Vértices

María Magdalena: “Los pequeños actos cotidianos son los que fortalecen los proyectos colectivos cuando todo nos empuja a alienarnos”

Inauguramos una serie de conversaciones con artistas y trabajadores de la cultura acerca de los efectos de la pandemia en nuestra sociedad. Estas son miradas particulares y situadas, como quien espía a través de una mirilla en nuestras cambiadas cotidianidades.


Por Ayelen Rives.

A dos meses de comenzar el aislamiento social preventivo y obligatorio, los efectos de la cuarentena se hacen cada día más patentes y ya se palpita la ansiedad por salir, justo cuando los casos crecen a pasos agigantados en los barrios más vulnerables de la Ciudad y del Gran Buenos Aires.

Por eso charlamos con María Magdalena, poeta y psicoanalista en formación, en la búsqueda de algunas ideas que nos ayuden a aquietar y ahondar, a no quedarnos en la superficie de las sensaciones y mirarlas como a trasluz, a través de la “neblina” de los días.

María Magdalena publicó los libros de poesía Spleen (2013, Letra Viva), Los nombres del padre (2016, Buenos Aires Poetry), la plaquette artesanal La pequeña muerte (2015), Continente negro (2018, Alción editora), el ensayo La perfecta desnudez. Conversaciones desde Alejandra Pizarnik (2018, Letra Viva) en co-autoría con Javier Galarza y Leonardo Leibson y Diario de la errancia. Elogio del viaje (2020, La Docta Ignorancia).

Por su trabajo poético y su mirada desde el psicoanálisis, quisimos pensar con ella los vínculos mediados por al virtualidad, la falta y la necesidad del contacto, las emociones en juego, lo individual versus lo colectivo, las presiones por ser productivxs pero también la potencia del arte. A través de algunas preguntas, nos iremos adentrando en lo nuevo y lo viejo de este momento tan particular que vivimos.


Lo primero que me surge pensar tras casi dos meses de aislamiento es ¿cómo se sostienen los vínculos en la ausencia de los cuerpos? Más allá de las videollamadas y los encuentros virtuales, ¿qué nos sucede con esta falta de contacto?

Me cuesta pensarlo en términos generales porque son diversos y singulares los modos en que cada uno lidia con su cuerpo y con el lazo con los otros. Y entre paréntesis, me cuesta pensar y punto. Mariana Enríquez escribió hace unos días que pensar en esta pandemia se convierte en una neblina pesada. Así estoy, así estamos muchos, aunque abunden los intérpretes de lo que ocurre, ya sea en clave psicoanalítica, filosófica o conspirativa. Entonces escribo yo también obnubilada bajo el peso de esa neblina; desconcertada y entregada además a ese desconcierto. Apenas logro, de vez en cuando, en instantes fugaces, esbozar alguna reflexión que pueda abarcar a una especie de “nosotros”. Pero parto desde mí para intentar alguna respuesta posible. Siento que aún es demasiado pronto para sacar conclusiones, aunque los efectos de lo que “nos” ocurre sean tangibles, reales, ineludibles. Pienso que los cuerpos en la virtualidad tienen varias aristas. En mis sesiones de análisis vía Skype algo del cuerpo se hace presente a través de la voz y de la mirada, además de ciertos efectos que me produce en lo corporal tal como sucedía en el modo presencial. Sin embargo, cuando me encuentro con mi sobrino de 2 años a través de la pantalla lo virtual me desespera y la distancia se vuelve infranqueable. Pero la infancia puede ser un territorio asombrosamente inventivo: él continúa jugando como si estuviera al lado suyo. Me tira la pelota como si pudiera atraparla, me acerca el plato con los fideos imaginarios que cocinó como si pudiera comerlos, me ofrece besos como si pudiera sentirlos. ¿Cuáles son los cuerpos, entonces? ¿Pueden estar ausentes completamente? Y por otro lado, ¿acaso, previo al aislamiento, los vínculos no estaban ya atravesados irremediablemente por la virtualidad? Todo esto me genera más preguntas que respuestas. Y las hago desde una posición privilegiada, porque cuento, algunos días, con el cuerpo de mi compañero al que me aferro ciertas noches de mayor densidad y que me abraza hasta aquietarme cuando mi propio cuerpo pareciera desarmarse. Pero pienso también en la profunda intimidad que puede construirse en una correspondencia, cuando un sobre y una letra manuscrita tocan el cuerpo y lo conmueven tanto como una caricia, y en la insalvable lejanía que puede haber entre dos cuerpos compartiendo el mismo espacio físico. Recuerdo una noche en la que lloramos con una amiga, cada una desde su casa, mirando un recital de Gabo Ferro en Instagram, y creo que estuvimos íntimamente unidas aún en la virtualidad. Entonces, quizás nunca el cuerpo está del todo ausente, quizás nunca estamos presentes siempre que haya cuerpo, quizás se trate de aniñarnos un poco y jugar a que el otro está aunque no esté como modo de tramitar la ausencia. Y cuando esto pase, y la virtualidad permanezca, quizás podamos retornar a los cuerpos queridos como lugares de amparo, sabiendo que siempre se trata de acompañarnos en la soledad.

