Literaturas

Fernando Sorrentino: “Cuando yo empecé a publicar había un gran abanico de editoriales; ahora hay cuatro o cinco que son como un trust”

El escritor y periodista ha abordado en su larga trayectoria géneros y estilos diversos. Sus relatos rozan lo absurdo y el grotesco, y lleva publicados cuentos, novelas, literatura infantil, ensayos y entrevistas. Su obra fue traducida a múltiples idiomas, algunos tan extraordinarios como el tamil, el finés y el vietnamita.


Por Matías Carnevale.

Sin temor a exagerar, escribo esta nota pensando que Fernando Sorrentino (Buenos Aires, 1942) es un caso único en la literatura argentina. Aunque hoy esté soslayado por la crítica y por la academia, supo hacerse de un renombre en el ámbito literario nacional con más de ochenta relatos publicados a lo largo de cinco décadas de escritura. Su cuento “Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza” (publicado por primera vez en 1972), cómico y surrealista, es muestra cabal de su extensa obra, en la que ha abordado géneros y estilos diversos, que rozan lo absurdo y el grotesco. Ha sido antologado en varias oportunidades y fue traducido a lenguas tan extraordinarias como el tamil, el japonés, el finés y el vietnamita.

Concuerdo con la siguiente cita de Sorrentino, porque tampoco me han interesado del todo las cofradías literarias—que hoy vuelven a cobrar impulso por la zonza polémica alrededor del concurso del Fondo Nacional de las Artes—: “Estoy por completo desprovisto de vocación para formar parte de ningún grupo literario, de ningún comité de ineptitudes afines, de ningún club de elogios recíprocos”. Tal vez la mejor explicación de esta decisión vital la haya ensayado en “El cuento del tonto”. El autor observa que “Me encanta oír hablar de sí mismas a las personas vanidosas. En general, las personas vanidosas suelen ser, al mismo tiempo, personas tontas. De manera que, según hablan autocantándose loas, van ridículamente exponiendo las aristas, los matices y los recovecos de sus variantes de estupidez”. A propósito de la vanidad de los escritores—en franca competencia con la de los actores y los cineastas— y de la necesidad de pertenecer, Sorrentino se divierte atormentando a Miguel Bulocchi, “joven poeta del pueblo bonaerense de Carapachay”, en “Ars poética”, relato publicado en El mejor de los mundos posibles (1976).

Por otro lado, en una entrevista de 2007 Sorrentino declaró: “Cuando leo algo y me apasiona, ese escritor, aunque él no lo sospeche, es para mí como un hermano lejano”. Esto lo redime de cualquier acusación de nihilista o renegado que se le quiera endilgar.

Respecto de esta notoria ausencia de Sorrentino en las camarillas y los ámbitos usuales de la literatura nacional, Mariano Buscaglia (editor de piezas literarias de arqueología y periodista cultural en Perfil) señala que “Fernando Sorrentino es el gran villano de la película. El hado oscuro de los literatos, el eterno desclasado de las listas, premios (los tuvo y muy buenos, pero mereció más), recordatorios y, sobre todo, de los elogios. Es tan raro que ni siquiera es un autor de esos que llamamos de culto. Tuvo la pésima costumbre de seguir la tradición de los maestros, la de escribir, lisa y llanamente, bien. Sin alharacas, con mucha inteligencia y un sentido del humor tan visceral y genial que, lo sabemos, es indigesto para muchos. Sobre todo para ese monolito granítico en el que se eleva la solemne literatura argentina (por favor, señalémosla con minúsculas) y que Fernando, con su gracia incomparable, llama: ‘esos parnasos de la mediocridad lucrativa'”. Los maestros que Buscaglia sugiere son, invariablemente, Charles Dickens, Franz Kafka y Marco Denevi. De hecho, Sorrentino concluye nuestra conversación telefónica recomendándome la lectura de El proceso.


¿Qué podrías contar sobre tu acercamiento a la literatura infantil/juvenil? ¿Qué te ha dado que no te dio la literatura “para adultos”?

