Vértices

Cecilia Perna: “La desigualdad en la falta de acceso a herramientas digitales no es más que un modo de manifestarse de las desigualdades sociales profundas”

En la serie de conversaciones con artistas y trabajadores de la cultura acerca de las nuevas vivencias de la pandemia, esta vez hablamos con una docente de universidad y escuela media. Miradas particulares y situadas, como quien espía a través de una mirilla en nuestras cambiadas cotidianidades.


Por Ruda. Fotos Andrea Chacón Álvarez

La pandemia, como ha hecho con muchos ámbitos de la sociedad, ha expuesto una realidad repleta de precariedades económicas, sociales y culturales. Los vínculos propios de la dinámica en las aulas supieron morigerar esas carencias, mantenerlas en un vilo que se hizo naturaleza. La escuela, en su impronta institucional, normativa y pedagógica, es el lugar en donde se construyen los espacios afectivos, donde se moldean identidades colectivas en una sociedad que pretende desarrollarse con inclusividad. La distancia impuesta por la cuarentena ha puesto el foco no solo en los problemas que genera la mediatización y el acceso a los recursos tecnológicos, de por sí dificultades previas, sino a la exigencia docente, humana, respecto a una labor que por momentos parece avasallada.

En nuestra serie de charlas que analizan las situaciones que trae aparejada la cuarentena, hablamos con Cecilia Perna, profesora de Letras que ejerce en la Universidad Arturo Jauretche y en escuelas medias, y además poeta y performer, para tratar de dar luz sobre las formas posibles de abordar la práctica educativa, de los desafíos que implica ser docente en un escenario inesperado y adverso, y en los conceptos que necesitamos pensar para que, cuando las aulas finalmente reabran, podamos reevaluar la importancia de la educación y los preceptos en los que es urgente ponerse trabajar.


¿Cómo empezaste tu recorrido en la educación?

Por el amor. Nada que ver con la “vocación docente” o cosa así. Fue algo que me salió al encuentro, aunque imaginaba desde el principio que iba a llegar. Estudié Letras porque me gustaba leer y escribir. Porque me gustaba sentir en el cuerpo ese espacio que se abre al meditar sobre algún asunto y las palabras se me presentaban desde chica, muy claramente, como el medio para llegar a eso. Porque en continuo, desde la infancia y hasta ahora, nunca dejé de jugar a imaginar y esa maquinación que es leer-escribir (digo maquinación un poco en ese viejo sentido que la palabra castellana tenía en el barroco) me parecía un medio privilegiado y accesible. O quizá estas sean cosas que diga ahora, meditando en retrospectiva, pero cuando elegí estudiar una carrera la elegí por el deseo de leer-escribir. Nada que ver con la docencia. Sin embargo, sabemos, de algo hay que vivir. Estudié en la UBA y, para estudiar, me mudé a la ciudad, pero mientras cursaba los primeros años de carrera, volví un cuatrimestre a Provincia, a casa de mis viejos. Y de algo tenía que trabajar. Entonces puse un anuncio en el diario local, para dar clases de apoyo escolar. Mi primer alumnito fue un nene de 9 años (yo tendría 20 o 21). Estábamos en mitad del ciclo lectivo y le estaba yendo mal en todas las materias, pero muy especialmente en lengua. El primer día, la mamá lo trajo a casa y me contó que ella había dejado de trabajar cuando el nació para cuidarlo y que ahora, por cuestiones económicas (era allá por el 2000) había tenido que retomar el trabajo. El nene, me dijo, “no soportaba el despegue” y estaba bajando el rendimiento. Siempre tengo la idea de que yo no hacía nada especial en esas clases. Solamente nos sentábamos juntos en una mesita, él me mostraba su cuaderno y yo volvía explicarle las tareas, lo acompañaba en el hacer, lo guiaba para pensar por sí mismo. A veces, me contaba alguna anécdota del recreo, o cuánto extrañaba a la mamá. Pero sobre todo, creo, lo importante era que me sentaba con él a hacer las cosas. Algunos días, él venía con flores para regalarme, que había encontrado en el camino; otros días, antes de irse, me mostraba las piruetas que había aprendido a hacer en la bici. Le empezó a ir bien. En lengua y en las otras materias, también. Al final del año, la mamá me lo contó contenta y agradecida, y además de pagarme el mes, me dio un abrazo. Ahí entendí, creo, que la palabra era también el medio de mucho más. Y que enseñar es dar la palabra. Pero dando la palabra, se da también el cuerpo, la presencia. Después, durante mucho tiempo, enseñé español a extranjerxs, todavía lo hago. La experiencia de enseñar a hablar otra lengua es incomparable. Hay algo del orden del don y de la magia entre los pliegues del proceso que, si logramos atravesar el obstáculo de la sobrecarga laboral y la repetición de la rutina, lo encontramos, casi con una inocencia infantil, en cada persona que aprende a hablar otro idioma y cada vez es diferente. Me costó poner el cuerpo enseñante en medio de una institución escolar o universitaria. Me sentía mejor “rodeando” la situación. Asumí esa posición recién después de terminar la carrera. El cambio de rol adentro del aula me asustaba. Hoy es una de las cosas que más disfruto (¿o disfrutaba?) en la vida.

