Vértices

Eduardo Rinesi: “La escritura y la palabra, herramienta del intelectual en los debates, están amenazadas de colonización y domesticación”

El politólogo, docente y escritor repasa sus años de formación universitaria, las discusiones políticas y culturales en torno a la vuelta democrática, y la influencia directa de Horacio González, Alcira Argumedo y Oscar Landi en su pensamiento. Además, en relación con su nuevo libro, explica los orígenes de la sociología argentina y analiza las problemáticas que hoy atraviesan al mundo académico y al campo nacional popular.


Por Marvel Aguilera y Pablo Pagés. Fotos: Eloy Rodríguez Tale.

“En las últimas tres décadas se afirmó con mucha fuerza en la Argentina una tendencia a la institucionalización academicista de las ciencias sociales, asociada a la aceptación de un conjunto de procedimientos meritocráticos y jerarquizantes de los saberes, las escrituras y las vidas, y a la aceptación resignada, cuando no gozosa, de los sistemas de ‘evaluación’ de lo que hacemos en nuestras instituciones, y de una evaluación centrada en la preocupación por la afirmación de ciertos estándares de escritura, por la legitimación de cierto tipo de publicaciones”, dice Eduardo Rinesi, del otro lado de una mesa en La Continental de Congreso. Es viernes feriado por la mañana y la reflexiones acerca del rumbo que toman las humanidades en el ámbito universitario se entreveran con la memoria sensible de los años de formación, con los recuerdos en los pasillos académicos, con la militancia que fue germinando en esos años incipientes de la vuelta democrática; rumbos enriquecidos por los conocimientos y debates que allí se forjaron.

De Rosario a Buenos Aires y desde allí a San Pablo, para luego retornar en plena crisis del 2000. En sus caminos hay referentes, como Horacio González, Alcira Argumedo y Oscar Landi. Revistas que profundizaron el intercambio. También imágenes de un país que se iba transformando cultural y socialmente. Las últimas décadas lo tendrían como uno de los pensadores más prolíficos de la política y la filosofía; un referente activo de las denominadas Universidades del Bicentenario desde la rectoría de la Universidad Nacional de General Sarmiento; y actualmente, como politólogo, docente y escritor, un faro para reflexionar más allá de la contingencia mediática y la burocracia que tiñe los círculos universitarios.

Crítico de las elites y constructor de un pensamiento que incorpora los rasgos de la tragedia estética para pensar la política, Rinesi es un recolector de los saberes e ideas que lo fueron cruzando en su derrotero académico, pero también en sus inquietudes más personales. En su más reciente libro, Curso de Sociología, retoma a los autores fundantes de la disciplina para establecer un diálogo con los lectores, una conversación que movilice las ideas y problemáticas debatidas a lo largo de la historia en la búsqueda de una mayor comprensión de la realidad que nos circunda.

Porque el diálogo con Rinesi tiene una conexión con las ideas fuera de los esquemas, una interacción que corre desde la literatura, a partir de la importancia de las palabras, desde lo más creativo y estético del pensamiento, para desde ese lugar, comenzar a pensarnos como sociedad.

Revista ruda

¿Cómo fue tu primer acercamiento, en tus años de crianza, al mundo de la cultura y las ideas?

No: te diría que nada de eso ocurrió antes de mi ingreso a la Facultad. Nací en Rosario, y yiré un poco durante mi primera infancia por motivos de laburo de mi viejo. Él era ingeniero civil, estuvo tres años en Rafaela, dos en Bariloche (producto de eso me ha quedado un gran cariño por Bariloche, adonde trato de volver siempre que puedo). A los seis años empecé la escuela primaria, en una escuela provincial. Los años de la dictadura fueron los de mi secundaria, en la Escuela Superior de Comercio, que dependía de la Universidad y tenía una orientación en Economía. En el 82 entré a la Facultad de Ciencias Económicas, adonde tenía facilitado el ingreso como egresado del Superior (así se le decía: “el Superior”), y al mismo tiempo –aquí sí rindiendo el examen de ingreso que regía durante la dictadura– a Ciencia Política. Hasta hoy me pregunto por qué.

¿Tenías paralelamente algún tipo de militancia ya?

