Pintor y militante, artista emergente. De Sarandí a Ezpeleta, Guerresi se construye a partir de los efectos del barrio, de realidades invisibilizadas y trasfondos materiales que brotan entre terrenos baldíos, soledades melancólicas e infancias en tensión.
Por Marvel Aguilera. Fotos: Eloy Rodríguez Tale.
Es un sábado pasado el mediodía, y bordeamos el camino del boliche El Bosque, con una explanada del otro lado, repleta de juegos mecánicos, carpas y un terreno magro que crece silvestre en medio de artefactos varios. Un contraste de lujos y desidias se extiende por unos cuantos metros. Adentrándonos en Ezpeleta, en el partido de Quilmes, Emiliano está parado en una esquina próxima a una estación de servicio. Las supuestas dificultades de cerrar una nota en el conurbano parecen disiparse y exponer, en todo caso, a una ciudad porteña que da la espalda a la conexión con la población obrera que cada semana se transporta hacia el summum urbano de Buenos Aires.
Mientras el barrio se hace mella en el horizonte, Emiliano nos habla de esa cotidianidad que transpiran las calles que transitamos. De los motores mudos en medio del pavimento. De la carencia de centros culturales que empujan a inquietudes móviles. De las variantes de la noción de inseguridad. De las parrillitas escondidas en patios de vecinos. Caminando entre casas bajas y un clima húmedo que clarea grises alrededor de nuestro andar, Guerresi cuenta que empezó la serie con sus tapas en 2018, en un momento donde sintió que se quedaba limitado con el soporte tradicional. En ese interregno estético, miró a su derredor: las calles, los objetos, los restos. Así encontró el formato de las tapas de pintura: un modelo circular que expresaba una escena más intimista. En esas obras, como por ejemplo “Las venas abiertas de Montechingolo”, se repetía una concepción, el sujeto suburbano.
Las figuras de los chicos en sus cuadros aparecieron rápidamente. Una puesta influenciada por el cine, en películas como Crónica de un niño solo de Leonardo Favio y Quién puede matar a un niño del ibérico Narciso Ibáñez Serrador. Largometrajes que hablan del desamparo de los más pequeños, pero también de lo que ellos están dispuestos a hacer frente al imperio del mundo adulto.
“Me interpela mucho el conurbano y los escenarios con los que me cruzo diariamente. Tiene algo de partir desde ahí para construir un relato propio. Estos chicos te los podés cruzar por acá. Parto de esa realidad para terminar construyendo un relato propio. No sé si ideal, porque no creo que lo sea, pero sí con cierta melancolía. Una carga de melancolía, introspección y algo reforzado que sumo con los pañuelitos piqueteros y las sonrisas dibujadas. La idea de no saber qué hay del otro lado. Y si bien es muy melancólica la escena, hay una idea de que va a pasar algo. No es un regodeo de la melancolía, hay algo más”, comenta.
“Me interpela mucho el conurbano y los escenarios con los que me cruzo diariamente. Tiene algo de partir desde ahí para construir un relato propio. Estos chicos te los podés cruzar por acá. Parto de esa realidad para terminar construyendo un relato propio”.
Nieto de un abuelo que fue peón golondrina hasta ser empleado del frigorífico “La Negra” en Avellaneda, el árbol familiar de Guerresi da cuenta de un padre nacido en La Plata y una madre proveniente del barrio San José, en Almirante Brown. Condiciones sociales dispares que marcaron esa doble mirada del pintor a la hora de concebir su identidad y plasmar también un relato de esa realidad que conoció a lo largo de sus años. El pintor recuerda el desarrollo de Sarandí, el barrio que lo vio crecer, y que tuvo su impacto a partir de la instauración del supermercado Coto, que implicó un cambio de paradigma de una localidad industrial que fue mermando. Un desmoronamiento que empezó con la dictadura cívico militar y culminó con la década menemista.
La militancia fue un factor determinante de la formación. Ya en la FADU de la Universidad de Buenos Aires, conoció el anarquismo. Una variante ideológica que pregnaba mucho tras el deterioro del Estado por las políticas neoliberales, en una juventud que comenzaba a ver en la política una herramienta, ya no de resistencia, sino de transformación de las condiciones de producción económica y social. Las diferencias en el análisis geopolítico y una concepción centrada en un principio “antitodo”, fueron corriendo su mirada hacia un espacio de mayor raigambre peronista.
