Vértices

Raúl Perrone: “Los tipos de mi edad me aburren, en los talleres y en mi vida siempre están los pibes y las pibas”

El prolífico realizador de cine recorre los orígenes de su universo creador y reafirma su condición de obrero del séptimo arte. Además, analiza la visión de la marginalidad en la industria y las falsas posturas alrededor de lo “independiente”.


Por Marvel Aguilera y Pablo Pagés. Fotos: Gisele Velázquez.

Raúl Perrone siempre está filmando, como una pulsión natural. El arte y el oficio se conjugan en su naturaleza. Son inseparables. Hacedor de relatos que brillan por la presencia de las subjetividades en plenos actos de vida: en sus libertades, goces, anhelos, encuentros y desencuentros. Es que con más de sesenta películas en su haber, “El Perro” persiste. Transita uno de sus mejores momentos cinematográficos luego del éxito que trajo Sean Eternxs, su último film que retrata la vida barrial de los jóvenes de Ituzaingó desde una impronta poética: el cruce de imágenes y relatos que se hilan desde el montaje para dar lugar a una nueva interpretación de las realidades sociales. Un lenguaje perspicaz, crudo y estético, que invita a correrse de los estereotipos conurbanenses que transitan en los unitarios de plataformas, para dar pie a una mirada desprejuiciada, sin estigmas ni edulcorantes.

En un bar frente a la Plaza de Ituzaingó, el lugar del que nunca quiso irse, Perrone reflexiona con entusiasmo y orgullo acerca del recorrido que supo hacer sin la necesidad de someterse a las condiciones de la industria. Es que pensar en su cine, está irremediablemente ligado a ese espíritu de autor que fue sembrando como un trabajador de la tierra a lo largo de sus largometrajes: historias mínimas que reflejan el clima de época; atmósferas personales; opus del barrio de Ituzaingó caracterizado como un escenario vivaz pero sin estridencias; la técnica puesta al servicio de la artesanía del cine. Si la trilogía conformada por Labios de churrasco, Graciadió y 5 pal peso supo darlo a conocer como un director cuya búsqueda rompía los cánones del cine argentino, las películas que conformaron su última década como P3nd3jo5, Fávula, Raggazi y Corsario, exploran ese universo tan impredecible de las juventudes y se sumergen en un trance hipnótico de miradas y movimientos. Poemas visuales que abren el juego a las percepciones sensoriales de los espectadores.

En un clima de época donde sobreabunda el decir, Perrone parece haber iniciado una cruzada por ese cine de la observación, de valorizar los silencios, el relato en off. En otras palabras, de arriesgar por algo distinto. Ya sea con una tragedia situada en un bosque o en las plazas del conurbano, lo que permanece en su cine es la creación sin ataduras. Desde sus talleres que convocan aprendices de incontables latitudes, Perrone ha consolidado un pequeño universo en donde prima el pulso propio, la autonomía de decisión, incluso contra el cliché de lo “independiente” a partir de una contienda más concreta, encontrar otra manera de hacer cine.

Revista ruda

¿Cómo recordás tus años de infancia, esos en que creciste y fuiste absorbiendo tu bagaje cultural?

A veces escucho a muchos directores de cine que dicen “me dedico al cine por mi viejo” o cosas así. Yo tuve la puta mala suerte de que no me daban pelota, ni siquiera cuando tenía diecisiete años y venía a esta plaza (Plaza Ituzaingó) y quería hacer películas. No sé por qué carajo quería hacer películas. Eso sumándole que no había ningún tipo de información, como todo lo que hay ahora. Tenía un amigo y con ese amigo era todo un trámite irte a capital, ver películas. Ahí empecé a conocer a tipos como Fellini, Bergman.

¿Y el cine de Ituzaingó estaba presente en ese entonces?

