Por Marvel Aguilera. Fotos Sebastian Barcia
Jauretche decía que la disputa por el poder se da en el campo superestructural, en la crítica de la cultura que fomentan las élites, hacia ese lenguaje correctivo y moralizante que destilan hipócritamente los medios masivos de comunicación. La cultura popular surge en los vestigios, en los pasillos del los barrios, en el agite de las murgas en las plazas, en los goles del Diego entrando por un televisor hecho mierda.
El llanto por Pelusa es una expresión de empatía que trasciende lo futbolístico. No pasa por la pelota. Es el vínculo desde las raíces compartidas, una militancia silvestre que excede lo partidario y que reclama formar parte del escenario público. Maradona simbolizó ese clamor popular. La fuerza de lxs morochxs. Diego es el populismo: son los lazos, las ollas y comedores solidarios; las manifestaciones, la hinchada vitoreando, el aguante; las imágenes que rechazan los liberales en su afán individualista y clasista.
El tránsito de Maradona por el mundo llevó consigo al pibe de Fiorito, sin una exaltación demagoga, sino en una continuidad impregnada en sus acciones, en cada declaración, en cada frase “maradoniana”, en cada acto de rebeldía. Muchos futbolistas salieron de barrios humildes, de villas del conurbano, pero Diego hacia de sus orígenes una convicción, su ideología. Los últimos años no cambiaron eso. Por contrario, Diego elegía desafiarse, aún cuando no le hacía falta, aún cuando ya era un mito en vida. Esa misma impronta de coraje que mostraba contra Bélgica en el Mundial de México era la que perseguía fuera del fútbol: una patriada permanente, contra el Alca o contra el “Cartonero Baez”, contra el periodismo policial o la FIFA de Blatter.
Diego como representación de las mayorías populares, termina funcionando como un análisis introspectivo de la moral social. Hace saltar la ficha. Desvela las falsedades. Muestra los hilos de esa corrección política que baja desde la hegemonía imperante. De quienes solo lo bancan como futbolista. De quienes no aceptan su gloria por “haber hecho trampa”. De quienes manifiestan su racismo y aporofobia en la bronca de que un “negro” haya triunfado y nos haya puesto en boca del mundo entero.
No es una contradicción que Maradona sea el ídolo del pueblo trabajador. Por contrario. El tipo que expuso su cuerpo hasta el limite muestra una analogía exacta con quienes se “rompen el lomo” cada día en país que salta de crisis en crisis. El deportista de los tobillos inflados que se infiltra para alimentar de alegría al pueblo argentino (una vez más, hasta que el arbitro pite o una enfermera gringa le corte las piernas) muestra una esencia de la resistencia argentina a los gobiernos neoliberales, a la asfixia del mercado, a la represión policial en las calles. También el que necesita de los excesos del finde para soportar la realidad. El técnico, vapuleado por los malos resultados, que sin embargo es reconocido por cada jugador a quien ha dirigido, por una labor dedicada y minuciosa, por el habla y la escucha, por ceder una porción de su experiencia invaluable. Lejos del póster de intocable, así trabajó Diego, apostando su prestigio, al límite, peleándola en el barro como lo ha hecho en tantos partidos del fútbol argentino, en terrenos carcomidos, como en esa postal eternizada con la casaca xeneixe.
El más humano de los dioses, se repite en palabras de muchos. Probablemente la partida de Diego también signifique el cierre de una Argentina, la que mateaba en la vereda hoy controlada por cámaras de seguridad, la que peloteaba en los potreros hoy privatizados para levantar torres. Es factible que la libertad que Diego supo proyectar dentro y fuera de la cancha haya hecho sentir a los sectores populares parte de esa independencia, un respiro entre tan injusticia; una posibilidad en un mundo cada vez menos vivible, un éxito en una lotería donde siempre ganan los mismos. Diego es la infancia de muchos, de los que lo vieron jugar en sus mejores años, pero también la de una Argentina que soñó en grande y pensó en que era posible, aunque sea una vez, ganarles a los poderosos, por más que fuera con la mano de dios.