No, nada. Eso surgió por un factor desencadenante externo. Trabajaba en la editorial Plus Ultra, y ahí había colecciones de libros infantiles, y cuando los hojeaba pensé: “no deben ser muy difíciles de escribir”. Y escribí Cuentos del mentiroso, que es de 1978. Es lo primero que escribí y me parece que es el que mejor me salió. Eso se dio no porque sintiera alguna carencia con la literatura para adultos; me pareció que lo podía hacer y lo hice.

En una autobiografía para un sitio de internet escribiste: “Tengo sensibilidad para gustar de la belleza poética, pero carezco del mínimo talento para escribir un poema meritorio. Destruí mis poesías juveniles sin culpa, pues no me parecía sensato agregar más fealdades al mundo”. ¿De qué trataban esos poemas? ¿Tan feos eran?

Eran intentos de un tipo poéticamente torpe. Yo quería escribir de manera clásica: con sílabas contadas, con rima, con las estrofas tradicionales (redondilla, cuarteto…) y como todo eso me sonaba mal, dije que no iba a intentar hacer lo que no sé hacer.

Respecto de la edición de libros en el país: Enrique Medina, por ejemplo, en los años ochenta, vendía miles de ejemplares de sus libros. Hoy, una tirada de 5.000 copias parece algo inaudito para un autor argentino. ¿Qué pasó en el camino?

Me puedo remontar mucho más atrás. Yo tengo, por ejemplo, en mi biblioteca las poesías completas de Olegario Andrade, en la Biblioteca Mundial Sopena. En las primeras páginas te dice (lo digo sin el libro en la mano) “Primera edición 1938”, “Segunda edición 1940”, “Tercera edición 1943”. Vos imaginate que un libro de poesía de Olegario Andrade agotaba las ediciones en la década del cuarenta. Hoy es imposible, porque de un libro de poesía, si se venden algunos ejemplares es mucho. Entonces se vendían miles de ejemplares de una tirada. O sea, en cuatro o cinco años se vendían 10.000 copias. Yo no sé si es porque la gente elige leer desde las pantallas…

“Vos imaginate que un libro de poesía de Olegario Andrade agotaba las ediciones en la década del cuarenta. Hoy es imposible porque, de un libro de poesía, si se venden algunos ejemplares es mucho. Entonces se vendían miles de ejemplares de una tirada”.


O tal vez debe haber habido un cambio en la industria editorial, que ha quedado en manos de un oligopolio de cuatro o cinco empresas multinacionales…

Ahí diste en la tecla. Cuando yo empecé a publicar, que debe haber sido en el año 1969, 1970, había un gran abanico de editoriales. Ahora hay cuatro o cinco empresas que tienen como un trust, como si fuera la General Motors, que fabrica Chevrolet, Pontiac o Buick. Tal empresa tiene a Sudamericana, Plaza y Janés y qué sé yo. Tal otra tiene a Planeta, Emecé… Cuando empecé a publicar había muchas editoriales. En aquel momento razoné así: “A mí no me conoce nadie, así que no me atrevo a probar fortuna en Sudamericana, Emecé o Losada”, que eran las grandes editoriales de esa época. En términos futbolísticos, era como si yo aspirara a jugar en River, Boca o Racing. Había muchas otras editoriales menores, donde un principiante como era yo podía aspirar a entrar.

De hecho, hace poco Corregidor cumplió cincuenta años, para mencionar una que sobrevivió a tantos vaivenes a través del tiempo. Has sabido aprovechar los medios digitales (Letralia, por ejemplo) para publicar tus ensayos y ficciones. ¿Recordás cuál fue el primer texto que publicaste en Internet?

No recuerdo. Tampoco la fecha, pero empecé a publicar en www.badosa.com [página literaria activa desde 1995], que publicaba relatos en tres idiomas, y de ahí debo haber enviado a otros sitios…

¿Cómo fueron la concepción y el proceso de escritura de Siete conversaciones con Borges y Siete conversaciones con Bioy? ¿Qué recuerdos guardás de ambos escritores en esos encuentros?