¿Y estos meses cómo los viviste desde el lugar de docente?

Desde el principio fue muy agotador y lo sigue siendo. Fue abrumador el paso de la modalidad presencial a la virtual -sobre todo en la secundaria, en la que no hubo tiempo de transición y se nos requirió seguir sosteniendo la continuidad de las clases de una semana a otra- inventando y descubriendo de golpe estrategias y medios para dar continuidad, sin siquiera dejar ver la fisura de la ruptura. Si aparecía la fisura, era -es- para contemplar la situación difícil de lxs estudiantes y no la nuestra. Sostener el semblante de profesional, de adultx a cargo, que establece y regula las situaciones, como si las situaciones no nos desbordaran a nosotrxs también, como si no estuviéramos también sintiendo las presiones de la situación que atravesamos, como si no sintiéramos temor, como si no hubiera desequilibrio en nuestra vida cotidiana y familiar, pero además, como si no estuviéramos aprendiendo, probando, fallando, dando al trabajo el triple de tiempo de lo habitual -especialmente las primeras semanas- y proveyendo los propios medios técnicos y de conectividad, que pueden fallar. Ahora todo parece de golpe un poco más estabilizado. Como si hubiéramos encontrado un cierto ritmo, aunque sea un ritmo incómodo. Algo resignado también. Pero el aula se extraña, la presencia se extraña. No falta cuerpo, el cuerpo está acá, frente a la pantalla, doliendo la espalda y la cabeza por el tiempo infinito clavado en la computadora. Pero falta el encuentro, la oportunidad para reírse, enojarse, entusiasmarse, hacer proyectos… En otro orden de cosas, me sentí también molesta escuchando, sobre todo en los medios de comunicación, decir que las clases estaban suspendidas. O que se está perdiendo el año, cuando estamos todxs, profesorxs y estudiantes y xadres trabajando a cuatro manos. Estamos acá, haciendo un laburo inmenso de contención. Sosteniendo en este extrañamiento alguna forma de cotidianidad, de rutina, de orden calendario. Quizá, incluso, eso sea lo más rescatable de toda esta experiencia. 

“Saltar de ser el cuerpo enseñante en el aula a un administrador de contenidos en una plataforma es un shock, intelectual y emocional.”


¿Cambió el rol del docente en estas circunstancias?

Sí, claro. En principio porque la mediación de las plataformas educativas, no sólo roba el cuerpo a la palabra (tanto al docente como al estudiante) sino porque, además, un montón de decisiones estratégicas para encarar el abordaje del objeto a conocer, están ya preestablecidas por el formato de esa plataforma. Las mediaciones no son algo nuevo para lxs docentes -ni para nadie, aunque cada quien lidie con las suyas. Media la institución, median los planes de estudio, los diseños curriculares. Media el espacio físico de la escuela o la universidad, la tradición en la disposición de los cuerpos y las miradas en el aula. En fin, media el lenguaje. Habitamos las mediaciones como los peces el agua. Es nuestra condición en cualquier ámbito. Pero el problema con la mediación de las plataformas es que ofrecen una base idéntica, un universo de opciones generales para solucionar los diferentes problemas que son radicalmente distintos en las distintas materias. Esto, a lxs docentes nos separa de nuestra tarea de enseñar, para ubicarnos en el lugar de productorxs de unos contenidos pedagógicos -adaptados a los formatos preconcebidos de las plataformas- que luego administramos en la plataforma para lxs alumnxs. Si esos contenidos ya los produjo otra persona, institución o empresa, entonces sólo queda administrarlos. Saltar de ser el cuerpo enseñante en el aula a un administrador de contenidos en una plataforma es un shock, intelectual y emocional. Sin embargo, que lxs docentes administren contenidos en lugar de enseñar, es algo bien conocido desde antes de la cuarentena y de la suspensión de las clases -que no nos deja otra opción más que trabajar así. Desde hace mucho, hay grandes editoriales educativas que venden a las escuelas una plataforma con los contenidos ya fabricados, que a su vez las instituciones -unas veces más coercitivamente que otras- ofrecen a lxs docentes para complementar el trabajo del aula. Ahora, suprimida el aula (que es el espacio en el que, aún con mil limitaciones, todavía se da el vínculo creativo de la enseñanza y el aprendizaje) sólo queda para lxs docentes este rol de administrador de contenidos. No es tampoco un rol novedoso, que aparezca con las nuevas tecnologías. La administración de contenidos en la docencia existe desde que existen los manuales. Pero si esa tarea de administrador es ya tediosa en el aula (incluso, mucho más tediosa para lxs docentes que dicen “hagan la actividad 2 de la página 5”, que para lxs estudiantes que la resuelven) donde la presencia de los cuerpos hace todavía al imprevisto, da lugar al acontecimiento, al encuentro, en la plataforma esto se acrecienta, porque la singularidad está completamente acorralada por lo homogéneo del soporte.