No, de adolescente no. Ni militancia política ni la menor idea de lo que podía ser la así llamada “ciencia” política. Que además era una carrera espantosa. Muy mala. Reaccionaria, llena de materias de Derecho. Mi primer profesor de Teoría Política era ministro de gobierno de la dictadura en la provincia de Santa Fe. Por eso te digo: no sé qué puede haber llevado a un joven rosarino de familia de clase media sin militancia política a elegir, en esas circunstancias, en esos años, esa carrera. Ya después de la guerra de Malvinas la cosa se puso un poco más linda. Hubo una apertura, se empezaban a discutir algunas cosas, y apareció la figura muy fulgurante de Alfonsín que conmocionó mucho a todos. Había un clima de entusiasmo, del que yo participé parcialmente, en realidad, porque entre el 83 y el 84 tuve que hacer la colimba. Allá en Rosario: no me complicó demasiado la vida, pero en octubre del 83 no voté. Salí de la colimba con Alfonsín presidente. Mientras tanto había hecho dos años de carrera con los planes horrorosos de la dictadura. Cuando eso termina, una nueva conducción de la Facultad renueva mucho la cosa. Jóvenes profesores y profesoras del radicalismo progresista de entonces, más algunos del peronismo, también progres, más, por el lado de los más jóvenes, de los estudiantes, algunos que teníamos una simpatía más por la izquierda, o por el PI, o –en mi caso sin venir de ninguna tradición familiar: más bien, supongo, por reacción al antiperonismo de mis padres– por el peronismo… Eran años en los que aparecían muchas revistas político-culturales que leíamos con fruición. Por un lado, la del Club de Cultura Socialista, que eran los viejos socialistas de Pasado y Presente, que se habían hecho alfonsinistas, era La Ciudad Futura, que dirigían José Aricó, Juan Carlos Portantiero y Jorge Tula. Una revista muy interesante, de un liberalismo de izquierda o un gramscismo democrático-liberal, de la que nosotros aprendíamos mucho pero con la que nos peleabamos mucho, una fuente de aprendizaje permanente. Y, por otro lado, la revista que más nos gustaba, que a mí más me gustaba, era la revista Unidos, que hacía lo mejor del peronismo renovador. Esa revista la dirigía un joven profesor de Historia y modesto dirigente del peronismo renovador que tenía una unidad básica en la calle Gurruchaga, en Buenos Aires, que se llamaba Carlos “Chacho” Álvarez, que después tendría un lugar importante en la política nacional, y agrupaba un grupo del peronismo renovador, con Mario Wainfeld, Arturo Armada, y, a partir de los años 84, 85, una figura a la que conocí ahí, en esa revista, en artículos que a mí me deslumbraban, y que después sería mi profesor en la Facultad, y con el que trabajaría durante décadas, hasta su muerte hace pocos meses, que era Horacio González.

¿Cómo lo conociste a Horacio?

Lo conocí leyéndolo… Era una experiencia deslumbrante leerlo en Unidos. Eran cosas que yo nunca había leído, un modo de pensar las cosas que estaba muy lejos de las ciencias políticas universitarias, que recuperaba zonas de un ensayismo literario, filosófico, muy erudito y muy libre, que yo no había frecuentado, que no conocía. Horacio y muchos de los autores de Unidos venían de una experiencia anterior que yo no había conocido, que conocí después, que era la revista Envido, de los años 70. Allí habían escrito Horacio, José Pablo Feinmann, a veces Alcira Argumedo… Muchos años después, Horacio, siendo director de la Biblioteca Nacional, reeditó facsimilarmente Envido, como tantísimas otras revistas, de las más diversas zonas del pensamiento, que se ocupó de reeditar. Fue impresionante el trabajo de reedición que se hizo en la Biblioteca. Y ahí uno hoy la puede leer fácilmente, en dos grandes volúmenes donde están todos los números de la revista. Lo cierto es que buena parte de esa muchachada de Envido después iba a hacer Unidos. Y yo leía Unidos con fruición, los números de los años 85, 86, 87, eran extraordinarios. Ahí empezaría a escribir, a cierta altura, alguien que luego sería un querido amigo y maestro, Oscar Landi, que venía de otra zona. Había sido comunista en los 50 y los 60, después había estado en el PCR, y luego se había ido al exilio en Brasil. En algún momento de ese itinerario había abrazado al peronismo, y a su vuelta escribía algunas notas que a mí me gustaban mucho. Su nota sobre la Semana Santa de 1987 en la revista Unidos es extraordinaria. Pocos meses después de empezar a leerlo a Horacio… me recuerdo en unas vacaciones del 85 o el 86, leyendo en Bariloche un artículo suyo, en el N° 9 de Unidos, sobre el alfonsinismo, que se llamaba “El alfonsinismo: un bonapartismo de la ética”. Un gran artículo sobre el alfonsinismo, pero también sobre el Nunca más, el debate entre Sartre y Camus a propósito de Argelia… Eso me deslumbró. Pensé “esto es otra cosa que la universidad”…, un modo de pensar la política desde otro lugar, muy interesante. Al año siguiente, en el ’86, lo conocí a Horacio personalmente, cuando fue profesor nuestro en la Facultad de Ciencia Política de Rosario. La Facultad se había renovado mucho. La nueva conducción propuso enseguida que había que reformar los planes de estudio, lo cual era absolutamente necesario. El proceso fue muy participativo: aprendimos mucho. Volaron materias y volaron profesores, algunos recontra-fachos. Fueron años de fuerte renovación del staff docente, con una muy intensa participación del movimiento estudiantil.

¿Estaba la Franja Morada en aquel entonces?