“En ese momento en la organización en la que estaba había una diferencia fuerte respecto del proceso bolivariano, en Venezuela. Y yo entendí que había que empezar a valorar esos procesos que se daban en nuestro continente. Hubo un acercamiento con algunos ex Montoneros, con [Roberto] Perdía, con [Carlos] Aznares, el director de Resumen Latinoamericano. Y eso implicó una lectura de los años setenta, y un acercamiento a un peronismo más de izquierda o nacional revolucionario (…) teníamos muchos acercamientos a organizaciones más de corte autonomista. Laburé mucho en “Resumen”, le hicimos un cambio de imagen porque era un diario muy tradicional. Después me alejé por cuestiones de tiempo, de encontrar un lugar donde uno puede aportar”.
Emiliano explica que hoy la pintura y la militancia confluyen en su forma de expresión. Desde la revista Resistencias, que canaliza la lucha de las organizaciones sociales. Esas resistencias culturales, sociales, ambientales, productivas. Un espacio de militancia, trabajo y periodismo que pone en perspectiva ese modelo alternativo, desde bases sociales, que viene emergiendo como representación de los sectores populares.
Contaste que empezaste en las artes plásticas de chico con las historietas, pero qué te llevó a querer meterte en ese mundo.
Todos cuando somos chicos dibujamos. Yo me la pasaba dibujando, me tenían que sacar la hoja. Y tuve la suerte de que mis viejos me apoyaron en eso, en alimentarlo. En ese momento me gustaba mucho la historieta, y me anoté. Pero era mucha anatomía, cuestiones técnicas que lo hacían muy pesado. Fui cinco meses. Y justo en el mismo horario, quien fue mi profesora, daba dibujo. Eran artistas que se juntaron en Avellaneda, compraron un espacio y armaron un asociación. Yo veía que estaban con los caballetes cuando iba y me llamó la atención. Mi viejo habló con la profesora y ella le dijo que era para adolescentes y adultos, que le llevara algo mío. Y yo le llevé un retrato que había hecho de mi papá. Ahí me aceptó. Me acuerdo que había mucho dibujo infantil, cosas que inventaba. No eran naturalezas muertas, sino más de juego. Fui dos años con Ana Rascovski, hasta que quedó embarazada. Después seguí con un señor viejito que estaba, pero no tuve feeling. Pululé por un taller en San Telmo, con una vecina mía. Pero después volví con Ana. Me agarró a los nueve años y después de vuelta a los catorce, cuando ya empezaba a definirme a nivel imagen. Y ahí fue más formativo. Hice mucho modelo vivo. Ella se fue a vivir al sur y después no pude hacer más hasta 2016, con Diego Perrota. Pero ahí ya fui a buscar ese taller con otra mirada, porque Diego es un artista que está más metido en el mundo del arte, tiene una producción, un recorrido. Y quería tener esa mirada de alguien que se dedica de manera consciente. Empecé a aprender la parte más profesional, de que no era solo un hobby sino un laburo.
¿Qué buscabas plasmar a través de las artes plásticas?
Son inquietudes. Materializar esas imágenes que se construyen en la cabeza, a partir de referencias que observo. Ahora tengo una obsesión importante con los terrenos baldíos. Miro eso y me imagino un contexto para una escena que no existe. Necesito construirla para una imagen. Es una obsesión momentánea, hasta que terminás la pintura. Es decir, “tengo esta imagen y la tengo que bajar”. Es un impulso. En mi caso, boceto mucho con digital, pero lo que tiene la pintura de mágico es que si bien la predeterminás con Photoshop, la pintura te condiciona para bien. Aparecen cosas que uno no controla, pero están buenas. Y funcionan. Termina siendo bastante distinto a lo que construiste. Yo lo que le doy es un margen para que no sea tal cual, sino algo que me sorprenda a mí mismo cuando la construyo.
¿A qué hace referencia la gama de colores que usás? Se observan muchos tonos anaranjados, de atardeceres.
Me gusta esa tonalidad de amanecer y atardecer. Es un gusto porque haya ese clima, ese ambiente. De hecho, a veces me digo “voy a salir de esa gama”. Y salgo un poco, con celeste. Lo que pasa es que parto de una base con las tapitas: las lijo, pongo plasticola, papel de obra, y las barnizo. El soporte es blanco, y lo que hago es ponerle un ocre que les de un color amarillento. Parto de esa base y lo que le agrego después conserva ese tono. El uso de ese color refuerza la noción más nostálgica, melancólica. Es una paleta de colores que me gusta. Si fuera en otra paleta, no sé si lograría ese clima de calidez que me interesa.
