A comienzos de agosto del 2024 se presentó un nuevo libro de la poeta Sabrina Barrego, Paisajes con vacas, publicado por la editorial Mágicas naranjas. La presentación estuvo a cargo del editor Gustavo Gottfried y de la poeta Natalia Litvinova, cuyo texto reproducimos en esta nota con su gentileza.
Por Natalia Litvinova.
Paisajes con vacas, de Sabrina Barrego, el libro que celebramos hoy, publicado por Mágicas Naranjas y con fotografías de María Valeria Chinnici, recorre las ruinas del pasado y une las raíces del árbol familiar que fueron cortadas. Me enorgullece estar acá con ustedes, reunidos alrededor del fuego de la poesía, mientras afuera no cesan los bombardeos y los incendios.
Ayer llevé a mi madre al oftalmólogo. Durante el trayecto, el taxista no dejó de hablar de su abuela, Blanca Rosa. Contó que fue como una madre para él y que, ahora que ya no está, la extraña todos los días. Blanca Rosa, hija de inmigrantes sirios, nació en 1930. Sus padres grabaron su nombre en un árbol en Tucumán y, solo cuando ella se mudó a Buenos Aires en busca de trabajo, pudo obtener su documento de identidad. Mientras el hombre lloraba y sonreía, yo pensaba en Paisajes con vacas y en que debía incluir esta escena con el taxista en este texto. Así es como nos comunicamos con Sabrina: a través de sueños e historias que parecen sacadas de una película o de anécdotas que les suceden a otros, y que desciframos para atesorarlas como propias.
Este libro es un gesto de amor y hospitalidad; su lenguaje no pretende imponerse a nadie, sino desenterrar, juntar, dar aliento y preservar. Para eso, Sabrina escogió palabras cuidadosas y nostálgicas, como una herborista que agradece a las flores antes de arrancarlas. Viajar con la lengua hacia los recuerdos y los retazos de la historia familiar es un trabajo arduo. Para no quedarse sin aliento, ella se nutrió de las claves que le dejaron las obras de Osip Mandelstam, Anna Ajmátova y Paul Celan, entre otros. Lo confiesa en el prólogo y lo reafirma con los dos epígrafes que eligió.
“Este libro es un gesto de amor y hospitalidad; su lenguaje no pretende imponerse a nadie, sino desenterrar, juntar, dar aliento y preservar”.
Uno de ellos es Amapola y memoria, título del primer libro del poeta perseguido Paul Celan. En este libro, se narran el horror y el desarraigo; la amapola simboliza el olvido, el adormecimiento, la niebla mental, sin excluir la memoria y los traumas. Amapola y memoria representa la tensión y el diálogo entre la vida y la muerte, entre el testimonio y lo nuevo.
“Ahora, por ejemplo, veo paisajes con vacas” es el segundo epígrafe y es del poeta peruano Eduardo Chirinos. Consciente de que el cáncer devoraba su estómago, escribió un libro alucinado y alucinante para sorprender a la muerte, un collage en el que presente y pasado se entrelazan. Tanto Celan como Chirinos exploraron en la poesía la posibilidad de una conversación, un diálogo, el encuentro con el otro; o una manera de ofrendar lo no pronunciado, la expectativa.
Sabrina proviene de una estirpe de sobrevivientes; sus ancestros fueron obligados a dejar su tierra para echar raíces en suelos lejanos. Este libro, sólido y poderoso, fue capaz de soportar esa pena y también de iluminarla. El dolor es un tema recurrente, y el “yo poético” que construye la autora, lo lleva grabado en la capa más profunda de la piel, juntos caminan hacia un nuevo horizonte, cantando:
“Llegué hasta acá para ver el sol.
Llegué hasta acá para ver el horizonte claro.
He triunfado sobre el orgullo”.
Después de experimentar el poema, nos encontramos con las fotos que se despliegan a lo largo del libro, envueltas en una extraña transparencia celeste. Ese color me recuerda al cielo que se intensifica antes de la tormenta o cuando intenta despejarse después de la humareda. O tal vez sea el mismo azul que vieron los migrantes desde la proa del barco al llegar a una nueva orilla, con lágrimas en los ojos y piedras en el corazón. El libro se convierte en un apasionante álbum familiar, y Sabrina en una poeta de dos estómagos: en uno, rumia el pasado; en el otro, el presente.
Es importante destacar que la mirada de la autora no se cristaliza en el pasado, no se convierte en una estatua de sal. Vital y atlética, da saltos hacia adelante y hacia atrás. Juarroz define muy bien este otro modo de existir y moverse en la poesía cuando cita a Bécquer para señalar que en la poesía existe un tiempo que nada tiene que ver con la línea recta, que trasciende lo conocido y lo esperado: “A la luz del relámpago nacemos y aún dura su resplandor cuando morimos”.
En el poema titulado “Elizabeth Tailov” se adentra en la piel de su abuela materna. Desde la primera persona, narra qué comía, con quién se casó y cómo murió su madre. Este monólogo descarnado recupera una biografía y, al mismo tiempo, la reinventa. La poeta desvela y atraviesa capas de silencio hasta llegar al aliento a pan y cebolla, a ese vientre abultado que dio a luz a once hijos, a la escoba que su abuela usó como arma para defenderlos de quienes intentaron llevárselos. Desde la voz de Elizabeth, contempla el vacío que deja un dios que tal vez escucha, como dice la poeta, desde su “morada eterna”.
En otro poema, nos revela que ciertas mujeres de su familia tienen el don de hipnotizar gallinas. Con generosidad, describe cómo hay que adormecer al ave antes de torcerle el cuello. Las mujeres cubren a la gallina con su propia ala: corazón humano junto al corazón del ave, pecho contra pecho, ala y mano, ternura, muerte y cacerola. Las mujeres en los libros de Sabrina son las guardianas de un saber que no temen compartir. Un conocimiento que sobrevive, al igual que ellas lo hicieron, y que debe propagarse.
Hice un lugar para este libro en mi estante preferido, junto a otros que me marcaron profundamente, como INRI de Raúl Zurita, Contra toda esperanza de Nadezhda Mandelstam, Réquiem de Anna Ajmátova y El libro de las preguntas de Edmond Jabés. Todos ellos reflejan el amor necesario para soportar el terror y la locura. Frente a las desapariciones forzadas, estos poetas recuperaron los nombres de los torturados. Sabrina no desoye los murmullos de sus antepasadas; las hace cantar y temblar. Pero también se escucha a sí misma y conversa con lo que la rodea: las sabias lechuzas y la noche, así como con su propia sombra que camina delante. Atraviesa el campo antes de que anochezca, abrazada a las manzanas que recogió. Sus poemas la reciben, hambrientos y serenos. Pronto deberá volver y traer más, procurando que algunos frutos caigan para que de sus semillas brote un árbol, en memoria de todos los que la historia taló.
Sabrina Barrego
Paisajes con vacas
Mágicas Naranjas Ediciones
2024