La Franja Morada era una agrupación muy fuerte en todo el país. Pero en esa Facultad creamos un frente integrado por el peronismo renovador, sectores del PI o filoperonistas; algunos sectores de la izquierda, como el PC, y los sectores de los muchachos de la Franja Morada que se habían ido, después del Plan Austral del 85, del alfonsinismo. Y con todo eso formamos una cosa que se llamaba Frente Unidad Popular para la Liberación. Que hoy recuerdo con mucha nostalgia: grandes banderas rojas y negras, éramos todos sandinistas, latinoamericanistas, leíamos la revista Entre Todos. Y condujimos el centro de estudiantes durante cuatro años. Yo tenía mucha participación, era consejero directivo de la Facultad. Bueno, ahí renovamos los planes de estudio, y los estudiantes que ya habíamos hecho un par de años durante la dictadura tuvimos muchísima participación en ese proceso de reforma de los planes. Aprendí mucho en ese proceso, que nos obligaba a leer de todo y a discutir de todo. Y también recuerdo mi trabajo como “ayudante alumno” en una materia, Sociología, que siempre me gustó mucho y a la que después no dejé de dedicarme. Hasta hoy. Pero bueno: en medio de eso llegó Horacio y nos dio, a nuestro grupo, a nuestra generación, dos materias: “Proyectos políticos argentinos y latinoamericanos” y “Teorías del Tercer Mundo”, que era un seminario increíble, donde leíamos, qué sé yo, a Franz Fanon, a Mao, pero también a Hannah Arendt o, no sé, al Toto Schmucler…

¿Había un atisbo de una nueva construcción de un pensamiento nacional?

Eran años en los que toda la discusión estaba muy tomada por el tema de la “transición a la democracia”. Había un liberalismo democrático flotando en el ambiente, que era el clima del alfonsinismo. Horacio nos traía un pensamiento más heredero de los años 70, también muy renovado, porque era un gran lector y siempre estaba muy al día con sus lecturas. Entonces leíamos cosas nuevas, cosas viejas, cosas distintas. Algunas que Horacio había leído durante su exilio: a Benjamin, a Foucault, por supuesto, con mucho entusiasmo. Y muchas cosas de lo que podríamos llamar el campo del pensamiento nacional. Lo mismo en las charlas que le escuchábamos, mucho, a la querida Alcira Argumedo. Ella también era rosarina, de una generación anterior: tenía la misma edad que Horacio, uno poquito más. Vivía en Buenos Aires, pero iba mucho por ahí y nos daba charlas en la Facultad, o ya ni me acuerdo dónde: por todos lados. La relación con Horacio siempre fue más de la Facultad, y con Alcira de la militancia, de charlas y conferencias. Pero ambos me abrieron a otras zonas del pensamiento y las lecturas. Yo por entonces empezaba a viajar un poco a Buenos Aires, para comprar libros, conocer gente, qué sé yo. Y al cuarto o quinto año de la carrera, ya estaba con más ganas de estar acá en Buenos Aires, de trabajar con Horacio y con Alcira, que de terminar prolijita la carrera. Así que la terminé a los tumbos, me inventé una excusa académica más o menos banal para venirme (nosotros en el último año de la licenciatura teníamos que hacer una pasantía en una institución cualquiera: mirarla desde adentro durante un semestre y hacer un informe: elegí la UBA), y me vine. Empecé a trabajar con Alcira en su materia “Pensamiento Social Latinoamericano” y con Horacio en “Teoría Social Latinoamericana”. Suenan parecidas, pero eran distintas, porque eran distintas las cabezas de ellos dos. De modo que todos los martes iba a dar clases con Alcira y los miércoles con Horacio a la Ciudad Universitaria de Núñez, porque la carrera de Sociología funcionaba en los altos de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo. Teníamos un rinconcito en el primer piso. Terminábamos a las diez u once de la noche y nos subíamos todos al auto destartalado de una de las compañeras de la cátedra y nos íbamos a comer pizza a Pacífico. Eran charlas interminables, porque Horacio era un gran conversador. Muy lindos años, muy formativos. Aprendíamos escuchando a Horacio en la clase, en la pizzería, hasta cualquier hora. Al mismo tiempo empecé una maestría en Ciencias Sociales en la FLACSO. Y eso para mí fue bárbaro porque conocí a otra gente. Había profesores extraordinarios, como Oscar Terán, Beatriz Sarlo, Daniel García Delgado, Juan Villareal. Y en paralelo me ganaba la vida en Buenos Aires, porque no tenía una beca ni nada, dando clases. En esa época un gran ganapán para los jóvenes era el Ciclo Basico Común, donde había docenas de miles de pibes que tenían que estudiar Sociología, Pensamiento Científico. Y daba docenas de horas por semana. “Pensamiento Científico” en la cátedra de Alejandro Piscitelli, que había sido profe nuestro en Rosario, y “Sociología” en la cátedra de un muy joven Daniel Filmus, que tenía un aún más joven profesor adjunto que después sería un gran amigo, el Beto Quevedo.

El CBC fue en ese momento un gran lugar de contención y un descanso desde donde podías ver el panorama de hacia donde ibas a dirigirte.