“¿Cuáles son los cuerpos, entonces? ¿Pueden estar ausentes completamente? Y por otro lado, ¿acaso, previo al aislamiento, los vínculos no estaban ya atravesados irremediablemente por la virtualidad?”


¿Qué emociones consideras que podemos trabajar para hacerle frente a este aislamiento?

El miedo puede ser una brújula. Terrible, pero brújula al fin. Hay una anécdota a la que siempre vuelvo porque me resulta significativa: una vez, paseando por Granada, me encontré con un graffiti que interpelaba con la frase “pregúntate sobre tus miedos”. Me parece de una gran sabiduría, porque se trata de sostener la pregunta cuando todo empuja a inventar respuestas, aunque a veces resulten incluso enloquecedoras. Ya Pizarnik se preguntaba en el verso de un poema: la jaula se ha vuelto pájaro / qué haré con el miedo, que entiendo implica un paso posterior. Pero frente a lo inédito de lo que estamos atravesando –al menos para nuestra generación y las posteriores– creo que poder ubicar algo en relación a los miedos que se despiertan permite darle un cierto borde a lo que se presenta de manera absolutamente desconocida y aterradora. Entonces, ¿qué haremos con esos miedos? ¿Los vamos a utilizar para transformar al otro en un potencial enemigo, para cacerolear, para ensimismarnos, para propagarlo mediante cadenas y noticias falsas, para desabastecer supermercados y farmacias con la compra compulsiva de papel higiénico y alcohol en gel? Preguntarse sobre los propios miedos nos sitúa en un abismo, pero sólo desde allí podremos asumir la responsabilidad de lo que tememos e intentar modos de cuidado hacia uno mismo y hacia el otro.

¿Existe en este contexto la posibilidad de solidificar lazos comunitarios? ¿Podrían fortalecerse los proyectos colectivos? ¿Crees que (y esto es una idea que circuló mucho en las redes) podremos hacer carne de la responsabilidad que implica la empatía y dejar de lado el individualismo tan presente en esta época?

Sí y no. A veces me invade un escepticismo propio de esa vida adulta tediosa y resignada que Radiohead plasmó con maestría en Fitter happier, sobre todo cuando veo colas de autos interminables para irse de vacaciones un fin de semana largo a la costa o cuando aparecen noticias de vecinos discriminados en sus edificios por trabajar en el área de salud. En esos momentos siento, honestamente, que estamos perdidos, y que bien nos haría que cayera el meteorito de una buena vez. Pero también están quienes apoyan y difunden a los pequeños negocios, quienes resisten en la tempestad apostando a lo colectivo, quienes se ofrecen para asistir a adultos mayores o te leen poemas de Rilke por Whatsapp cuando estás atravesando un ataque de angustia (un beso para Maite). Ahí recobro, no las esperanzas –una vez escuché a Luis Zamora hablar sobre la pasividad que implica la esperanza y lo tomé como una enseñanza vital– sino la voluntad para creer que todavía es posible transformarlo todo. Lo revolucionario suena pretencioso si no comprendemos que comienza con pequeños actos cotidianos. Y esos son los que posibilitan solidificar lazos comunitarios y fortalecer los proyectos colectivos cuando todo nos empuja a ensimismarnos y alienarnos, al punto de creer que una médica es la enemiga y que el mejor plan para la cuarentena es irse a Pinamar a surfear. Y sí, es parte de los efectos del individualismo de la época que estamos atravesando. Por supuesto que nos prefieren asustados, domesticados, aislados. Pero no olvidemos que, previo a la pandemia, el mundo se estaba encendiendo al calor de varias rebeliones populares. La pregunta que me surge, en este contexto, es: ¿podremos dar respuestas singulares que a su vez impacten en lo colectivo? Singulares, no individuales. De eso se trata, de alguna manera, la responsabilidad. Aprovecho el espacio y recomiendo la pizza del bar histórico Roma –que reabrió sus puertas en plena gestación de la pandemia–; la comida italiana y deliciosa de Musetta que comenzó a funcionar con delivery; los libros de Otras orillas, Arcadia, Legenda o cualquier otra librería independiente de tu barrio; las picadas de La Paz arriba; los talleres virtuales de poetas y escritores como Javier Galarza, María Malusardi, Natalia Litvinova o quienes les caiga mejor en gracia y transferencia. Son mis recomendaciones, cada uno tendrá las suyas, y son todas válidas si se trata de sostener lazos y construir desde lo colectivo.