No, a este cine yo venía de muy pibito y veía películas de Sandro. Que también era todo un plan, porque donde yo vivía era calle de tierra y había dos o tres bondis por día. Era todo muy raro. Pero sí recuerdo que con ese amigo, el gordo Horacio, que ya partió hace tiempo, un día pasamos por una casa de fotos y le digo: “Gordo, quiero hacer una película”. Me metí y pregunté. Era un chanta el tipo, Fernández, hacía casamientos. Le dije “mirá, quiero hacer un corto”. Para ese entonces, yo tenía una cosa como de líder, y había un grupo de pibes que me seguían y… Hacía cosas. Veía películas, y hacía cosas todo el tiempo. Y el tipo me dice “bueno”, sacó cuentas y dijo “te va a salir tanto”. Todo lo que en ese momento había era Súper 8. Estamos hablando del año 70, y yo tenía dieciséis o diecisiete años. Me dije, “bueno, vamos a hacerlo”. Empecé a hacer unos cortos, y tenía que mandar a revelar el material a Alemania, porque acá no había para revelar. Tardaba como tres meses, pero yo pateaba la puerta cada tres días. Una ansiedad insoportable, aparte no saber cómo había salido ni nada. Y después, cuando salía, la montaba con el tipo. Así empecé y descubrí que había un lugar que se llamaba UNCIPAR -que creo sigue existiendo- y es la Unión de Cineastas de Espacio Reducido. Estaba en la calle Alsina y todos los fines de semana pasaban cortos. Un día algo experimental, otro sábado documental. Y se debatía. Así empecé a conocer a tipos, algunos directores. Ese fue el comienzo y, paralelamente, me dediqué al dibujo.

¿Del dibujo pasaste al cine o dibujar era previo a esa incursión en el mundo del cine?

No, en realidad dibujo desde los cinco años. Empecé dibujando a mi abuelo. Sin haber estudiado nunca, porque tengo una teoría -lo loco es que terminé enseñando- en la que creo que no tengo alma de docente, sino más bien de transmisor de ideas. A veces cuando me saludan y me dicen “maestro”, me molesta bastante. Entonces, siempre dibujé pero no hacía historietas, sino caricaturas. Y era muy difícil conseguir laburo porque se tenía que morir un dibujante o que salga un diario nuevo. Pero empecé a laburar en el Cronista Comercial, haciendo algunas carillas.

Digamos que el dibujo, en todo lo que respecta a la puesta del cuadro, sirve mucho para el desarrollo cinematográfico.

Bueno, en realidad la pintura. Porque yo era un dibujante raro. Cuando salió el Tiempo Argentino en los años ochenta, del que luego tomaría el formato Página/12, porque tenía un tamaño muy distinto, fue el primero que empezó a implementar los suplementos: Cultura, Espectáculos, Suplemento Joven. Y yo ya hacía todas las caricaturas del diario, y tenía cosas de pintor. Laburaba con papel higiénico o con papel de baño, el que se usa para secarse las manos. Hacía una caricatura de Charly García y la pintaba con dentrífico. Entonces todos decían, “Perrone está loco”. Aparte, nunca usé tablero, siempre mesa de escritorio. Y a veces me ponía abajo del escritorio. Toda la redacción decía: “¿qué hace el tipo este?”. Bueno, yo me concentraba abajo del escritorio. Y hacía todas las caricaturas, desde política a espectáculos. Era como la imagen gráfica del diario. Era mi sueño, digamos. Y eso me posibilitó que en poco tiempo hiciera casi siete libros de dibujos: de Borges, Discépolo. El último libro fue “20 años de rock and roll”. Yo laburaba mucho en esos años. A los dicienueve estaba casado y tenía terribles problemas porque no hablaba, me la pasaba dibujando todo el día. Y siempre era como muy apasionado. Paralelamente, sabía que me gustaba el cine. Entonces, más en los ochenta, continué con el tema de los cortos cuando salió el VHS. Hice cortos con Calamaro, con Charly García. Empecé a incluir músicos.

¿Y el hecho de hacer arte y expresarte en el diario te generaban algún tipo de tensión política en los años setenta?

No, es loco eso, porque laburaba en un diario político. Pero siempre fui independiente. Soy peronista, pero no soy un militante. Siempre estuve cerca del peronismo, y después del kirchnerimo. Pero la realidad es que nunca le di mucha pelota a la política. Obviamente sabía muy bien en el diario que no era lo mismo hacer una caricatura de Videla, Lorenzo Miguel o Ubaldini. Uno se daba cuenta cuál era el tipo al que podía hacer mierda. Y he tenido inclusive problemas por eso.

Hay una imagen de tu cine que parece proyectar con cierta melancolía lo que fue el peronismo en esa época industrial y cómo después ese proyecto quedó abandonado y a la vista en grandes fábricas cerradas y todo un plan que no pudo terminar de desarrollarse y fue cortado por las dictaduras.

