Por Alan Ojeda. Fotos: Télam
Escena 1
Un docente habla mientras escribe en el pizarrón. No hay ruidos. Al asomar la cabeza en el aula se puede observar que está vacía. La profesora acomoda la computadora para que pueda enfocar bien lo que escribe y los chicos, desde sus casas, copien. Nadie participa. La clase se desenvuelve en un soliloquio maníaco a lo largo de ochenta eternos minutos. No hay diálogo. Lxs alumnxs no ponen la cámara. No se sabe qué pasa más allá de la pantalla.
Escena 2
Lxs alumnxs están cursando en una burbuja de tamaño excesivo, de la totalidad de los inscriptos, en un lugar que no es un aula. Ahí también hay otros cursos distribuidos en la misma zona, otros sesenta. En total, son casi cien. Se supone que el lugar es más óptimo porque el cubaje permite una presencialidad 100%. Los chicos juegan, se bajan el barbijo y miran el celular. Donde debería estar el escritorio del docente, hay un parlante conectado a una computadora. Se escucha a una profesora de inglés hablar al aire. La docente está aislada hace 20 días porque estuvo en contacto dos veces seguidas con un caso sospechoso de COVID. La docente se esfuerza, pero no hay chance. Su mensaje queda flotando en el aire entre el murmullo de los chicos que hablan de futbol. Cuando los chicos deben asistir a la clase online desde su casa, no se conectan.
Escena 3
Debido a posibles casos de contagio sólo hay 2 preceptores en toda la escuela, para 10 cursos o más. También faltan docentes. Hay alumnxs con más horas libres que horas frente a profesor. A veces entran más tarde o salen más temprano. Los preceptores no dan abasto y los chicos están en cualquiera. Es imposible hacer que cumplan el protocolo, es imposible que se genere un clima de aprendizaje. Cuando un profesor entra a dar clase apenas lo registran. Ellos no saben para qué están ahí. Expresan su hastío. Quieren irse. Ven la escuela como un aguantadero al que van cuatro horas, cuando hay una cantidad de docentes suficiente para cumplir con ese horario.
Escena 4
Hay alumnxs que asisten a las burbujas y hay alumnxs dispensados. Lxs docentes deben, ahora, además de corregir, preparar contenidos digitales para aquellos que no van. Deben adaptar contenido. ¿Cuándo? Cuando llegan a su casa, después de una jornada de turno mañana, tarde y noche, en muchos casos. Si no puede, el fin de semana. Lo hace como puede. Mientras corrige, mientras cuida de sus hijxs, revisa los mails de las autoridades de las instituciones donde trabaja que llegan a cualquier hora, cualquier día. Tiene alrededor de 60hs cátedra, trabaja en 4 escuelas. Revisa múltiples casillas. Busca si en los avisos de posibles contagios ella es una de las afectadas. De serlo, debe avisar a todas las instituciones. Rápido, deberá preparar la clase en modo virtual para los chicos que estén en la escuela, incluso sabiendo que posiblemente sea una clase perdida y que deba retomar todo cuando vuelva a la presencialidad.
Estas son escenas cotidianas de lo que sucede en las escuelas hoy en día. Para ser más específico, de lo que sucede en escuelas privadas que tienen, al menos, los mínimos recursos para sostener una presencialidad “con protocolos”. Incluso en esas instituciones, la continuidad pedagógica es un sueño y la posibilidad de cumplir con el programa, una utopía. En algunos casos todo se parece más a la escuela primaria de Springfield cuando Ned Flanders asume como director en reemplazo de Skinner, que a una escuela europea o norteamericana, de esas que muestran en TV y usan de ejemplo. Sí, las mismas que se cerraron en los momentos en los que recrudeció el rebrote. Si el problema el año pasado era la conexión y el acceso a internet de miles de chicos a los largo y ancho del país, ahora el problema se democratizó. Frente a la posibilidad que tuvo el Estado de adaptar el sistema educativo para una mejor virtualidad, con la construcción de espacios aptos para que los jóvenes de los barrios populares puedan estudiar con tranquilidad y con los recursos a mano, con Wifi y computadoras, eligió, sencillamente, lanzar a alumnxs y docentes a una presencialidad deficiente en términos pedagógicos, altamente problemática y frustrante. Posiblemente, como suele suceder, aquellos que podrán mantener su nivel educativo a lo largo de este año serán aquellos que asistan a escuelas de elite, con cursos reducidos, medios tecnológicos para trabajar y un sistema mixto de aula invertida.
Las razones de la vuelta a las aulas (no a las clases, porque clases hubo) son, en primera instancia, políticas. La puja de poder entre Nación y Ciudad tiene por fin captar o conservar el voto del sector más reaccionario de la sociedad, que considera que los docentes son vagos y que los chicos deben ir a la escuela a toda costa. Para esa gente, todo lo que no sea presencial implica un año perdido. La segunda razón se presenta (lo digo así porque es sólo en apariencia) como un imperativo pedagógico: los chicos deben volver a la escuela porque no hay lugar como la escuela para aprender, y porque necesitan entrar en contacto con sus compañeros y socializar. La segunda razón mantiene relación con la primera, aunque no lo parezca. Ambas ningunean el trabajo docente durante la virtualidad y ambas tienen cierta relación con la necesidad de satisfacer el capricho de un público que poco sabe de educación pero que no para de ejercer su rol de troll en las redes sociales, denostando la labor docente siempre que existe la oportunidad. En el caso de las instituciones privadas, hay que mantener contentos a los padres a toda costa: el cliente siempre tiene la razón. Cualquier tipo de posición que implique poner en juego derechos laborales o condiciones de trabajo es tildada, automáticamente, de “política” y, por lo tanto, censurada. Si uno opina sobre las deficiencias del sistema actual, basta con que las autoridades pongan play a su cassette: “Hay que ponerse la camiseta”; “hacemos lo que podemos”; “los chicos deben estar en el aula, es prioridad”; “hay que asegurar la presencialdad”. Ninguna de estas afirmaciones supone, mínimamente, una lectura de la situación áulica o institucional, qué se les está transmitiendo a lxs estudiantes en relación al estudio y al aprendizaje, como si los chicos no pudieran percibir el engaño en el aire. No es una obra de teatro, porque no hay dirección ni organización. Es un happening. Todo está entregado al devenir y la improvisación de los actores y de la respuesta de aquellos que aún no saben que forman parte de esta obra. De lejos, observando desde un rincón oscuro, levemente iluminados por la pantalla a través de la cual trabajan, los ministros.