¿Crees que las mujeres/femineidades nos vemos afectadas de una manera particular por la cuarentena, dada la histórica asignación de tareas domésticas y de cuidado?

Sin dudas. Hay efectos visibles en el aumento de femicidios y violencia de género que se produjo desde que comenzó la cuarentena, básicamente porque el hogar es el lugar de mayor peligrosidad y hay una convivencia obligatoria con los abusadores, violentos y potenciales femicidas. Y hay otros efectos menos visibles, más silenciados, que implican justamente lo que mencionás, las tareas domésticas y de cuidado que recaen sobre las mujeres y que en este contexto se amplifican hasta ser completamente abrumadoras. Hace unos días mencionaba que en la cola del supermercado de pronto me vi rodeada de varones que no respetaban el distanciamiento social. Parece anecdótico, podría sonar como una generalización, si no fuera porque hace tiempo muchas feministas han estudiado y trabajado la dificultad que tienen los varones para ejercer el cuidado, hacia sí mismos y hacia los otros. Me atrevo a afirmar que en la mayoría de los hogares, sobre todo si nos alejamos de nuestro epicentro socioeconómico donde ciertas consignas del feminismo tienen mayor y mejor recepción, todavía se sostiene que el varón que cambia un pañal está ayudando en lugar de asumir que está ejerciendo su paternidad. Creo que tenemos que estar fuertemente advertidas y continuar tejiendo lazos que nos acerquen a quienes están en situación de peligro, maternando solas, padeciendo violencia, transitando un embarazo no deseado, lidiando con el desespero económico y tantas otras situaciones, mientras seguimos exigiendo medidas que contemplen y acompañen este riesgo extra al que estamos expuestas por ser mujeres/travestis/trans/no binaries: nos están matando más que el virus.

“El arte y la poesía pueden tener un rol fundamental siempre que sostengan su espíritu de mantenernos despiertos, críticos, lanzados a cambiar la vida. Y esas coordenadas nunca pueden estar en sintonía con el consumo, con el mandato, con las imposiciones”.



¿Ves que el arte pueda tener un rol en medio de la emergencia? ¿Puede la poesía ser un salvoconducto?

Para mí la poesía no es un lugar apacible, sino más bien inquietante. Aun así no deja de ser refugio. Vale también para el arte en cualquiera de sus manifestaciones. Tengo un amigo artista que ha dedicado gran parte de su cuarentena a pintar desaforadamente, hasta incluso en azulejos cuando se quedó sin bastidores, y me parece admirable. También han proliferado las historias de aquellos que han aprovechado las pestes o las guerras para producir grandes obras. Pero también hubo una Virginia Woolf sumida en la desesperación, imposibilitada de escribir una sola palabra, lidiando con las voces alucinadas y el sonido de las bombas cayendo sobre Londres. Entonces las situaciones de urgencia, sean personales o colectivas, pueden situarnos también en la parálisis y la desolación, y celebro que haya quienes puedan ofrecernos la poesía y el arte como lugares donde encontrar cierto cobijo, pero también me resisto al mandato de productividad que nos imponen desde que comenzó el aislamiento. Porque no se trata sólo de producir sino también de una idea del aprovechamiento del tiempo, como si fuesen vacaciones, tiempo libre, ocio a disposición. La angustia y la ansiedad pueden imposibilitar, o al menos dificultar, la lectura por placer, la escritura, el hacer todo eso pendiente que la cotidianeidad de nuestras vidas también nos lo impide. Así que pienso que el arte y la poesía pueden tener un rol fundamental siempre que sostengan su espíritu de mantenernos despiertos, críticos, lanzados a cambiar la vida. Y esas coordenadas nunca pueden estar en sintonía con el consumo, con el mandato, con las imposiciones. Para mí es suficiente poder abrir al azar un libro de Pessoa de vez en cuando y sentir que me habla, o haber descubierto que la música de Agnes Obel me aquieta, o escribirle un pequeño poema a mi sobrino imaginando que alguna vez podré leérselo antes de ir a dormir. Pero son instantes, momentos, tan fundamentales como escasos. El resto del tiempo oscilo entre el “sólo por hoy” hippie y el “no hay futuro” punk, ambos igualmente ciertos. El resto del tiempo, básicamente, hago lo que puedo, y eso incluye que a veces el refugio lo encuentre en la posibilidad de entretenerme con una serie intrascendente o pasando un trapo con lavandina por el piso de mi casa por decimoctava vez en el día.

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