Monoimi es el tercer y último libro del escritor y periodista Leandro Diego. Publicado por Añosluz en 2020, se trata de un poema narrativo envuelto en la atmósfera de los ’90, con su desazón y su impotencia.
Por Laura Bravo. Fotos Romina Guarda
Monoimi, de Leandro Diego, es un poema narrativo, un género antiguo que permite atravesar de historia ese todo inasequible que es la poesía. El escenario al que accedemos es una periferia urbana devastada, resultante del menemismo de los ’90. Estos héroes o antihéroes podrían ser los excluidos del neoliberalismo, quizás no solo desde la perspectiva socioeconómica sino desde la incapacidad de concitar el interés de las pantallas.
La atmósfera que envuelve a estos outsiders está poblada de referencias del campo de la cultura en su sentido más amplio, desde las literarias hasta las mass-mediáticas. Asegura Leandro Diego que: “hay razones personales para elegir los ’90 pero no sé si las tengo manifestadas en la conciencia directa, lo que puedo decir es que siempre ejercieron sobre mí una fascinación”.
El clima que predomina es la desazón, la impotencia; podría tratarse de una caída si hubiera un sitio al cual caer en lugar de ese vacío que se amplifica ante la mención de marcas como Bagley, Benson and Hedges o Shell. Es oportuno recordar que, si bien los medios de comunicación masiva tuvieron su estallido en los ’80 en Argentina, los ’90 se caracterizaron por esa promesa de identidades construidas en torno a elecciones de consumo.
Señala el autor el impacto que esto tuvo en generaciones como la de sus padres, “una generación golpeada que vivió los ’70, llegó cansada a los ’90 y esto fue, desde lo cultural, el efecto final”. Agrega: “el mundo de la TV y los medios terminó de matar aquello en lo que habían creído, todo se transformó en un show business”.
“En los ’90 hubo una sincronía de eventos que la hacen particular, como los inicios del cable, la tele sin pausas, el contenido premium y ciertos avances tecnológicos que, mal usados, generaban cosas raras. Mirás hoy la TV de los ’90 y es increíble que hayamos sido criados bajo el influjo de ese tipo de espectáculos”.
Respecto a su propia condición de espectador en ese tiempo, destaca: “la afición personal e intelectual que siento por los ’90 puede llegar a ser una ilusión subjetiva. De todos modos me parece que en los ’90 hubo una sincronía de eventos que la hacen particular, como los inicios del cable, la tele sin pausas, el contenido premium y ciertos avances tecnológicos que, mal usados, generaban cosas raras. Mirás hoy la TV de los ’90 y es increíble que hayamos sido criados bajo el influjo de ese tipo de espectáculos”.
Monoimi abunda en reflexiones y citas heterogéneas acerca de la literatura y sus prácticas. No es un pensamiento jactancioso ni didáctico sino una filtración constante que va desde el epígrafe de Libertella hasta el Tao, si se entiende a la escritura como camino, proceso e incluso como una forma de espiritualidad. Podríamos mencionar el recurso de la elipsis como descriptor de una situación, un mantra que resuena a partir del axioma: primero publicar, después escribir. Además la presencia de la Cultura en mayúsculas como si fuera una entidad, una persona, por ende una máscara.
El lenguaje como un virus escribe Diego. La comparación viral remite a Burroughs, a la partícula semiótica que invade el cuerpo donde se hospeda para crear más de sí misma, para diseminarse mediante esa proliferación que recorre de manera silenciosa el poemario a través del big bang, de fractales, de la abundancia de perdedores sarcásticos: los infiernados, los dolientes, los que llevan nombre, no más que cuerpos en la cuadra, en el ghetto, en el barrio.