¿Qué primer análisis hiciste del mundo de las artes plásticas cuando empezaste a sumergirte más a pleno?
Cuando me sumé al taller de Perrota lo que buscaba era esto de pensar la pintura como un recorrido. En los talleres que yo había participado era hacer esto o aquello pero no había una conexión entre sí, era más disperso. Y yo venía mucho así, me obsesionaba con una idea y después iba a otra. Entonces empecé a notar eso.
¿Cómo definirías el laburo de Diego Perrota?
Es un artista visual surgido en los noventa. Labura mucho con la cuestión de las religiones, con cierta figuración de los pueblos originarios de Latinoamérica, con temáticas sobre la dualidad del bien y el mal, la muerte, lo monstruoso. Yo había visto algo del material de él, no es que era un seguidor. Pero miré un video y me interesó eso del análisis de la obra propia que planteaba. Pensarla como un recorrido, no por ir rápido, sino de verse en la obra. “Estoy acá, qué puede desarrollar, qué puedo explorar”, y después pasar a otro lado. Ahí, en ese taller, venía haciendo pinturas grandes, y él me dijo de explorar el formato chico. Lo grande me estresaba un poco, no tenía tiempo y era una lucha. Te genera ansiedad y te frustrás. Entonces me metí en lo chico y eso me permitió algo más de relato, de escenas influenciadas por el conurbano. El taller con Diego me abrió muchas posibilidades.
En esa época laburaba de delivery y paseaba perros, estaba todo el tiempo en la calle. Pero con eso me empecé a encontrar con el barrio, porque en ese momento no prestaba mucha atención a escenas o a lugares, y me encontré con una belleza, si se quiere. Esquinas o cosas que me parecían poéticas, colectivos escolares estacionados con cierta vegetación de abandono. Escenas muy realistas que yo empezaba a transformar: con personajes, con perros. Partía de esa imagen real pero la transformaba. Jugar con las ausencias, con las presencias. Eso me abrió la cabeza, de entender el formato de uno.
¿Te sentías un sapo de otro pozo por estar laburando de delivery y formar parte de un espectro artístico muy ligado a sectores más acomodados?
Sí, obviamente lo sentís. Ahora lo estoy laburando también, el no sentirme así. El hecho de ir a un taller en Capital y ser el único que va desde el conurbano. No pensarlo como algo exótico, porque hoy existe el problema de pensar al conurbano así, como algo bizarro. Yo me acuerdo que terminaba de laburar, de pasear perros, y me ponía a pintar. Era una etapa muy productiva. Pero a la vez era como una militancia, un hacerme cargo. Eso de querer mostrar algo que no se está laburando. Hay artistas en el conurbano y se nota cuando se hace algo, pero tampoco es que tienen tanta visibilidad. Estás de delivery y pintás, y la gente se imagina algo con eso. Le das una tarjeta y te miran de otra forma, “ah, sos artista”. Ese 2016 me encontré con mi imagen.
Hablabas de que había algo de “militancia” en el acto de pintar, ¿qué conexión encontrás ahí?
No se si militancia es la palabra, pero sí una resistencia. Es decir, estás tan lejos de donde pasan las cosas que tiene otro gustito hacerlo. Me acuerdo que quedé en el Salón Nacional con una pintura, una chiquita en un lugar lleno de grandes cuadros hegemónicos, con una temática que no se suele ver en esos lugares. Eso tenía una cosa de orgullo. Es militancia en el sentido de que aun pertenezco acá, y la peleo desde acá. Organizarse para ir a un taller a Capital, hacer muestras para conocer artistas, vincularse. Porque cuando estás lejos es difícil. Te tenés que organizar, y ahí viene la cuestión militante. Me organizo, voy, y me vinculo.
“Es militancia en el sentido de que aun pertenezco acá, y la peleo desde acá. Organizarse para ir a un taller a capital, hacer muestras para conocer artistas, vincularse. Porque cuando estás lejos es difícil. Te tenés que organizar, y ahí viene la cuestión militante. Me organizo, voy, y me vinculo”.
