Piedra Libre

Perros que ladran | Cuento de Luis Alexis Leiva


Por Luis Alexis Leiva. Foto Dante Fernández

Este texto pertenece a su segundo libro de cuentos, Un barrio silencioso, publicado por Azulfrancia en 2019. Tiene publicados además una novela, Grietas, y otro libro de cuentos llamado Cuentos New Age.


La cumbia rebotaba en las paredes sin revoque. Se mezclaba en un vaho de olor a carbón apagado y achuras recalentadas. Las risas, con su olor a vino, se sumaban al cacarear de las mujeres. Voces gordas y cansadas por gritarles a esos niños llorones de lágrimas a boca abierta y tierra en las mejillas. Un gran alboroto que de tan agobiante y ensordecedor se volvía somnoliento.

Sentado en mi silla, con varias cervezas relajando mis músculos, trataba sin éxito de seguir una conversación que ya no recuerdo. En mi cuerpo se expandía esa modorra de la siesta y mi mente bostezaba de aburrimiento.

El perro no dejaba de ladrar al portón. Un ladrido ronco, fuerte. También lloraba o aullaba, o como sea que se diga cuando los perros hacen eso que hacen. De chico me decían: si el perro está llorando, la muerte va pasando.

Miré la hora y decidí irme porque la escena se estaba volviendo demasiado patética. Unos templaban la guitarra criolla, y otros dormían reposados contra alguna pared. En un susurro convencido me dije: Antes de terminar así, mejor me tomo el palo.

Las mujeres estaban preparando el mate, y tal vez solo por eso me quedé: por el mate. Que me ceben dos o tres mates, quizás menos; y esos pocos minutos fueron determinantes.

— ¡Julián! ¡Escuchá qué cumbia, papá! —Exclamaba Raúl, emocionado hasta las lágrimas, rojo de borracho. Con el dedo marcaba torpe y mal el compás de esa vieja canción.

Una y una a una, las luces de la luna te vas en esta noche a visitar…

Me abrazó, pegó su frente sudada a mi sien y disparó esa canción con su mente alcohólica atravesando mi cerebro. Me lo pude sacar de encima y entre risas, alguien se lo llevó.

Vamos a explicar bien esto: el ambiente no me era desconocido; estuve con ellos muchas veces antes y en estados etílicos peores. Pero en aquella ocasión una incomodidad irrefrenable me atacó. Tuve la urgencia de irme, como si temiera que ese vaho de sudor y vino tobara fueran lo último que mis sentidos viviesen.

Tratando de disimular mi malestar, entregué el mate vacío y me levanté para irme.

El perro lloraba recostado y sumiso lanzando sonidos tristes al viento. Indiferente a los pedidos de silencio. Un ruido ronco y fuerte desde la calle llamó su atención. De un salto se puso en pie y comenzó a ladrar enfurecido a la moto que se acercaba.

Una y una a una… una chica fue hacia el portón del patio. Otra mujer se llevó al perro para atarlo lejos. Yo, parado, con el bolso al hombro, observé. Los demás seguían en lo suyo. Bajé la vista y vi, entre la tierra y el pasto del patio, a una hormiga que parecía huir despavorida hacia su hormiguero

—Debe estar por llover. —pensé— Debería salir corriendo como la hormiga. Pero… ¿para escapar de qué?

A partir de acá el relato se me vuelve confuso, como un sueño. Los hechos se mezclan, y me voy de mí mismo para recordarlo.

El dueño de la moto habla con la chica en la vereda. Él habla fuerte, ella trata de calmarlo. Él está borracho hasta las muelas, ella histérica. Un NO de ella seguido del nombre. Un ¡eh! de él que entra de prepo en el patio. Avanza palmeando por arriba de su cabeza, festivo a destiempo. Nadie entiende su algarabía. Arenga en pos de la continuidad de la fiesta, patinándole la lengua y tambaleándose. Alguien corta la música.