“No es una obra de teatro, porque no hay dirección ni organización. Es un happening. Todo está entregado al devenir y la improvisación de los actores y de la respuesta de aquellos que aún no saben que forman parte de esta obra. De lejos, observando desde un rincón oscuro, levemente iluminados por la pantalla a través de la cual trabajan, los ministros”.
La respuesta de Nicolás Trotta frente al aumento de casos demuestra que, una y otra vez, la Ciudad de Buenos Aires ha logrado torcerle el brazo al Gobierno Nacional. Ciudad dicta el paso, Nación trata de seguirlo. Ambos sectores políticos insisten con un discurso de eficiencia educativa que es inexistente e incontrastable con los hechos. Al descuido total del sistema de educación público, las escuelas abandonadas, los docentes mal pagos, la ausencia de vacantes y la reducción de la inversión del PBI en educación se le acaba de sumar, ahora, la incompetencia para pensar estrategias pedagógicas, políticas y económicas que permitan el desarrollo de una cursada relativamente normal, que permita respetar contenidos, que no colapse a los docentes ni desoriente a los alumnos.
Los informes que justificaron el retorno a la presencialidad hacen hincapié en el deterioro del aprendizaje producido durante el 2020, señalando particularmente el nivel de deserción y la cantidad de alumnos que no disponían ni de los recursos ni del contexto propicio para poder estudiar. De eso se desprendió, luego, una falsa dicotomía: otro año perdido en la virtualidad o presencialidad y mejora de la calidad educativa. Los resultados de la virtualidad son contrastados con los de la presencialidad como datos objetivos, alienados totalmente de cualquier tipo de contexto. Aún peor, se los contrasta con una presencialidad hipotética, también sujeta a prueba y que dista de haber sido pensada de forma inteligente. Los datos de la presencialidad, tal y como se está desarrollando ahora en muchas instituciones, no darán mejores resultados que los obtenidos en 2020. Sólo servirá para exponer a docentes y alumnxs al contagio en un sistema de transporte público colapsado en pleno rebrote de la pandemia.
Las clases se desarrollan con autoridades que colapsan y trabajan después de horario, naturalizando la explotación laboral como forma de vida, para poder adaptar horarios y avisar los cronogramas sometidos a la contingencia pandémica; docentes que deben aislarse y avisar a múltiples escuelas (porque sus posibilidades de contagio son múltiples), adaptar contenidos y hacer lo posible por sostener una continuidad pedagógica que es sólo una ficción sostenida por una serie de palabras escritas en el libro de temas, y que trabajan en condiciones que, en muchos casos, no son óptimas; preceptores explotados de trabajo porque deben hacerse cargo de todos los cursos sin docentes, lidiando con el malhumor de lxs alumnxs que prefieren irse a hacer nada a otro lado, que se resisten a sostener la farsa de la “normalidad”; alumnos desganados que sienten que este año también será perdido, que en cualquier momento todo va a colapsar y que ellos, dado a la incapacidad del sistema de dar respuesta, pasarán otro año gracias a la piedad de los docentes y de las directivas del Ministerio que les demuestra, hace años (desde que tienen memoria) que la calidad educativa y pensar en el futuro nunca fue prioridad. Todo está sostenido por los hilos del cansancio, el tedio y la resignación del cuerpo docente o por el servilismo de autoridades ministeriales y educativas que prefieren no poner en riesgo sus puestos de trabajo al cumplir con algo que debería ser fundamental para cualquier rol: imperativos éticos.
No es novedad. Nada nuevo bajo el sol. Si algo funciona mal de forma sostenida, es porque hay una red de actores que hace que ese error se mantenga en el tiempo, que permite que sea funcional a otros niveles, que evita que colapse por su propio peso. Es difícil educar en el pensamiento crítico cuando gran parte del sistema educativo se especializa en obedecer sin chistar, aceptar las contradicciones e ignorar la hipocresía de los mayores a cargo (padres, directivos y docentes), actuar con miedo y sumisión, esconder problemas debajo de la alfombra, ningunear el trabajo docente y desoír las necesidades de lxs jóvenes. No menos culpables son lxs docentes que adoptan, como estrategia de supervivencia, un silencio cómplice y servil frente a toda injusticia. Así de alienada está la tarea de educar de la práctica vital real de muchos de los que componen el sistema educativo.
No hay razón para cargar con el peso de quienes no se hacen responsables de la carga ética que implica el trabajo de la docencia, y de sostener un sistema educativo que debe asegurar mejores oportunidades y formar ciudadanos responsables, críticos y, sobre todo, intolerantes frente a cualquier tipo de hipocresía e injusticia. Es imposible pensar en una mejora sustanciar del sistema educativo y de sus resultados mientras las decisiones se encuentren a la deriva de la imagen y el resultadismo político. Es inconsciencia y la falta de compromiso real con la tarea de educar lo que pone en deriva la educación. La virtualidad es sólo una circunstancia, la menos dañina.