Era un poco eso, y cumplía una función formativa fundamental. Porque había que leer como loco cosas que uno no necesariamente sabía para dar clases para qué sé yo cuántos chicos… Era una locura. Yo aprendí mucho. Qué sé yo: me acuerdo que con Filmus dábamos Jauretche, teoría de la dependencia…: todo eso me gustaba. Y después (otro ganapán), la carrera de Comunicación de la UBA. Que creció vertiginosamente en esos años: todos los pibes querían estudiar comunicación. Se había creado en aquellos años, primero como carrera independiente (igual que Sociología, que había nacido en la vieja Facultad de Filosofia, a la que la dictadura había mandado casi simbólicamente a los sótanos de la Facultad de Derecho, y que funcionaba, como les contaba, ahí en Arquitectura…), y después, junto a Sociología, Trabajo Social y un par más, en la nueva Facultad de Ciencias Sociales que se crea en el 89, 90.

Para ese tiempo Comunicación tenía esta característica de ser una carrera no tan anclada en lo académico sino con una salida laboral más concreta.

Había esa cosa profesionalizante, sí. Era una carrera interesante la de Comunicación, y creo que fue interesante hasta que terminó de encontrar su definición disciplinar y ahí se volvió definitivamente menos interesante. Al comienzo fue un lugar de convergencia de gente que venía de Filosofía, de Letras, de gente que venía de la literatura sin ninguna formación universitaria, de la Sociología. Por eso era una zona de debates muy interesante. Ahí daba clases Nicolás Casullo, y también daba clases mi maestro Oscar Landi, que venía de Filosofía. Yo trabajé algún tiempo en una materia que se llamaba Teoría de Comunicación I, con Alicia Entel; después en Teoría de Comunicación III con Sergio Caletti. Y un día me llama por teléfono el Beto Quevedo, a quien yo conocía de la cátedra Filmus del CBC, para decirme que había un cargo disponible en la cátedra de Oscar Landi, que daba una materia sobre medios y cultura en Sociología y en Comunicación. Lo agarré a la carrera y fue bárbaro, porque Oscar era un gran tipo, tenía una gran cabeza. Teníamos unas reuniones de cátedra extraordinarias. No era un tipo con una formación deslumbrante que te cayeras de culo con la cantidad de libros que citaba, sino que era más bien un tipo muy reflexivo, que todo el tiempo estaba dándole vuelta a las cosas. Te incorporaba en un proceso de pensamiento muy generoso. Laburé diez años con él y aprendí mucho. Entonces se me fue haciendo un recorrido universitario con Oscar, con Alcira y con Horacio. Después Horacio abrió una segunda materia en la que yo laburo hasta hoy, que después que se jubiló él quedó a mi cargo, que se llama Teoría Política y Teoría Estética, que es una materia que cruza la vida política con la reflexión estética. Por supuesto, damos todas las cosas que se puedan imaginar: Hegel, Adorno, Nietzsche. Y, en ese marco, empecé a leer mucho, por las potencialidades que tenía, la tragedia (el teatro, el drama, pero la tragedia en particular) para pensar el problema de la política. En el 96 o 97 me llama un día Alcira y me dice “che, hay una amiga mía que está haciendo su doctorado en Brasil y está estudiando temas parecidos a los tuyos, te quiere conocer”. Y nos fuimos a tomar un café, en “La Ópera” de Corrientes y Callao, con quien luego se convertiría en una gran amiga, de la misma generación de Alcira, que se llama Aída Quintar. Nos caímos muy bien y me dijo “Vos te tenés que venir a San Pablo”. Yo en esa época leía mucho a Hobbes, me interesaba mucho. Entonces me puso en contacto con un tipo que se llamaba Renato Janine Ribeiro. Y este hombre, que no me conocía, me dijo “venite”. Me agarró en un momento en el que estaba como para irme un par de años. Medio una locura, yo ya no era un pibe. Tenía un hijo. Entonces, nos fuimos con la familia. Viví dos años en San Pablo haciendo el doctorado.

¿Y cómo describirías esos años a nivel social y politico en Brasil?

Años interesantes, el final del cardosismo. Se estaba gestando la candidatura de Lula. Pero confieso que no seguía mucho la política brasilera. Leía los diarios sí, pero hice vida de doctorando, digamos: fue la única vez en mi vida que tuve una beca, y no nos alcanzaba, obviamente, porque era una beca para chicos de veinte años, no para alguien grande con hijos. Pero lo cierto es que fue una linda experiencia, aprendí la lengua, leí mucho. Eso duró dos años, y nos volvimos en el año 2000. Este país se caía a cachos. Recuerdo que cuando llegué de Brasil, con las valijas y todo para reinstalarnos en el departamento que teníamos acá, llego, tiro las cosas, y prendo la tele. Y lo que aparece en la tele es “Todo por dos pesos”, el programa de Capusotto. La primera imagen que tuve fue esa: un loco descerebrado con los pelos parados y a los gritos. Tardé un rato en darme cuenta de que era un personaje cómico. Pensaba: “Este país se fue a la mierda”. Aparte, un programa que se llamaba “Todo por dos pesos”, que era como decir “este país está de remate”. Loco de remate. Por supuesto, todos sabíamos que este país se estaba yendo a la mierda. Y volvimos un poco por eso también. Estaba todo bien con Brasil, pero yo todos los domingos me caminaba no sé cuántas cuadras para comprarme Página/12 en la Avenida Paulista. Quería estar acá. Ya acá, fui retomando mis trabajos, de a poco. Mi situación laboral era muy frágil. En los 90 yo había laburado, además de en la UBA, en otros dos lugares. En uno sigo, desde hade 33 años: la materia de Sociología del Colegio Nacional de Buenos Aires. Tenía 25 años cuando entré ahí, medio por una carambola, que agradezco. Solo paré esos años que estuve en Brasil. Debo decir que las autoridades del colegio se portaron muy bien conmigo, porque cuando volví me devolvieron ese curso. Hice muchas traducciones en esos años. Me pagaban para el diablo pero me pagaban; del portugués, del francés. Y lo otro que hice en los 90 pero que no lo retomé a la vuelta eran dos materias de Metodología de la Investigación. Un tema que no me interesa ni un poquito, pero necesitaba laburar. Era en Tandil, en la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires. Viajaba dos días cada dos semanas. No la pasaba nada mal: era lindo.

