La obra de Peluffo y Scavelli, producida por la Compañía FÅRÖ, retrata un obligado almuerzo entre una familia y sus torturadores para dar cuenta de la impunidad y el cinismo que imperó durante la última dictadura. Una pieza que ejercita la memoria como forma de afrontar las marcas de la violencia que aún mancillan el presente.
Por Marvel Aguilera.
Walter Benjamin decía que no era necesario plantear que el pasado aclaraba el presente, ni que el presente aclaraba el pasado, sino que “el tiempo pasado se encuentra con el ahora en un relámpago formando una constelación”. ¿Qué implica eso para nuestra historia reciente? ¿Tiene un genocidio acaso un punto de cierre? Lo más probable es que el horror nunca se haya ido del todo y sobreviva en este ahora: en los modos de sociabilización desiguales, en las costumbres ancladas en padecimientos, en las atrocidades ocultas en tradiciones culturales.
Porque las raíces de la monstruosidad brotan de la misma condición humana, incapaz de lidiar con su ejercicio del poder, y se traduce en una tecnología del mal cuyo único fin es diluir las identidades; lo que nos hermana, aquello que nos construye a partir de los otros.
En ese sentido, la memoria puede ser pensada como una herida, un trauma basado en esquematismos de perversión; o por contrario, en esas constelaciones presentes: la construcción de los sentidos, la historia en formación, el registro de nuestras banderas que tantos buscaron borrar, pero que siguen flameando en el espíritu de los pueblos.
Ravioles de Osvaldo Peluffo y Gabriel Scavelli retrata el horror a partir de un pequeño cuadro familiar; una rendija en la puerta donde es posible observar la inclemencia de una violencia normalizada desde las instituciones.
“El lenguaje en cada diálogo está permeado por la violencia camuflada de humor, por la picardía de los que se saben opresores, por el uso forzado de la costumbre del ‘morfi’ del domingo para reforzar los rasgos de humanidad ante lo atroz”.
Un matrimonio (Diana Lelez y Jorge Ribak) debe organizar el almuerzo para su hijo detenido y sus torturadores. Un encuentro que simboliza el cinismo del terrorismo de la dictadura cívico-militar que irrumpió en nuestras sensibilidades, en la manera de habitar los hogares, en los miedos que afloraban entre las palabras.
En una casa donde resuenan los ecos de una época, la Radio Belgrano, el tocadiscos, el tango, los pingüinos sobre el modular, el olor a tuco que se hace imagen entre el andar de los personajes; dos hombres de un grupo de tareas (Gustavo García y Gabriel Scavelli) se hacen presentes con el hijo desaparecido de la familia. Abatido por la flagrancia de la violencia en su cuerpo, sus palabras mudas son habladas por los torturadores. Está y no está.
Ese mismo mediodía en que aparece el hijo (Gabriel Miner) cumple años la madre, pero el motivo del retorno es otro, el acto desesperante de ella por recuperar el tiempo arrebatado del vínculo. El lenguaje en cada diálogo está permeado por la violencia camuflada de humor, por la picardía de los que se saben opresores, por el uso forzado de la costumbre del “morfi” del domingo para reforzar los rasgos de humanidad ante lo atroz.
La cadencia de la obra transcurre a pasos enlentecidos, con el dolor presente ante cada rutina: en la picada que se corta sobre la mesa, en las hojas barridas por el padre, en la hija pequeña de la familia (una magnífica Florencia Rey) que debe abandonar la libertad de su condición, cantando formaciones de San Lorenzo, por un silencio agobiante.
La tensión que emanan los torturadores al resto es proporcional a su exasperante calma. Ellos están “laburando”, haciendo lo suyo, siendo profesionales ante el destino existencial ajeno. Ríen, cuentan anécdotas, hablan de su familia, se pelean entre ellos con “fierros” de por medio. La monstruosidad está justamente en lo común, en aquellos que parecen similares a nosotros, que comen ravioles, escuchan tango y miran el superclásico.
“La monstruosidad está justamente en lo común, en aquellos que parecen similares a nosotros, que comen ravioles, escuchan tango y miran el superclásico”.
Reunidos en torno a una decisión crucial entre la madre y los torturadores, la cual nadie quiere explicitar, la familia debe lidiar con un lapso donde la violencia está en cada movimiento. El sonar del teléfono, que nadie atiende, marca la incertidumbre de seguir adelante o no con un plan que va en contra lo que ellos son. El último atisbo de una humanidad que les ha sido arrebatada desde hace tiempo.
Ravioles es una obra que sigue interpelando a la memoria sobre lo ocurrido en nuestro país; un lapso de violencia cuyas marcas continúan presentes a nivel político, económico y cultural en el tejido social. Porque lo que simbolizan los personajes es la imposición de una forma de dominio, la colonización del sentido común a la fuerza, del cercenamiento de las ideas.
Una pieza notablemente dirigida por Peluffo que pone en escena el terror que implica la fragilidad de los límites entre el bien y el mal. Ese recorte de un lapso oscuro de nuestra historia que seguimos interrogando en búsqueda de justicia.
Porque las violencias más implacables son aquellas que quedan anidadas en nuestras formas de relacionarnos, germinando en nuestros sentidos de pertenencia, en la incapacidad de mirar a los ojos de los otros como nuestros iguales.
FICHA TÉCNICO ARTÍSTICA
Autoría: Osvaldo Peluffo, Gabriel Scavelli
Intérpretes: Gustavo García, Diana Lelez, Gabriel Miner, Liliana Pascale, Florencia Rey, Jorge Ribak, Gabriel Scavelli
Diseño de arte: Veronika Ayanz Peluffo
Diseño de luces: Osvaldo Peluffo
Banda Sonora: Rion Maret, Osvaldo Peluffo
Operación técnica: Rion Maret
Fotografía: Veronika Ayanz Peluffo
Diseño de imagen: Florencia Rey, Florencia Rey
Asistencia de dirección: Rion Maret, Eduardo Munitz
Prensa: Compañia Fårö
Puesta en escena: Osvaldo Peluffo
Dirección general: Osvaldo Peluffo
Espacio Callejón: Humahuaca 3759, CABA.
Función: Viernes 22:00 hs.