Finalmente, la pregunta nos hace volver a cuestionarnos el significado de la enseñanza. Qué se construye en el vínculo entre docentes y estudiantes. La amenaza es retroceder muchísimo terreno ganado en la reflexión pedagógica, al volver a pensar la relación enseñar-aprender en términos de mero contenido, aunque ahora sea para “administrarlos” en lugar de transmitirlos. Aunque esos nuevos contenidos impliquen no sólo datos objetivables sobre determinada materia, sino también herramientas para afrontar determinados procesos cognitivos. No dejan de tratarse como contenidos -como paquetes, incluso, en términos de mercancía- administrados en el espacio homogeneizante de la plataforma. Pero vivimos una época extrañísima, en la que todos nuestros vínculos están “plataformizados”: charlamos con amigxs en grupos de Whatsapp, discutimos de sociología en Facebook, mostramos fotos de las vacaciones en Instagram, los presidentes dan discursos en hilos de Twitter. Incluso, buscamos citas en Tinder o Happn y dejamos que, entre foto y foto que ofrecemos de nuestro cuerpo para satisfacer nuestras expectativas más íntimas (si todavía cabe esa palabra), la plataforma intercale una publicidad de restaurantes. ¿Cuánto falta para que suceda lo mismo con las plataformas educativas? Quizá sea verdad que la educación es una institución regresiva, y por eso fue necesaria una pandemia para que “se ponga al día” con las modalidades intersubjetivas de la época. Un upgrade a los modos de estar en este mundo, que tenga también su status virtual bien instalado, abandonando la obsolescencia -una costosa, cara obsolescencia- de las aulas de ladrillo. Pero quizá lo obsoleto sea deseable, quizá lo obsoleto conserve la ternura de lo que llamábamos humano. Quizá, lo más obsoleto en el hardware: lo orgánico doloroso, placentero y finito de los cuerpos, quizá todavía sea deseable. En otras palabras, el cuerpo frágil entre otros cuerpos es algo que insiste en su llamado a la atención, al cuidado. También esto viene a poner en primer plano la pandemia: lo ineludible y frágil de la existencia del cuerpo entre los cuerpos. Y se hace inevitable entonces hacernos un sinfín de preguntas sobre cómo vivimos, cómo estamos ordenados, en la ciudad, en la tierra. Preguntas por la convivencia, por los espacios comunes, por la sustentabilidad de los vínculos laborales, de los recursos naturales, también por la educación, claro, pero, en definitiva, si se quiere, justamente, la pregunta es por la salud, que es un estado integral de la vida. Y entonces, claro, también por la gobernabilidad, por la política. Me gustaría traer a cuento un concepto de Silvia Rivera Cusicanqui, que en realidad es una idea que está en las lenguas quechua y aymara y ella pone de relieve: el pachakuti. Pacha es el espacio-tiempo inseparable y kuti significa vuelta, turno. Es la idea de una gran revuelta, en el sentido de un cambio de ciclo, de retorno y recomienzo. Pero es también la idea de una gran puesta en crisis. Una gran conmoción cósmica -un poco como el hexagrama 51 del I-ching, que evoca un despertar y un cambio a largo plazo- que puede ser renovadora, pero también catastrófica. Y si la toma de conciencia de las condiciones de vida, que en el inseparable espacio-tiempo, todxs compartimos -las personas pero además los animales, las selvas y las aguas y la tierra y el aire y también los microorganismos con los que convivimos- se está dando ahora al mismo tiempo en todo el globo de la Tierra, si el desacomodo -que va de la molestia a la desesperación y la tragedia- que trae este ínfimo virus nos afecta a cada unx de lxs habitantes de este mundo, que el pachakuti sea renovación o catástrofe, dependerá de cómo nos posicionemos frente a los poderes: los micro, pero al mismo tiempo los macro, que se nos descubren cada vez más claramente imbricados. Dependerá de qué tipo de riqueza defendamos con nuestro hacer cotidiano: si esa riqueza que acumulan unos pocos -tesoros que, a las claras, se arrumban con la muerte, antiguo tópico de las escrituras- y requieren “bajarle el costo” a los muchos -por ejemplo, eligiendo plataformas virtuales en lugar de infraestructura sólida para que los cuerpos habiten confortablemente en espacios sustentables-, o si defendemos la riqueza -ya que traemos a cuento el universo Cusicanqui- de lo chi’xi, aquella riqueza de una cultura que se compone con cada una de sus singularidades, sin que éstas se confundan y se pierdan, sin que se asimilen en un homogéneo capturante; una riqueza donde los opuestos también se complementan en la tensión, sin llegar a eliminarse, porque es posible siempre la construcción de un desvío, de una salida inclusiva, que acepta y convive en la diferencia. Un modo de construir democracia desde las bases. Las bases son, desde luego, nuestros cuerpos que respiran el mismo aire.