Borges me fascinó, era como un dios. Yo no podía creer que en su cabeza tuviera esa erudición y esa precisión. Ponele que le nombraba a Dante Alighieri y él daba una exposición como si lo estuviera leyendo. ¿Cómo podía ser que retuviera tantos datos sin equivocarse? Una especie de dios. Nunca he visto un literato de esa magnitud.

Y Bioy… ya era distinto, por otros motivos. Primero, que no teníamos tanta diferencia de edad como yo la había tenido con Borges en el momento de las entrevistas. Cuando lo conocí a Bioy ya tenía varios libros publicados, tenía más confianza en mí mismo. Lo trataba más de igual a igual.

Fernando Sorrentino con Adolfo Bioy Casares en 1988

¿Qué te parece su Diccionario del argentino exquisito?

Ese diccionario me pareció bastante gracioso. Puedo decir que aporté algunas palabras. En las últimas ediciones, él puso que tal o cual palabra era un aporte mío.

En una entrevista de este año expresaste que Sanitarios centenarios no te gustaba demasiado. ¿Por qué?

Es un libro demasiado payasesco, como que tiene un exceso de sal y de mostaza. Creo que le falta un poco de mesura. Además, no se parece a los cuentos habituales que yo escribo. Lo veo fuera de sintonía con el resto de mi producción. Dicho de otro modo, jamás volveré a escribir otra cosa parecida a esa. Terminó por no gustarme. Paradójicamente, hay muchísima gente que se ha muerto de risa con el libro. Gracioso es.

De tu estadía en Estados Unidos en 1993 ¿qué podrías comentar?

Fue una especie de gira que me armaron para que diera charlas en diversas universidades. Fue una experiencia muy agradable porque gracias a eso conocí el país, conocí gente, di charlas… En esa época hice cosas que en mi juventud jamás hubiera imaginado que me atrevería a hacer. Eso de hablar en público me hubiera dado vergüenza cuando era joven, y sin embargo me largué y tomé confianza.

Quería agregar que en el 2014 se alinearon los planetas y me salió un plan para visitar diversos países de Europa, con la presentación de varios de mis libros. Fui con mi esposa; estuvimos 51 días fuera del país. Hicimos primero Inglaterra, luego Israel, Italia, España y Alemania. Pero todo esto no era gratuito, porque en Liverpool se publicó un libro mío en inglés, mi llegada coincidió con la presentación del libro y otras cuestiones. En pocos días me llevaron a no sé cuántas universidades, de manera que la imagen que a veces tengo del país es yo semidormido en el asiento trasero de un auto yendo de una universidad a otra. En Israel me hicieron dar charlas en las universidades de Tel Aviv y de Jerusalén. En Italia, mi llegada coincidió con la publicación de las Conversaciones con Bioy en italiano. Fue algo muy, muy agradable, pero extenuante. Al volver a mi Buenos Aires querido, no quería salir ni a la vereda.

De las traducciones que se hicieron de tu obra, ¿cuál es la que más te asombró?

Lo que más me asombró es que el famoso cuento mío “Existe un hombre…”, que ganó el primer premio de la revista Testigo, que dirigía Sigfrido Radaelli, cuando yo era muy joven, apareció en japonés, chino, en tamil, en un dialecto de Argelia, en persa, en los idiomas más raros.

¿Qué ves que tiene de universal ese relato, como para que haya sido traducido a tantas lenguas?

Lo que puede tener de universal es que no ocurre en ningún lado y puede ocurrir en cualquier lugar. Como no está contaminado de costumbrismo ni de color local, en cualquier lugar se lee de la misma manera, porque lo único que hago yo es citar en el cuento lugares que yo conozco. Yo vivía en Palermo, en el barrio del Pacífico, entonces nombro el colectivo 67, la calle Paraguay, donde vivía yo, y nada más. Dado que el argumento en sí es totalmente delirante y fantástico, en cualquier lugar del mundo tiene la misma aceptación.

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