En realidad, la trilogía de los noventa eran películas de una época post menemista, del no futuro. Tenía que ver con eso. En esa época, a pesar de ser adolescentes más grandes, tipos de veinticinco y no pibitos de diecisiete años, eran tipos que no tenían futuro. Yo siempre sentí como la necesidad de darle la palabra a los pendejos, y no a los tipos, como en ese momento yo, de treinta y nueve años. No eso de bajar línea y decir “vos sos un vago y bla bla”, sino que nunca aparecían tipos de mi edad en las películas. Los tipos de mi edad me aburren, no puedo tomar un café con un tipo de mi edad, ya es viejo para mí. Mi cabeza es la cabeza de un pibe de treinta en el cuerpo de un tipo grande. En los talleres y en mi vida siempre están los pibes, y las pibas.

¿Cuál fue la película en la que terminaste de decidir que querías dedicarte al cine, fue Labios de Churrasco?

Pasa que antes de Labios de Churrasco ya había hecho cortos, con Charly, con Calamaro. Había hecho para la MTV cinco capítulos de una miniserie que nunca salió, que se llamaba No seas cruel. Era como un homenaje a las películas de Súper Acción que daban en Canal 11. Unos detectives medio pelotudos que nunca resolvían ningún caso. Era muy gracioso, y ahí trabajaron Dárgelos de Babasónicos, Adrián Otero, siempre metíamos un rockero. Pero cuando llegó el momento de “Labios”, yo ya sabía que quería hacer películas sobre lo que no se contaba, porque en la televisión todo lo que se mostraba eran pibes conchetos. Y los barrios eran San Telmo. Yo me decía, “loco, estamos en los noventa y seguimos mostrando el 1900”. Entonces, yo había aprendido con las series de televisión que mostraban barrios como Portland, Oregon, Michigan, y pensaba “por qué no laburar en Ituzaingó con casa bajas, con cielos”. Y eso de alguna manera creó como una tendencia, una moda. Después vinieron los traperos de La Matanza, los pibes de Haedo; empezó a haber cine en los barrios. Y venían muchos pibes de la FUC, de la capital, a conocer los cines de Ituzaingó por las películas. Yo tenía muy en claro que quería hacer otro tipo de cine. Me parece que sigue siendo raro hoy. Imaginate lo que era en los noventa ver a un tipo caminando durante diez minutos por la calle, no lo hacía nadie. Se creó una cosa por los pibes. He tenido anécdotas hermosas. No me han llegado a afanar porque me reconocieron como el que hacía películas. “Ah, vos sos el que filma”. Y no me afanaban por eso, porque sabían que le daba voz a esos pibes.

Después, sobre el taller, ya sea en esta plaza o en la otra, los sábados se juntaban pibes a fumar porro que no tenían noción de nada, y empezaron a ir al taller que estaba yo. Y esos pibes empezaron a encontrar una vocación.

“La trilogía de los noventa eran películas de una época post menemista, del no futuro. Tenía que ver con eso. En esa época, a pesar de ser adolescentes más grandes, tipos de veinticinco y no pibitos de diecisiete años, eran tipos que no tenían futuro”.

Hubo toda una tendencia también respecto de ese cine independiente de tomas largas y de mostrar otra propuesta.

Lo que pasa es que creo que la palabra “independiente” caduca de miserable a esta altura del partido. Andá a buscar a estos tipos del cine independiente de los noventa. ¿Qué hicieron después? Hay que mantener la independencia. Es muy difícil hacer películas e ir renovándote. Tenés que tener mucha entereza.

Podés estar en un lugar fácil sin autocrítica.

En un lugar fácil de fragilidad, y que te hagan pelota.

Bueno, en un momento se empezó a asociar tu cine con esta cuestión del conurbano y las carencias. Sin embargo, tus películas, incluso la última de ellas -Sean Eternxs- muestra a esa juventud en todo sentido, con esas carencias, pero también con sus voces, sus disfrutes; cantando, pasándola bien. No está la marginalidad solo como una cuestión de violencia.

Bueno, esa es una constancia de mi cine. Yo puedo hacer esta última película y hacerte una película del siglo XVIII. De la misma manera. Porque manejo varios registros. Pero siempre apunto a la poesía. Entonces, mostrar la marginalidad de la manera que se la muestra es una obviedad y es miserable. Si yo muestro a estos pibes y los muestro de caño, es miserable. Ya lo hacen los noticieros de televisión. Ponen música de fondo y entran a una villa. Eso es una película del cine independiente de los noventa. Y muchos siguen haciéndola.

