El Pregonero

Messi: El fin de una simbología cultural


Por Marvel Aguilera.

Leo se fue del Barça, y parece irreal. No solo por lo acostumbrados que estábamos a verlo jugar con los colores del equipo culé sino porque sentimos que hay algo que se termina también en nosotros. Un fino hilo que nos unía con una era en la que el disfrute era mayor, en donde aún resistían los potreros de fútbol en las plazas y empezaban a aparecer las camisetas truchas del pulga en la espalda de alguno de lxs pibitxs del barrio. En donde las redes sociales estaban en gateras, lxs amigxs no se medían por números y el fútbol distaba de ser el engranaje mercadotécnico que es hoy. Un tiempo en el que ver a Messi los sábados por la tarde pasaba a ser parte de un argentinismo, una criollada tan natural como tomar mate en familia o hacer un asado el domingo al mediodía.

Leo llora y se limpia con un pañuelo descartable en su despedida. Agacha la vista. La emoción traspasa la pantalla. Y nosotros parecemos no poder evitar acompañarlo. ¿Por qué nos importa tanto que se vaya del club catalán? ¿Acaso no vamos a seguir viéndolo en su nuevo destino? ¿Qué cambia? Nos impacta porque lo que se pierde es otra cosa, una identidad a la que nos aferrábamos, un sentimiento de pertenencia latente que se rompe, un lapso en donde irrumpe una nostalgia propia del neoliberalismo, aquella que nos envuelve con los años en los que crecimos a la vera de las maravillas del astro rosarino. En donde volvíamos de la facultad y veíamos en el bondi sus goles. En la que Messi pasó a ser un tema de café. En la que nos emocionábamos con el Barça como si fuera nuestro equipo de barrio. ¿Hay alguna persona con la que no hayamos hablado para bien o para mal de Messi alguna vez? ¿Cuándo es que la ciudad ibérica a orillas del Mar Mediterráneo se volvió tan importante y casi un punto de visita obligado si pisábamos Europa?

Leo habla bajito y con tono apagado. Nunca fue ese líder retórico tan propio de las figuras históricas de nuestra patria. No es el estereotipo argentino que tienen los extranjeros de nosotros, su argentinidad es más real, es cotidiana: la del pibe familiero, que sale en grupo de amigues, casado con su novia de infancia, tímido pero calentón. Messi habla con sus dribleos, con sus goles de tiro libre, con su manera de entender el juego en un toque, en una pausa, pero no todo en él es técnico. Nunca fue como Cristiano o Zidane. Hay algo en Messi que emana cercanía, hermandad, un afecto natural al verlo. “Miro a Messi y me hace reír, es un estupendo futbolista que sigue siendo como un niño”, dijo una vez el mítico Johan Cruyff y algo de eso en él todavía perdura. Un niño que poco a poco está dejando de jugar, y que pelea por aquello que el tiempo y los dueños de la pelota le quieren arrebatar.

Leo ya no está en Barcelona y lo que vemos es aquello que tal vez nos negábamos a advertir, el detrás de escena que se hace protagonista; un mundo en donde el negocio es explícito, pornográfico; en donde los jeques árabes arman equipos como si jugaran a la Play y los aparatos tecnológicos son los que autorizan cuándo uno debe gritar los goles. Lo que envejece es una generación que vivió de cerca los progresos sociales y políticos de mediados de los 2000, que confió en la militancia, y que ahora se ve limitada por la opresión de un clima liberal, el azuze de los medios corporativos contra la ideología y una pandemia que ha dejado estragos económicos y psíquicos con los que aún debemos lidiar. El presente se nubla a efectos de rememorar un pasado reciente. Se transforma en una masa líquida imposible de aprehender, imposible de disfrutar, de gozar, de compartir.

En tiempos de plenas hegemonías globalizadoras, de formas asfixiantes de homogeneización que son aceptadas y potenciadas por voluntad propia, el fin de la era Messi es el pequeño y efímero espejo donde vemos, quizás, aquella falta de alternativa de la que nos hablaba Mark Fisher; una anomia social, una parálisis en donde somos espectadores de cómo aquello que se asociaba a una parte de nuestra memoria más íntima se pierde. Messi, el crack argentino, también es reemplazable en la lógica de un mercado totalitario, que lejos de haberse morigerado con la pandemia, parece tomar forma para establecer un tiempo de efectismo puro, sin concesiones, en donde ni siquiera el talento en su máxima expresión puede anteponerse a la racionalidad positivista de la vida actual.


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