De igual modo, esa aparente precariedad no les impide ser ácidos, cuestionar el contexto, preguntarse acerca de la Historia o del reemplazo de un paradigma por otro. “Los personajes tienen un chiste interno”, aclara Diego, “salvo Darlith que es la única voz que habla de verdad, que dice lo que quiere decir, es una entidad que dejaría fuera de esas contradicciones porque no tiene cuerpo, no tiene vida civil, es como un espíritu que estandapea”. Desde el monoimi lector, es mejor rehuir a las verdades y concebir a Darlith como un off más distante pero no libre de ironía, una especie de coro griego inescindible de la palabra del poeta.
El cuaderno Moleskine donde escribe el protagonista es una bitácora, un diario de campo, el estudio de ese uno en ese Universo, un registro de época que se nutre tanto de lo que se supone profundo como de lo que se sabe banal. “Diario de campo como campo de batalla” propone. “Me interesaba que el tipo que está curtiendo su monoimi escriba y observe, que lo haga con la libertad de escribir para no publicar. La idea de introducir la marca Moleskine, con el copyright, era convertir también esa postura en chiste, la imagen del escritor agazapado en la trinchera escribiendo acerca del asco de la sociedad y la cultura, como Enrique Symns o como Rodolfo Fogwill en su momento, pero preocupado por ese cuaderno que cuesta un huevo. Señalar que la postura ideológica a veces está matizada de esas pelotudeces. Como decía Bukowski: escribí en la servilleta del bar”. Amplía: “Ese chiste soy yo que voy del asco y la crítica de no querer participar de nada que tenga que ver con la contemporaneidad a la imperiosa necesidad de entrar en ella y decir algo que retumbe”.
“La idea de introducir la marca Molesquine era convertir también esa postura en chiste, la imagen del escritor agazapado en la trinchera escribiendo acerca del asco de la sociedad y la cultura pero preocupado por ese cuaderno que cuesta un huevo. Señalar que la postura ideológica a veces está matizada de esas pelotudeces”.
La palabra japonesa monoimi designa un ejercicio de purificación de la polución que nos ensucia. Consiste en el lavado del cuerpo, a fin de eliminar el polvo contaminante tanto físico como espiritual que se potencia en una abstinencia del alboroto popular de las calles. Maurice Blanchot lo connota como un ascetismo, una distancia del mundo que propicia la creación. No obstante, como práctica ritual, el monoimi es una fase en la preparación para grandes festivales religiosos, se sale del ruido del mundo para retornar a él en otra condición, se depura un sitio, la sangre, el vientre, para volver a llenarlo de alegría y de fiesta.
“Al concepto lo fui desmenuzando sobre el final de la obra, lo usé en el sentido que le da Blanchot”, explica el autor, “la reclusión, encerrarse, no recibir cartas ni noticias, no contactarse con nadie para purificar la energía, en ese momento desconocía lo demás. A raíz de haber entendido esto de la purga para bienvenir el encuentro con los dioses en la fiesta, se me abrieron disparadores para futuros proyectos. Monoimi es el libro que sale de mi hartazgo y del cansancio de cinco años en los que estuve conflictuado sin saber si iba a seguir escribiendo o si iba a buscar otra forma de expresión artística”.
Uno de los hallazgos de Monoimi es que la poética no se evapora en el sostenimiento de la estructura sino que, hasta el último aliento, la reflexión, la historia y el poema se acompañan sin invasión, sin que uno de esos reflujos se trague al otro excepto para empaparlo de nuevos simbolismos y representaciones.
La administración de los silencios abre ranuras en el poemario, crea momentos en que esa mirada al exterior se vuelve palpable. Ese afuera es tan amargo y tan deseable como toda encrucijada espacio-temporal a la que un escritor le confiere su pertenencia real o simbólica, por lo menos por el lapso que dura la producción de un libro. Pero emergen paradojas, el uso de vocablos como smartivi o pseudo consignas al estilo de: Je Suis Panaméricaine sugieren saltos temporales, refieren una reflexión desde la actualidad, un narrador / poeta / testigo escurridizo pero ubicable porque nadie, ni en su monoimi, escapa tan lejos de las discusiones que lo circundan.
Monoimi
Leandro Diego
añosluz