Cecilia Perna en una performance en el Puente de La Mujer en 2017.

¿Cuáles son las principales limitaciones de la educación virtual o a distancia? Supongo que la capacidad de atención al no estar en un espacio exclusivo no es la más optima.

No creo que sea un problema de atención, en el aula la atención es dispar. Tampoco me parece que sea una cuestión de distancia. Porque aún compartiendo el mismo espacio hay muchas formas de estar a distancia. Sigo pensando que, en lo que hay que hacer foco, es en la pregunta por las mediaciones. La educación virtual es una de las formas -la última hasta ahora- de la educación a distancia. La educación a distancia -más allá de cuándo se la haya empezado a llamar así- es quizá tan vieja como las telecomunicaciones, y si hay una antigua forma de la comunicación a distancia, es la escritura. Si me pongo reactiva con la comunicación a distancia, me las voy a ver feas. Especialmente, porque la lecto-escritura es mi materia. Pero en todo caso, es eso, una materia. Como materia, la escritura que crea (y la lectura que crea, no hay por qué pensarlas en esa dicotomía, que sean acciones que se realizan en dos tiempos no quiere decir que no formen parte de un mismo modo de acción); decía, la escritura, la lectura que crea, en algún modo se hace cuerpo y hace del cuerpo un lugar del pensar, del imaginar mundos.  Creativa aquí, me atrevo a decir, significa no asertiva. O sea, no controlada como un proceso para unos resultados. Sabemos que tanto en la educación escolar, como en la académica -y esto sin duda es compartido con las formas de la comunicación empresarial- la falta de asertividad es anatema. Porque se evalúa, sobre todo, en términos de logros, de cumplimientos de objetivos (cualquier docente que haya armado el programa de una materia, lo sabe). Y cuando se nos pide que hagamos una “evaluación en proceso”, esa evaluación no es más que una suerte de “control de calidad” sobre el camino de aprendizaje del estudiante, para que, a fin de cuentas, arribe a los logros, o sea, a los óptimos resultados. En el fondo, es la retórica del control de calidad en una fábrica llevada a la escuela. Hoy, una retórica obsoleta, tomadxs como estamos de golpe y porrazo por el upgrade retórico las nuevas tecnologías (ya se habla al interior de las escuelas de “retroalimentar” al estudiante, copiando irreflexivamente la terminología de las plataformas, como si en vez de trabajar con personas, estuviéramos lidiando con inteligencias artificiales). Pero retomando, decía que, para mí, es importante que algo de lo creativo entre en el aula, en el sentido de lo no asertivo. Enseño, por supuesto, la regla. Enseño, por supuesto, lo correcto: aquello que permite el logro, porque el logro es un valor social, y no se trata de ser excluyente, sino, por el contrario, se trata de permitir a lxs estudiantes -sobre todo a quienes más les cueste lograr esos logros- que consigan una posición integrada socialmente, que participen de los logros, que no sean unx marginadx. A fin de cuentas, ¿la educación no es para eso? Pero, ¿qué es integrar y cuáles son los límites? En el margen de la educación pasan grandes cosas y lo mejor es incluir el margen. En el margen ocurre todo lo no asertivo de la comunicación. Todo lo creativo de la enseñanza: dar lo que no se sabe que se da. Todo lo creativo del aprendizaje: llegar a un lugar inesperado. Y vuelvo al mismo lugar: ¿qué margen dan las plataformas virtuales para ese tipo de acontecimientos?

