O hacer que pienses en tu propia existencia. Pasa cuando leemos a Vallejo, poemas que hablan de la madre en Trilce y que tienen como esa cuestión de lo elementalmente humano que nos conmueve a todos, y eso es fantástico.

“El antropólogo estudia al otro, pero se estudia a sí mismo como un otro en ese proceso de extrañamiento, y de volver del extrañamiento. Quizás toda poesía sea antropológica, finalmente. Lo que sí, no puede dejar de ser poesía”.
Pero hoy existe una parte de la poesía que quizás busque una interpelación más del lado del entretenimiento, por fuera de una mirada meditada sobre la realidad.
Alguien decía que hoy es muy difícil clasificar la poesía, y que poesía es todo lo que se nombra como tal. Dicho esto, la poesía que a mí me interesa es la que dice algo. Si yo lo pienso desde Theodor Adorno, él descartaría la idea de que cualquier cuestión ligada a la industria cultural y a la industria del entretenimiento sea arte. Adorno pensaba que cualquier expresión artística debe tener negatividad frente al capitalismo, por eso reivindicaba a las vanguardias frente a los lugares comunes. Hoy sabemos que el capitalismo también puede mercantilizar a las vanguardias y volverlas tan trilladas como las formas clásicas. El secreto está en la palabra “negatividad”, a la que conviene entender como algo que se mueve acorde a los movimientos del capitalismo.
Lo hablaba en una nota anterior, esta idea de que el problema más allá de los recursos son las industrias culturales y esta homogeneización de los contenidos, que en muchos casos hace perder esta territorialidad de la cultura.
Si yo homogeneizo la poesía del país, pierdo de vista su riqueza. Pasa con los espacios culturales que pierden su historicidad para sumarse a las marcas de la globalización, esa idea que Marc Augé llamó “no lugares”. Vivimos en un país muy diverso, con muchas tradiciones poéticas. Creo que de los 90 a esta parte las redes permitieron abrir el panorama y ya nadie tiene una mirada ombliguista. El riesgo de pretender homogeneizar y anular las tradiciones siempre está latente, y hay que permanecer alertas, pero las nuevas tecnologías, bien empleadas, ayudan a que sea más difícil que en otros momentos.
Retomando la línea de Paraje, en vista de ese señalamiento que hacés de la construcción temporal de occidente impuesta a los pueblos originarios, ¿qué lugar crees que ocupa el tiempo en el libro?
Ocupa un lugar central. Josefina Ludmer, que fue profesora mía de doctorado, señalaba siempre la importancia de acabar con las periodizaciones lineales, porque hay resistencias temporales. Y por supuesto, en ciertas culturas agrarias el tiempo nunca es lineal, sino que es circular, es el tiempo de la naturaleza, del ciclo de la vida. Lo era en occidente antes de que la moneda se imponga. Si vos leés la descripción que hace Bajtín a partir de la cultura popular de la Edad Media, en referencia a la obra de Rabelais, ahí te das cuenta de esa circularidad del tiempo que existía en Europa. La idea del progreso y de la evolución, parte de esa idea teleológica que se toma del cristianismo (un futuro señalado por el advenimiento de Cristo). Entonces, a esa periodización escolar que nos enseñaron en la escuela es necesario descartarla. Porque según esa idea, los pueblos indígenas serían del pasado. Y lo mismo pasa con la poesía. En contra de la idea de progreso y evolución, nos siguen conmoviendo Safo, los poemas náhuatl, o Quevedo. Por suerte, no hay evolución ni progreso en arte, incluyendo la poesía.
¿Esta idea que vienen impulsando con el Suri Porfiado tiene que ver con consolidar una identidad poética con las voces de todos los territorios?
Para mí está consolidada en la idea de diversidad. Es una poesía muy diversa la poesía argentina. Cada región tiene su tradición. Por ejemplo, la poética del tango, que está muy anclada a esta ciudad, o la poética de la llamada “música folclórica”, son muy importantes. Cuando hablo de “tradición” no hablo de un pasado remoto, como si estuviera presentando el festival de Cosquín, sino que hablo de ese pasado que se actualiza en el presente. En el caso de los escritores, cuál es la biblioteca que habla en su escritura, cuál es el camino que elige para inventar una voz propia. Nadie que haga filosofía diría que no hay que leer a los grandes filósofos. Pero a veces los que hacen literatura tienen esa concepción errónea. El tema es la voz propia. Hay un filósofo norteamericano que se llama Richard Rorty, que toma la idea de la angustia de las influencias de Harold Bloom, y que amplía la noción de “poeta vigoroso” a todos los juegos de lenguaje posibles, incluyendo el de la filosofía. En este sentido, Marx fue un poeta vigoroso porque creó un juego del lenguaje propio para las ciencias sociales, claramente distinguible. Lo mismo pasa con Nietzsche, con Freud. Y pasa en la literatura argentina, con autores como Borges o Alejandra Pizarnik. También Con Manuel Castilla. Si alguien quiere escribir como él, me voy a dar cuenta de que no es una voz propia sino una réplica de su voz. Entonces cualquier poeta o cualquier narrador va a tener esa angustia de las influencias, esa preocupación de ser yo en el lenguaje. Cuándo soy yo con eso que ha sido tan usado, con esa herramienta que ha sido tan utilizada por tantos y tantas. Ese es el desafío de la escritura, de crear con el lenguaje.

Carlos J. Aldazábal
Paraje
El suri porfiado
2021