Existía en aquel tiempo en Tandil una movida cultural muy importante, sobre todo a nivel música.

Porque es una ciudad muy rica. De estancieros, del llamado “campo”, y por otro lado muy joven, de estudiantes. Una ciudad juvenil y con guita. Yo la pasaba muy bien. Hace poco volví, por laburo, ya de burocratón universitario. La universidad ha crecido mucho, tiene un hermoso auditorio, un campus con una biblioteca fenomenal. Cuando yo la conocí era mucho más precaria. Las clases las dictaba en un edificio que había sido un antiguo hotel, en la esquina de la plaza mayor de la ciudad.

Yendo a tu incursión en la sociología, habiéndola dado durante tanto tiempo, ¿tuvo algún quiebre para pasar de esa dimensión más ligada al pensamiento humanístico a hoy estar tan centrada en una lógica estadística?

La sociología es un campo muy importante del conocimiento en la Argentina, y lo es desde hace muchísimo tiempo. De hecho, el surgimiento de la sociología en la Argentina es contemporáneo al surgimiento de la sociología en Europa, a fines del siglo XIX. Con grandes pensadores, como José María Mejía o Ernesto Quesada. Ramos Mejía pertenecía a una tradición más francófila, era heredero de Le Bon y esa muchachada. Quesada tenía una formación más germanófila: era lector de Weber y de Simmel. José Ingenieros era heredero del gran positivismo francés e italiano. Ellos constituyen una primera generación de grandes sociólogos en la Argentina de 1895 a 1925, los años de la fundación de la Argentina modera y sobre todo de la moderna ciudad de Buenos Aires, los años en los que empieza a pensarse el fenómeno de las grandes multitudes urbanas, que había ocupado también a los grandes pensadores europeos.

“La sociología renace de la mano de la gran modernización, después de la caída de Perón, y con el sesgo político que eso implicaba también. Y con el propio peronismo como objeto fundamental de sus interrogaciones. ¿Qué había sido eso?”

Todo el tema de las urbanizaciones es un fenómeno moderno.

Sí, y la llegada de los inmigrantes. El doble problema social del que hablaba Oscar Terán: la cuestión social asociada a la cuestión nacional: la cuestión de la pobreza vinculada con la cuestión del idioma de los argentinos. Después de que se muere Ingenieros en 1925, la sociología entra en un relativo cono de sombra. No es que desaparece: las historias que se han escrito dan cuenta de la continuidad del trabajo en el Instituto de Sociología de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Pero no hay ningún personaje comparable a Ramos Mejía, Quesada o Ingenieros. Hasta mediados de los 50, cuando aparece en el centro de la escena, después de ya muchos años de llegado a la Argentina desde la Italia fascista, el buen Gino Germani. En el medio, entre el 25 y el 55, lo que hay es un fortísimo desarrollo del ensayismo social crítico, en dos grandes vertientes. Una más liberal, donde se destaca el nombre de Ezequiel Martínez Estrada. Y otra más nacionalista popular, donde sobresale el de Raúl Scalabrini Ortiz. Por supuesto, no son los únicos. Se trataba de pensar la Argentina y la ciudad, Buenos Aires, en esos años en que la sociología académica no estaba produciendo ningún pensamiento comparable en agudeza e importancia a estos.

¿Durante el peronismo que sucedió con la sociología?

No, no hay un desarrollo importante. Me parece que hay allí una continuidad de lo que había pasado en los años previos. La sociología más bien había sido reemplazada como género dominante para pensar los problemas de la sociedad por ciertas formas del ensayo, digamos, extra-universitario. La sociología renace de la mano de la gran modernización, después de la caída de Perón, y con el sesgo político que eso implicaba también. Y con el propio peronismo como objeto fundamental de sus interrogaciones. ¿Qué había sido eso?

¿Y respecto del concepto de “justicia social”: cuándo se empieza a analizar?