Por eso la independencia es otra cosa, hay que tener muchos huevos, de verdad. Hacer una película como Sean Eternxs donde vos mostrás pibes de diecisiete años con un relato tremendo, pibes que cuentan que iban a afanar y que las balas le pasaban por acá, es tremendo. A mí me lo contaba el pibe y no lo podía creer. Pero yo no lo puedo mandar en cana a ese pibe mostrando eso. Ni siquiera hacer una película y mostrarlo, porque me parece indigno. Entonces ¿qué hice? Mostré el relato de una película en donde se contaba eso, pero pasaba todo lo contrario. El pibe está de vacaciones, trata de pasarla bien. Es totalmente lo opuesto. Y eso es poesía pura. Lo bueno es que hay un público que me sigue, una crítica. Sean Eternxs explotó a ese nivel. Tuvo críticas muy buenas y agotando todas las funciones que se hicieron. Hay que hacer eso después de sesenta películas. Es muy difícil. Yo estoy haciendo cuatro películas por año. Si yo hiciera una cada diez años, que es lo que le pasa a Martel y a otros tipos, sería un snobismo imbécil.

Sean Eternxs (2022)

Me hace acordar a algo que decía el escritor Andrés Rivera sobre el arte asociado a una lógica fabril, de lo operario, y no a un libreto que cae o a una inspiración divina.

Lo digo hace mucho tiempo, para mí ponerme a editar es lo más placentero, porque no tengo que estar con la gente de alguna manera. Es calzarme como un overol y estar editando hasta las cuatro de la mañana. Es trabajar como un zapatero, como un obrero. Cuando muchos tipos que hacen cine se den cuenta de que hacer una película es laburar, no lo hacen más.

¿Pero de alguna manera hacer cine no es acaso caro y eso juega con las posibilidades de tener herramientas para hacer tus peliculas?

No, si vos te fijas en mis películas tienen técnicamente un alto nivel. Un altísimo nivel. No tiene que ver con la plata la calidad de lo que vos hagas. Esa es una excusa estúpida. Yo creo que lo digital dignificó a la palabra “video”. En los noventa si vos decías eso… Pero hoy en día vas al festival de Cannes y llevás un disco rígido y decís “tome mi película”. La haga quien la haga. Con toda la guita del mundo y lo que vos quieras, pero te llevan un disco rígido. Bueno, yo ya lo hacía treinta años atrás. Te daba mi VHS. O sea, el digital dignificó la palabra. Lo que le hizo ver a los idiotas es que se podía. No es que yo tuve la bola mágica, no lo sabía.

Pienso que un fílmico bien hecho en otras épocas, como lo que hacía Salvador Mellita u otros técnicos de fotografia, eran verdaderamente matemáticos. Hacían muchas cosas a ojo.

Lo que pasa es que el cine cambió. Técnicamente también cambió. Antes los directores de fotografía no hacían cámara. Hoy los directores hacen cámara y fotografía. Es decir, podés tener un director de fotografía, pero el que marca es el director. Lo importante es que sepas que querés vos como director.

¿Y vos siempre supiste que querías estar por fuera de la gran industria?

Sí, pero lo logré estando en la industria, desgraciadamente. Hay tipos de la industria que por ejemplo no tienen reconocimiento autoral. Y yo lo tuve sin viajar. En los noventa, por ejemplo, no había festival que no pudiera tomar tu película si vos no viajabas. Yo los cagué a todos en ese sentido. Fijate que hoy está de moda el Zoom o el Meet. Bueno, yo hacía Skype. Cuando les decía de hacer Skype creían que estaba completamente loco. En la primera retrospectiva que tuve en la cineteca de México, la hice por Skype. Convenciendo al director de que pasara diez películas más porque yo no iba a ir. El tipo no lo podía creer. ¿Qué pasa? Esto de ir a los festivales lo inventaron los directores, para poder irse de vacaciones. Y yo logré que mis películas se vieran, que me hicieran homenajes en Viena, en México, en Chile, Perú, Venezuela, sin moverme de mi casa.

¿Nunca fuiste a ninguno?