Se sienten por toda la casa voces que lo invitan —sin cortesía —a retirarse del lugar. Él, envalentonado, vocifera insultos y pregunta con prepotencia por alguien que, al parecer, no está.

Hace reclamos sobre algún asunto inconcluso que viene a resolver con un fulano, y a su manera.

Los borrachos de la casa se paran dispuestos a discutir y a expulsar al intruso. Se mueven cual gorilas amenazantes a punto de pelearse por una hembra. Y hablando de las hembras: Julián las arrea hasta el interior de la casa junto con los niños. Mientras ellas siguen escupiendo insultos chillones desde las ventanas o a la distancia, Julián se acerca, con voluntad de mediador, a la montonera de cuerpos transpirados que comienzan a empujarse.

Una mezcla de bocas hediondas que al hablar escupen; camisas y remeras transpiradas de vino y cerveza. Todo es empujones e insultos que no entienden de razones, hasta que el borracho de la moto se empecina en agredir a Julián: Que qué te meté vo’, que quién mierda so’ vo’, te viá cagar a trompada, eh, puto… empujones, amagues, Julián aguanta y también amenaza, estira los brazos para separar y junta furia.

Las mujeres gritan espantadas por el diablo —o por los brillos de la muerte— al ver que uno de los hombres lleva un arma en su mano derecha caída al costado del cuerpo.

Gritos, empujones, alientos alcohólicos, cuerpos sudados, grasientos, y la voz del calzado que le dice casi al oído.

— ¿Lo quemo, loco? ¿lo quemo…? —Recién entonces, Julián se percata del arma y contesta:

— ¡Pará pelotudo! ¿Qué hacés con eso? ¡Largá, dame acá!y le quita el revolver sin problemas.

No se alcanza a acomodar y recibe un empujón. Reacciona y apunta con el revolver. Retrocede unos pasos. Todos se alarman, todos se tensionan. Julián amenaza con disparar si no se alejan. Ve que el tambor del revolver tiene una sola bala y está a dos gatilladas de ubicarse en el cañón. Ya no es solo el borracho de la moto, ahora también se suman dos o tres más. Se le acercan desafiantes, los tiene enfrente. Una sola bala. Gatilla clack, se asustan un poco pero vuelven. Julián retrocede gatillando clack al suelo para que la bala se ubique lista en el cañón. Apunta firme a la cara del motoquero borracho que no se amedrenta. Los otros dos siguen avanzando. Julián está rodeado; tres contra él y una sola bala.

—Disparo igual —me dije, volviendo en mí —y que todo se vaya a la concha de la lora. Me matan a palos, pero me llevo a uno.

Las mujeres gritan, los niños lloran, el perro llora y ladra, los hombres se amontonan. Los borrachos avanzan un paso, yo retrocedo otro. Con el arma en alto, la desesperación bullendo, los ojos apurados. No pienso. No pienso. Tomo firme el arma y me preparo, el ladrido del perro, mi dedo en el gatillo, presionando. Pongo el cañón en mi propia sien y ¡PAF!

Con el eco del disparo el cuerpo comienza a caer. La sangre y la masa encefálica se esparcen en el aire. El silencio dura hasta que el cuerpo toca la tierra del patio. Del hoyo negro en la cabeza brota a borbotones la vida. Las hormigas nadando en sangre buscan frenéticas su refugio. Una mujer grita; las otras la segundan; los niños, como el bramar de una sirena, arrancan el llanto.

El borracho de la moto ya no importa. Los hombres se miran, se agarran la cabeza, exclaman, otros vomitan. Todos se alborotan. Un ruido de moto que se aleja a toda velocidad.

El perro se acerca y me olfatea los ojos abiertos. Lo echan a los gritos. Se aleja impasible hacia su rincón. Ya no ladra, ni aúlla, ni llora porque ya pasó. La muerte ya pasó.


Luis Alexis Leiva
Un barrio silencioso
Azulfrancia

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