Creo que la sociología que nace después del peronismo, para explicar al propio peronismo, más bien piensa en términos de modernización que de justicia social. Sin dudas percibe en el peronismo un fuerte elemento de democratización de la sociedad argentina, pero al mismo tiempo una forma de anomalía respecto a los modos en que esa modernización se había desarrollado en otros países del mundo. Esa anomalía tiene el nombre notorio de “populismo”, que es un gran tema de la sociología argentina de los años 60. Con un momento muy alto después, en los 70, en los años de las últimas investigaciones de Germani ya fuera de la Argentina, viviendo en los Estados Unidos, que coinciden con los años de las primeras investigaciones de Ernesto Laclau. Que dice cosas bastante parecidas a las que dice el último Germani. Al mismo tiempo, ya en los 60 la sociología representaba una apuesta por conocer las grandes coordenadas del mundo social alternativa, diferente y, en su propia idea, mejor que la que proponía el ensayismo. Grandes debates en los que Germani no quería saber nada con Jauretche y Scalabrini o Eliseo Verón no quería saber nada con Juan José Sebreli. Es decir, aparecía un estilo universitario del pensamiento que decía “la ciencia rigurosa y el pensamiento verdadero es así, y lo otro son charlas de café que no van más que a la esquina”. Ahora, al mismo tiempo, claro que la sociología se pensaba a sí misma también como una profesión, vinculada a la extensión del mercado, al mundo del consumo, las encuestas y el marketing. A lo que se agrega, después del 83, otra forma del marketing: el marketing político. Entonces aparecen saberes sociológicos específicos vinculados al mercado, al ámbito político, al asesoramiento de empresas y de políticos. La sociología es las dos cosas: un tipo de saber y de discurso para pensar la sociedad y una profesión. Esas dos cosas no dejan de estar –a veces– en cierta tensión. Porque tienen perspectivas diferentes, una más teórica y otra más práctica. A su vez, dentro de lo que podemos llamar la sociología más teórica, aparece otra distinción, con la progresiva afirmación de un estilo que empieza a tomar distancia de esa vocación por responder a las grandes preguntas por el sentido de la vida social y del desarrollo histórico. Quiero decir: las primeras camadas de estudiantes de Sociología, en la vieja Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, tenían en la sala de al lado a los grandes profesores de Historia, de Filosofía, de Literatura, que acercaba sus preocupaciones y sus lecturas, como les había pasado en su momento a los primeros sociólogos surgidos en Europa, a fines del siglo XIX, del tronco de las viejas humanidades, a los grandes temas de la reflexión general sobre lo humano. El hecho de que cada vez más la carrera, sus profesores, sus practicantes, como acompañando el periplo, incluso administrativo y edilicio, que los había llevado de ese contacto inicial con las humanidades a la “autonomía” de las ciencias sociales “positivas”, suelan reivindicar con tanta fuerza los propios títulos y la legitimidad epistemológica y profesional de esta segunda opción, no deja de ser revelador. Hace ya un tiempo empezó a aparecer en la boca de muchos sociólogos y de muchos practicantes de las ciencias sociales la palabra “generalista” casi como un epíteto insultante, como el modo de designar a un chantapufi, a un opinéitor que habla de muchas cosas y que, supone –fiaca– el “especialista”, no puede saber mucho de ninguna. Entonces, frente a ese modelo, aparece el del sociólogo del trabajo, de la ciudad, de la religión, de la cultura. Hay sin duda algo asociado a las dinámicas de la vida universitaria que hace que este impulso tienda a ser cada vez más dominante. Hoy, y cada vez más, la sociología y el conjunto de las ciencias sociales tienden a grados importantes de especialización. Hay una vocación profesionalizante y especializante que domina a las ciencias sociales, y que contrasta con el espíritu que podía tener alguien como Horacio, cuyo estilo de práctica de la sociología era mucho más libre.

Pensando en Horacio, ¿qué creés que pasa hoy con la producción de pensamiento crítico? ¿Nos animamos a hablar sobre esta realidad que nos acontece?

En las últimas tres décadas se afirmó con mucha fuerza en la Argentina una tendencia a la institucionalización academicista de las ciencias sociales, asociada a la aceptación de un conjunto de procedimientos meritocráticos y jerarquizantes de los saberes, las escrituras y las vidas, y a la aceptación resignada, cuando no gozosa, de los sistemas de “evaluación” de lo que hacemos en nuestras instituciones, y de una evaluación centrada en la preocupación por la afirmación de ciertos estándares de escritura, por la legitimación de cierto tipo de publicaciones. La tendencia a la especialización de los saberes a la que nos referíamos hace un momento hace sistema con la aceptación de este modelo. Con la adopción de ciertas lenguas o criptolenguas académicas que a veces le quitan a los escritos de las ciencias sociales su capacidad de impacto sobre la opinión pública, sobre el mundo de la política. Entonces, es posible distinguir entre dos figuras. Una es la figura del académico, que es el tipo que escribe papers, que hace “carrera” académica. La otra es la figura del intelectual, que es el que habla la lengua de los debates públicos; el que interviene con sus artículos en los diarios, con sus opiniones en los medios, con su palabra en la plaza pública, y con sus libros, en otro tipo de debate. Es el modo que en la Argentina encarnó, emblemáticamente, Viñas. Y es el modelo que encarnaba Horacio. Yo creo que es un modelo en fuerte peligro de colonización por la lógica más académica y burocrática de las instituciones universitarias que han aceptado que la lógica del mercado las gobierne también desde dentro de sus propios, presuntamente “autónomos” mecanismos de funcionamiento, evaluación y auto-evaluación. La escritura y la palabra, que es la herramienta con la que el intelectual interviene en los debates, están amenazadas de colonización y domesticación por muchos lados. Uno de esos lados es la academia. Otro es el de los propios medios. Y además el de la industria editorial.