Entonces, creo, que no se trata de la distancia, tanto como de los márgenes posibles. Los márgenes que también se construyen, los márgenes en los que van las notitas y los corazones de lxs maestrxs en la escuela. Los márgenes de los apuntes en los que anotamos un nombre o el título de un libro que deseamos buscar mientras estudiamos. O el mail de unx compañerx que se va volver pronto nuestrx amigx.  Los márgenes del aula, que son los susurros en el fondo, el aburrimiento, la mirada que se va por la ventana colgada en una frase recién escuchada que, quién sabe por qué, tocó esa zona en blanco del cuerpo, donde nacen los pensamientos nuevos, donde realmente algo “se aprende”, se captura eso inesperado, que desde ya no son los contenidos, aunque los toque lateralmente. ¿Hay espacio para eso en una plataforma? ¿Hay espacio para garabatear una pregunta en un cuaderno? ¿Hay espacio para levantar la mano y escuchar la propia voz formulando un problema? ¿Para enamorarse, de unx autorx, de unx compañerx? ¿Hay espacio para confrontar, para hacer política? ¿O todo acaba en la apatía, a veces burlada a medias por una buena propuesta, de las clases sincrónicas, en esa danza macabra de encender y apagar cámaras y micrófonos? Extraño, en este tiempo sin aula, sobre todo, las miradas. Si miramos adentro de los ojos de alguien prestando atención en una clase, si seguimos el movimiento de esos ojos, podemos ver -lo juro, es así- el momento en que algo se aprende: una idea, un movimiento del pensamiento, cae adentro y el ojo asienta la mirada, traga el pensamiento, en un gesto ínfimo pero deslumbrante de satisfacción y seguridad.

Pero volviendo a la pregunta, la educación a distancia no es mala, por el contrario, es parte de las posibilidades de las telecomunicaciones, y las telecomunicaciones son una gran invención. Sin embargo, cuando el cuerpo está a distancia, es necesario “hacer cuerpo” en otro lugar. Y hacer cuerpo es dar lugar a la contradicción, al desvío, a la falta. Es errar, en el sentido de equivocarse y en el sentido de andar. De vagar, incluso, de ser vagx, de alejarse de la asertividad de los logros y quizá, aprender lo importante del asunto. Un libro es una antigua tecnología que hace cuerpo a la distancia. Aloja la contradicción y el margen. Nada tiene de malo que las plataformas se conviertan en nuestros “nuevos libros”, por así decir. Pero tal como se presentan, son todavía demasiado coercitivas: homogeneizantes y faltas de margen. No sé qué conocimiento estable pueden, así como son ahora, generar. Especialmente en este momento, en que no se presentan como una alternativa complementaria al aula tradicional, sino como la única posibilidad. No sé qué habrá de recordable en todo esto. Qué experiencia que pueda dejar memoria. El tiempo dirá, lo veremos con lxs chicxs de la pandemia en un par de años. Como sea, algo siempre hace fuerza para quedar. Lo que espero que no queden son las condiciones de trabajo en este estado de excepción, en que las plataformas educativas dejan de ser una herramienta alternativa al aula, para convertirse en el medio central para la interacción. Creería que no, que no va a pasar: que el lugar del aula y de la escuela de ladrillo en el sistema educativo es muy estable como para que se ponga a un lado. Pero prefiero estar alerta, en la medida en que permea socialmente el enunciado de “la nueva normalidad” y se ofrece como base para la circulación de ciertos discursos que pueden volver permanentemente aceptable un estado de las cosas que sólo puede ser aceptable en la excepción de la pandemia: las clases virtuales compulsivas es una, pero también hay otras: el ejército en las villas, el miedo a abrazarse.

Supongo que la desigualdad y la falta de acceso a las herramientas es muy alto, en especial en la educación pública. ¿Se puede lidiar con eso?