¿Se puede escapar, siendo un artistas emergente, de esa legitimación que parecen tener las industrias más hegemónicas a través de espacios como ArteBA o el C.C. Recoleta?
No es algo que tenga tan en claro aún. Hay mucho de moda. Si bien son espacios que legitiman, en los ochenta legitimaban determinados espacios, en los sesenta era lo que pasaba en el Di Tella, en los noventa otros. Lo importante es centrarse en el laburo de uno, ser coherente con eso. No por querer estar en tal lado, tener que hacer algo. Es estar con lo que uno quiere expresar y lo interpela. Sí, como en mi caso, cuando tenés otro laburo y tu trabajo artístico te limita, los premios son importantes. Lo digo en el sentido económico. Son fuentes de financiamiento que tiene el artista hoy en día para poder seguir desarrollando obras. Las becas, las residencias, y todos esos espacios a los que uno va después afinando a cuáles va o se presenta.
¿Los bancos son los nuevos mecenas hoy?
Sí, hoy en día ya no está más la figura del mecenas. La persona con plata que apoyaba a un artista. Hay determinados círculos de retroalimentación que posicionan a determinados artistas. Tal vez peco de hablar a boca de jarra, pero no creo que haya una intención de posicionar a determinados artistas, como fue en algún momento con Warhol para transmitir una idea de producción cultural. No sé si está tan pensado maquivélicamente eso de poner una corriente artística. No lo veo tan así.
¿Cuáles son los artistas que hoy están transmitiendo algo que te parezca relevante?
Me gustan mucho los artistas que laburan con la pintura. Diego Ibáñez, que un artista de zona norte. Es docente de escuelas y me gusta su imagen: escenarios muy íntimos, en formato grande. Y esto de la reivindicación de la pintura a nivel material. En la Argentina hace un tiempo no había tanta pintura, por eso me llama la atención. Otro es Patricio Larrambebere, que labura mucho con un archivo personal. Tiene un grupo que se llama Agrupación Boletos Tipo Edmonson con el cual realiza todo un trabajo de revalorización de los Ferrocarriles Argentinos desde una perspectiva artística pero también política.. Una labor de recuperar a nivel visual las estaciones de trenes que quedaron aisladas en los noventa con las privatizaciones. Es algo performático donde se visualiza una restauración. Una labor comunitaria si se quiere. Y alguien que conozco hace poco, cuando participé en Figuritas, que es Julián Medina. Es del conurbano y vive ahora en San Telmo. Rescata imágenes fotográficas o de referencia. Es una búsqueda entre la figuración y lo abstracto.. Él armó una muestra en el 2021 en Santos Lugares, en un club de barrio, que duró un día. Son esas decisiones que se corren del formato lineal de exposición. Una muestra en un club me pareció interesante. No está mal que sea en una galería, pero me interesa ese diálogo con la pintura más allá de lo tradicional.
¿Sentís que hay una cuota de responsabilidad por poner en perspectiva eso que uno vive estando en un territorio como el conurbano, donde se visibiliza un poco más la desigualdad y la ausencia del Estado?
Quizás hace un tiempo sí. No se si inconscientemente. Tengo una pintura que se llama “Tu próximo ídolo o tu próximo gatillo fácil”. Es como una pregunta hacia el espectador. Y acá es como más marcada esa cuestión del compromiso, con la problemática del gatillo fácil o la lógica esa de aplaudir cuando el pibe de barrio es figura en un club, pero que si no hubiera tenido esa suerte de haber llegado, podría haber terminado así. Acá sí estaba eso de transmitir una problemática sin perder la noción poética del lenguaje: los escenarios, la figura en el centro. Pero lo que me pasaba con esta pintura es que sentía que se agotaba rápido. Empecé a entender eso como una limitante. No quería que se volviera panfletario. Lo que buscaba era una identificación con el contexto pero que diga algo más. Están los chicos solos, no hay adultos, y eso habla de una desprotección, ¿pero ahora qué van a hacer? No es solo un lamento, algo va a salir de eso. Están tomando una decisión. El personaje de los perros (protectores), que tiene una antorcha, refuerza esa idea de que el fuego puede destruir pero también ilumina. Están al acecho de una decisión, que no se sabe cuál. Se van a encontrar. Me interesa que no se agote rápido esa lectura, que si lo ve alguien del conurbano se sienta identificado con ese escenario, pero el que no es de acá, no se sienta limitado.