La imagen del intelectual debatiendo con políticos sobre la realidad social, incluso en televisión, hoy parece perdida. Y esos vacíos terminan llenándose con personajes mediáticos que les sirven a los medios.

Eso me parece muy grave. Creo que en los años de los que hemos hablado, los de mi propia formación política e intelectual –y los años previos, desde ya– había un importante campo de debate de ideas en el cruce entre las revistas que se publicaban y que se vendían en los kioscos de la calle Corrientes, o de las “calles Corrientes” de todo el país. Y que leíamos, subrayábamos, para después dar las discusiones en los distintos espacios de militancia, de trabajo, universitarios. Había un espacio público muy animado por el debate de las ideas y había también un modo en que los medios incorporaban esas ideas, en el que esas ideas todavía conseguían expresar el lenguaje propio de la vida intelectual más acá o más allá de la proverbial “tiranía de los medios”, que hoy en cambio aceptamos, parece, sin chistar. Hay que seguir pensando (ya mencioné a mi maestro Oscar Landi) la forma de esa tiranía. Que no es el resultado de alguna forma de imperativo técnico imponiéndose sobre las conversaciones, sino una consecuencia política de nuestra aceptación de que sean los medios los que pongan las reglas de los debates, los que impongan su temporalidad y su lógica: los tiempos cortos, los ritmos febriles, los “tenemos que ir redondeando”: el llamado “intelectual”, que en este proceso se ha redefinido de un modo no necesariamente interesante ni favorable a una mirada más crítica sobre el mundo, va a un programa de televisión y tiene suerte si puede hablar durante tres minutos seguidos sin que lo interrumpan. Y va a decir lo que de alguna manera se espera que diga. No va a patear ningún tablero, y si lo intentara el conductor que le pregunta le diría que esa parte no se entendió y que por qué no lo explica “para que se entienda”. La trampa de la transparencia, de la inteligibilidad como horizonte deseable de las conversaciones. Pero habría que preguntarse si las cosas son distintas con las reglas que nos propone la academia. Quiero decir: así como los periodistas te dicen “Vamos redondeando que tengo que vender un champú anti-friz dentro de 40 segundos”, así también la academia te dice: vamos redondeando, no más de tantas palabras, no menos de tantos caracteres, no más de cinco “key words”, abstract en castellano y en inglés, “para que se entienda” donde importa que se entienda: en el centro económico y político del mundo, que hace una generación o dos los intelectuales se dedicaban a criticar, y para el que hoy, en cambio, los académicos escriben papers que no se olvidan de consignar, después, en el sub-ítem “En revistas internacionales” de sus ridiculum vitae.

Ahora nos encontramos frente a un desafío que parece crítico, en donde nos arrinconamos por el avance de la derecha conservadora y en que la única alternativa parece ser asimilarse a ella incorporando actores que sean funcionales a ese establishment.

Frente a este desafío, lo que podemos hacer es construir espacios para una conversación, una discusión, una deliberación de los ciudadanos y de las ciudadanas, de las organizaciones sociales, de los sindicatos, de los movimientos de trabajadores desocupados, de los movimientos de trabajadores de la economía popular, del conjunto de los actores de la vida social y política, que tienen que encontrar o inventar más espacios de discusión que los que hoy encuentran. Y me parece que los llamados intelectuales deben también encontrar el modo de inscribir sus propias palabras en esos espacios y contribuir así a mejorar la puntería, si son capaces, de esas discusiones que tienen que multiplicarse y volverse más ricas, más densas. Ni dedicarse todo el día a escribir papers ni suponer que participan en los debates públicos por hacer apariciones fulgurantes de siete minutos en un programa donde se los invita para decir lo que se supone que van a decir: para cumplir su parte en un show bussiness totalmente previsible. La pregunta es cómo encontramos otros ámbitos, o cómo ayudamos a construir otros ámbitos democráticos para ejercer la palabra.

“Frente a este desafío, lo que podemos hacer es construir espacios para una conversación, una discusión, una deliberación de los ciudadanos y de las ciudadanas, de las organizaciones sociales, de los sindicatos, de los movimientos de trabajadores desocupados, de los movimientos de trabajadores de la economía popular, del conjunto de los actores de la vida social y política, que tienen que encontrar o inventar más espacios de discusión que los que hoy encuentran”.

¿Y vos ves en eso un factor de la poca participación deliberativa de la sociedad?