Se puede lidiar porque se debe lidiar. En este estado de la situación, volver a clases o continuarlas como es habitual sería una completa locura. La determinación del gobierno de suspender las clases, así como la de mantener la cuarentena, es claramente la única posible frente a la necesidad de no saturar el sistema de salud. La desigualdad en la falta de acceso a herramientas digitales, dispositivos electrónicos, conectividad no es más que un modo de manifestarse de las desigualdades sociales profundas con las que convivimos y que ahora se nos aparecen casi aullando. Un amigo, que es profe de lengua en una escuela secundaria de Béccar, a la que asisten chicos de cinco villas cercanas, me comentaba el otro día la frustración que sentía, porque el trabajo habitual del aula es para él crear y sostener un vínculo afectivo para que lxs pibxs no dejen la escuela -me decía, normalmente un 30% de la clase, al final del año ha abandonado- y crear ese vínculo a distancia era casi imposible. También la frustración era por la falta de medios técnicos. A veces la única posibilidad de conexión en toda una familia es un celular, de un padre o una madre que quizá se ausenta por trabajo gran parte del día, y que además hay que compartir con lxs hermanxs. Pero esa falta de celular tiene su antecedente en carencias más viejas, no sólo de lxs chicxs, sino de la misma institución escolar. Él se preguntaba, cómo va a ser posible volver a dar espacio de contención a lxs pibxs en la escuela, si el edificio hace mucho que no tiene puertas en las aulas, a veces ni ventanas, si no hay baño para lxs profes y el baño de lxs alumnxs es un desastre. Se trabaja en esas condiciones y, lo que es peor, en esas condiciones se vive.

Cuando voy (¿iba?) a dar clases a Florencio Varela, pasaba siempre en mi recorrido por las villas de Quilmes, que ahora son noticia y están en boca de todxs desde los brotes de coronavirus. Pero antes, particularmente en la ciudad de Buenos Aires donde vivo, nadie sabía o quería saber demasiado de esos barrios. Ni de los barrios pobres que están adentro mismo de CABA. Tampoco las clases medias del gran Buenos Aires parecían querer saber de esa existencia vecina. Pero cuando esos barrios empiezan a ser parte de tu paisaje cotidiano, cuando personas que viven o se han criado ahí son tus alumnxs -y no necesariamente alumnxs de los tramos obligatorios de la educación, sino incluso alumnxs universitarixs, que han hecho proezas vitales para ocupar un banco en la universidad pública- cuando sos testigo y parte de esas historias, el paisaje interno, tu propio paisaje afectivo necesariamente se transforma. Me pregunto, ¿qué implica que las historias de “los barrios vulnerables” irrumpan en la vida de todxs? ¿Qué implica que se muestre y se diga -por fin- la imbricación en los vínculos sociales -tan evidente como negada- entre la población más pobre y los estratos medios de la sociedad? ¿Cómo puede esto cambiar el paisaje interno de las personas? ¿ese cambio en los paisajes internos, puede hacer que cambie también el paisaje real, el paisaje del espacio compartido? Y no es que piense que estas preguntas tengan, necesariamente, una respuesta complaciente. Quizá la respuesta no sea la esperada. Quizá las cosas cambien para peor, se intensifiquen los discursos del rechazo y la segregación. Sin embargo, al menos hay un señalamiento innegable: se levanta el manto pesado de la negación y eso es siempre avanzar un paso.