No sé si hay tan poca participación deliberativa. Sí sé que tiene que haber más. Me parece que la democracia en la Argentina, desde el año 83, está tensionada por dos polos o fuerzas. Una que la lleva en la dirección más clásicamente liberal, representacionalista, y que es la que se inscribe en la tradición de los fundadores de la democracia norteamericana y del constitucionalismo liberal argentino: de El Federalista y de las Bases, digamos, que nos enseñan que el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes. Esa es una forma de pensar la política, que manda al pueblo a la casa y hace de la política un asunto de expertos. Contra eso hay otra tradición muy fuerte en la Argentina, que es la que dice “No: el pueblo quiere saber de qué se trata”, quiere participar, tiene cosas que decir y decisiones que tomar a través de su intervención en los debates. Esa es la tradición de la democracia participativa, deliberativa y activa. Del 83 hasta acá, esos dos polos han estado en tensión, y ha habido momentos en que los gobernantes han sido más sensibles o han tenido una escucha más atenta a lo que surge de esa deliberación colectiva, ciudadana, popular. Y hay momentos en que tenemos escuchas mucho menos atentas a lo que tiene para decir, y a lo que dice, de mil modos distintos, el pueblo. Por supuesto, un momento particularmente dramático de la vida política argentina de los últimos cuarenta años es el domingo de Pascuas de 1987, en que, con toda la ciudadanía reunida en la Plaza de Mayo, y en todas las plazas cívicas del país, el presidente nos dice “de esto me ocupo yo, es un asunto para los que sabemos, ustedes vayan a sus casas a besar a sus hijos”. Eso es un problema, porque, en efecto, aleja a la ciudadanía del ejercicio del poder. Me parece que el menemismo, con su lógica privatizadora, hedonista, consumista, nos siguió alejando de la cosa pública. Hay una vuelta, una vuelta a “hacerse cargo”, de un modo ciertamente espontáneo, tumultuoso, silvestre, en 2001 y 2002. Creo que eso lleva a que después el gobierno democrático que siguió tuviera también un oído atento a los actores de la vida social. Con más o menos, o de más a menos, posiblemente.

Y pudimos romper la lógica de virar entre dos polos ideológicos para profundizar un modelo de país a largo plazo, que hasta puso un satélite en órbita.

Sí, todo eso fue muy interesante. Pero no necesariamente fue en el sentido de un aliento a una creciente forma de participación popular en la Argentina. Más bien fue en el sentido de un aliento a la “normalización” de la situación y a una reposición de los lazos representativos clásicos.

También influyeron los medios de comunicación en eso.

Los medios de comunicación y los modos de conducción. Habría mucho para conversar sobre ese asunto. Tema viejo, weberiano: el carisma. Y sus “transformaciones”, como dice Weber en Economía y Sociedad. Hay muchas enseñanzas para tomar de esa experiencia en esta coyuntura argentina. Lo que pasó en el medio ni hay que contarlo. Un gobierno neoliberal autoritario, fuertemente desalentador de toda forma de participación popular en los asuntos públicos, y después la pandemia, que nos volvió a mandar a nuestras casas justo cuando andábamos con ganas de volver a salir de ellas.

¿Y todo eso no fue una confirmación de la teoría de que no hay alternativa a esa lógica capitalista?

Creo que este es un momento muy interesante porque está abierto. En este momento puede terminar imponiéndose un modo de pensarse la política a distancia de la cosa pública, lo que nos lleva a aceptar que, para tomar tu expresión, “no hay alternativa”, y a dedicarnos a ver series danesas en Netflix, u otro modo, de mayor involucramiento de los ciudadanos y las ciudadanas en la vida pública. Esa es hoy la discusión, que es la discusión a la que debe ser sensible, y a la que tiene que contribuir a dar un cauce adecuado: democrático y no resignado, el propio gobierno. Digo: cuál va a ser el lugar de la discusión ciudadana en la gestión de los asuntos comunes. En la toma de decisiones. Una decisión: quién va a ser la o el candidato el año que viene. Ese es uno de los asuntos sobre los que esta vez sería lindo conversar, y no que nos avisaran un ratito antes de tener que ir a votar, pero por supuesto que no es el único ni el más importante: hay muchos más asuntos en los que la ciudadanía y sus organizaciones tienen que participar. Ojalá esta vuelta lo hagamos mejor. No podemos volver a echar al movimiento obrero organizado diciéndole que nosotros trabajamos desde chiquitos, y después verificar cómo se van al único lugar que les dejamos para que se vayan: a la derecha, y contentarnos y ratificarnos en esa contemplación confirmatoria. Ni enojarnos con el movimiento de trabajadores de la economía social porque uno u otro de sus dirigentes no nos cae simpático. Ni exigirles ahora a esos dirigentes, a las organizaciones sociales y a sus integrantes que demuestren que no son la cloaca por la que se fuga el dinero de los argentinos y poner a las universidades (porque somos serios y porque la ciencia y el conocimiento y la objetividad) a “auditarlos”. ¿Qué locura es esa? ¿Qué disparate es ese? ¿En serio es a esos actores, hoy, en la Argentina, a los que creemos que tenemos que “auditar”? No: por ahí vamos mal. Ojalá entendamos pronto que es con esos actores, y no contra ellos, que tenemos que pensar la manera de democratizar la vida política en el país.



Eduardo Rinesi
Curso de Sociología
Caterva
2022

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