Yo vengo de la clase media profesional bonaerense y de una familia peronista. Si bien la cuestión de la desigualdad social -que es una cuestión política- siempre me fue “familiar”, muy distinto ha sido la experiencia de confrontarla en lo cotidiano como educadora. Ahí te encontrás con los cuerpos afectados por la desigualdad y con las historias de vida de las personas pobres. Y no sólo me pasó y me pasa trabajando en la Universidad Jauretche, sino también me ha pasado trabajando en varios programas de enseñanza para adultos o en talleres para personas en situación de encierro. Ahí el relato, la aparición del relato de la propia vida es central. Sé que me estoy yendo un poco por las ramas, pero necesito de algún modo dar cuenta -también yo- del lugar vital de la experiencia del que hablo. Digo, la posibilidad de relatar la propia historia, de decirse a sí en primera persona, de ser protagonista del relato de la propia vida y de las propias condiciones de existencia, es primordial para poder encontrarse activx frente al entorno, frente a la realidad que se nos presenta. Poder narrarse a sí y no dejarse narrar por discursos ajenos, alienantes. Adentro del sistema educativo, lxs maestrxs, lxs profesorxs, solemos ser escuchas privilegiadxs e incluso únicxs de esos relatos. Relatos socialmente ocultados, ante los que se siguen haciendo oídos sordos, a pesar de las muchas agrupaciones y movimientos que insisten e insisten, a través del tiempo, en la organización de esas voces. Intuyo que asistimos -desde hace ya años, décadas- al lento proceso de crecimiento -de crecimiento como crecen los brotes: no sin retrocesos o detenimientos, o riesgo de terminar cortados de cuajo o cooptados por los discursos dominantes- de una enunciación colectiva de la experiencia de la pobreza, hecha en primera persona; el crecimiento de un yo plural que se levanta para decir la propia vulnerabilidad, pero también, sobre todo, la propia fortaleza: la de la supervivencia cotidiana, la de los lazos solidarios, la de las amenazas mortales a la vuelta de la esquina, la de la segregación y la invisibilidad. Las personas que trabajamos como educadorxs nos vemos convocadxs a dar las herramientas formativas para que esas enunciaciones en primera persona, las individuales pero, sobre todo, también las colectivas, sean una realidad cada vez más consistente. Que hagan peso, que hagan masa en la circulación de discursos sociales, porque esas enunciaciones colectivas son las únicas capaces de hacer que las condiciones reales, materiales de existencia, no sean una verdad irreversible, un castigo del destino, sino una materia de transformación en el trabajo colectivo y social. (¡Qué para eso nacimos modernos! ¡Digámoslo! Para creer en la transformación de la vida y no el destino inamovible de las cosas). Por eso, para que esas transformaciones -que son discursivas pero que son también materiales, porque la palabra es materia y material de trabajo y porque transformando en las palabras, transformamos el entorno y las condiciones de vida- digo, para que esas transformaciones sean cada vez más concretas y consistentes, el trabajo en el territorio es indispensable. Con la gente, entre la gente. Por ejemplo, formando profesionales que puedan dar cuenta desde su propia experiencia vital, de los problemas de desigualdad en el propio terreno, en la propia comunidad, en el propio barrio y tengan recursos -recursos materiales, pero también recursos intelectuales, claro que sí- para encontrar soluciones a los sufrimientos de esas personas, fuertes y luchadoras, a las que llamamos injustamente “población vulnerable”. Son pobres, no vulnerables. Y la pobreza no debería existir, no existiría si no hubiera tantos miserables acumulando riqueza: bienes inmateriales, especulativos, que se miden en logros y se traducen en condiciones materiales de vida obscenas de lujo, exceso e, incluso, estupidez. La contracara del hambre.

“Se hace inevitable hacernos un sinfín de preguntas sobre cómo vivimos (…) Preguntas por la convivencia, por los espacios comunes, por la sustentabilidad de los vínculos laborales, de los recursos naturales, también por la educación, claro, pero, en definitiva, si se quiere, justamente, la pregunta es por la salud, que es un estado integral de la vida. Y entonces, claro, también por la gobernabilidad, por la política”.


Ese trabajo de formación profesional en y para el territorio, es el que hacemos en la Universidad Nacional Arturo Jauretche, donde enseño y aporto mi granito de arena, junto a muchísimxs otrxs compañerxs comprometidxs con la tarea de la educación, y no quería dejar de mencionar todo esto, porque esta construcción en el territorio, también se ve cada vez más amenazada. De más está decir que, durante los últimos años, nuestra universidad sufrió un recorte presupuestario tremendo, que nos expuso a todxs a condiciones de trabajo inaceptables. Por dar sólo un ejemplo: faltaba dinero para contratar suficiente personal de limpieza. Uno de los mayores parates fue en el crecimiento edilicio de la universidad: el año pasado empezaron a faltar aulas de manera estrepitosa (aulas y también bancos, marcadores de pizarrón, vidrios en las ventanas). Todos los años se inscriben en la Jauretche entre 8.000 y 9.000 estudiantes nuevxs, que por supuesto precisan un espacio físico en el que estar. También sabemos que, a más cantidad de alumnxs, no sólo hay más demanda de aulas, sino más demanda de profesorxs. Si lxs alumnxs se empiezan a amontonar en las aulas, no sólo se pierde comodidad, sino también calidad educativa, e implica para lxs docentes una sobrecarga laboral importante (que, sabemos, no es acompañada de mejoras salariales).

En esta menesunda estábamos ya el año pasado cuando, para nuestra sorpresa, en 2020, en lugar de inscribirse los 8000 o 9000 estudiantes promedio, se inscribieron más de 11000 personas. Antes de empezar el año y durante el curso preuniversitario (que también sufrió un recorte atroz en los últimos años y se le dio continuidad prácticamente a pulmón y por la voluntad de muchxs docentes), el problema urgente, el elefante en la habitación, era: dónde vamos a acomodar a todxs estxs nuevxs estudiantes. Porque los cuerpos, en efecto, ocupan espacio y consumen recursos. Con el aislamiento social preventivo, este problema quedó en suspenso. Las clases virtuales funcionaron como un buen parche, ante una situación que iba a ser muy difícil de manejar institucionalmente (porque el deterioro de años no se arregla en dos meses de verano). Hace un par de días recibo de la universidad, una encuesta para profesorxs que tantea nuestra conformidad con la cursada virtual. Entre las preguntas, se nos plantea la posibilidad de continuar con las clases virtuales después del aislamiento social, en un régimen mixto. Se nos consulta incluso sobre la frecuencia de clases presenciales y virtuales que preferiríamos tener. Es claro: ante la falta de presupuesto y el deterioro edilicio -por el que pasa no sólo nuestra universidad, sino el sistema educativo en general, muy particularmente la provincia de Buenos Aires, donde el problema es histórico y se profundizó dramáticamente en los últimos años de gobierno neoliberal- las aulas virtuales se presentan como una solución rápida y eficaz. Es un modo de suprimir el problema institucional de los cuerpos: que los cuerpos estén donde puedan, las clases se vuelven una especie de contenido inmaterial, y los cuerpos son institucionalmente prescindibles. En un régimen mixto de clases presenciales y virtuales, esto queda matizado, pero no deja de representarse, en el corazón de tal régimen, una puja profunda entre dos modos de entender la educación. Francamente, espero que la virtualización de la enseñanza no sea el camino que la universidad encare. Espero que se pida enfáticamente el presupuesto para la construcción de las aulas necesarias, y que la universidad sea un espacio donde se recibe a las personas, con su cuerpo y su intelecto como lo que son: una misma cosa. Porque el aprendizaje es pleno de afectos y -ya lo dijimos- la plataforma educativa no los aloja. Además, y sobre todo, con el alejamiento de los cuerpos de las aulas físicas en las clases presenciales, ¿dónde quedaría el proyecto de la construcción en el territorio? ¿Cómo podría definirse entonces un “territorio”? La virtualidad se presenta como una solución rápida y eficaz a los problemas presupuestarios y edilicios en el ámbito educativo, pero vuelve la educación excluyente: no sólo porque una inmensa mayoría carece de las condiciones materiales para esa modalidad (dispositivos, conectividad, espacio en la casa donde trabajar) sino porque además la plataforma descuaja cualquier posibilidad de elaboración simbólica, de enunciación colectiva, en fin, de construcción política fecunda.

Trato entonces de reconectar con la pregunta. Lo que ha pasado con la situación de aislamiento social obligatorio -con el que estoy por completo de acuerdo, por otra parte, porque, aunque tenga múltiples filos que lastiman, no parece de momento haber otra solución a lo que está ocurriendo- lo que ha pasado, digo, es bastante paradójico: se nos obliga a quitar el cuerpo de la escena comunitaria y se nos dan soluciones “virtuales” como reemplazo a todo lo que hacía nuestra vida llena de encuentros reales, de presencia. Pero esa solución virtual no hace más que mostrar sus límites. El cuerpo está siempre en algún lugar. Y todo lo virtual implica un hardware que es físico: desde el tendido de la luz hasta los dispositivos con servicio de internet, satélites en la órbita terrestre y antenas de recepción de señales, centros de procesamiento de datos. En el mismo suelo, en la misma órbita que ese hardware, están nuestros orgánicos y frágiles, mortales y enfermizos, pero también vivos y deseantes, cuerpos. Que tendrán o no acceso a esas tecnologías, del mismo modo en que tendrán o no acceso al agua potable, a una cama de hospital, a un plato de sopa o a una vivienda digna. Esta pregunta: ¿dónde están nuestros cuerpos? es una pregunta fortísima que da por tierra con las fantasías retóricas de la velocidad y la eficacia, de la pulcritud y el confort, tan queridas al mundo del consumo y la publicidad. ¿Dónde están nuestros cuerpos? es una pregunta política, que nos afecta a todxs, porque, se diga lo que se diga, los cuerpos están adentro de la estructura de un Estado. Ahí nacen, ahí viven, ahí mueren. Y nosotrxs, que somos esa cosa que piensa y que habla en esos cuerpos -al menos así es desde Descartes para acá- estamos siendo llamadxs a hacernos cargo del lugar que ocupamos en la estructura ineludible del Estado. Finalmente, es con eso con lo que tenemos que lidiar: con la desigualdad hacia adentro de ese Estado, con la desigualdad en los vínculos de ese Estado con otros Estados, con empresas transnacionales y organismos y poderes financieros. Y otra vez preguntarnos qué queremos de esas “estructuras obsoletas” porque esas estructuras obsoletas -el cuerpo, el Estado- son lo que habitamos, somos nosotrxs mismxs. Luego, ¿hacia dónde vamos con todo esto? Es un buen momento para hacerse esa pregunta también, aunque la respuesta llegue lenta con la pereza de un caracol.

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