Jamás. Siempre salía por Skype. Y los tipos que me querían hacer nota, incluso de Perú, venían acá, a Ituzaingó. Y eso la industria no lo logró, y yo tampoco lo busqué. Pero se fue dando. Una película de Francella no va a la bienal de Austria. Una de Darín no va. Van tipos autores, del mundo. P3nd3jo5 hizo treinta festivales, por ejemplo. Fávula hizo entre veinticino y treinta. Y yo acá, en Ituzaingó, haciendo otra película. ¿De qué industria me hablás? Yo no paso por el INCAA, pero en todos los años en cada libro del INCAA están mis películas. Ahora, por ejemplo, hay un museo que va a hacer una lectura de los años noventa: cultura, cine, música. Entre todo eso está Labios de Churrasco. ¿Dónde la consiguen? En el INCAA. Primero me llaman para que los autorice. Les doy el ok y les pregunto “¿Y ya la tenés?”. Me dicen “Sí, me la dieron en el INCAA”. Porque yo sin estar en el INCAA represento a la Argentina en todos los festivales que voy.

Pero seguramente te ofrecieron alguna vez hacer una pelicula “comercial”.

Me ofrecieron muchas cosas (risas). Lo que pasa es que la frutillita la tenés siempre. Está en vos aprovecharla o no. Si vos estás en una ronda y a los quince años te ofrecen un porro, está en vos agarrarlo o no. Si vos no lo agarrás, es personalidad, saber lo que vos querés. Me han ofrecido muchísima guita. Me han llamado algunos abogados del cine y siempre les dije que no. Es una postura. A mí me gusta lo que yo hago. Me acuerdo que con Fabián Bielinsky hicimos un programa en Canal A que trataba el tema de la industria. Y era muy gracioso porque nos hacían paralelamente las mismas preguntas a los dos. Y el tipo decía “bueno, tenemos un equipo de trescientas personas”. Y me preguntaban a mí, “¿cómo trabaja El Perro?”. Y “bueno, con cinco o seis tipos”. El programa enfrentaba siempre a escritores, directores, pintores. Yo no podría estar en ese mundo, no podría tener cuatro o cinco asistentes. Es gente que está al pedo, que se pone ahí y tenés que pagarle. O es llegar a un bar y estar cuatro horas para hacer un plano, porque no saben cómo poner la cámara o estar tres horas para poner las luces. Me enfermo.

Pareciera que lo tienen que hacer porque el protocolo es ese. Hay que tener un camión de catering en la puerta. ¡Pero vamos a comer una picada! ¿De qué catering me hablás? Pero así es el asunto. Ojo que hay mucha gente en Europa que piensa exactamente igual, no es que yo sea un ovni. Hay muchos tipos que laburan así. Woody Allen sin ir más lejos es un tipo que labura con menos de cien personas, y hace una película por año como un reloj. Te puede gustar o no.

“P3nd3jo5 hizo treinta festivales, por ejemplo. Fávula hizo entre veinticino y treinta. Y yo acá, en Ituzaingó, haciendo otra película. ¿De qué industria me hablás? Yo no paso por el INCAA, pero en todos los años en cada libro del INCAA están mis películas”.

Bueno, está el Dogma 95 y seguramente su mejor película, La Celebración. Que además tiene un juego con las cámaras de mucha improvisación.

Pero eso se contradice con lo que dijimos, porque el Dogma se hace con una cámara de mierda, sin luces. Es que no tiene que ver el formato, tiene que ver lo que vos estás contando. Y eso llevado al paroxismo. El Dogma fue un invento de [Lars] Von Trier que es el dueño de la agencia de publicidad más grande del mundo. Un reverendo hijo de puta. Andá a buscar una película del Dogma. ¿Dónde está ahora? Yo le decía “el boludogma”. La Celebración me gustó mucho, pero creo que es un tipo con mucha guita jugando a ser distinto. Un tipo con una camarita andando sin luces, a ver qué onda. Pero, si vos crees en eso ¿por qué no seguís en eso?

¿Por qué siempre Ituzaingó? ¿Qué tiene que de alguna forma te completa y te hace no necesitar de otro contexto en tus películas?

Al principio por esto que comentaba del enojo de ver en la tele siempre los mismos escenarios. Y después, básicamente por una cuestión de vagancia, de no trasladarme, me cuesta mucho. Y también aprendí que no hace falta moverte, que vos podés filmar en los mismos lugares y nunca van a parecer ser los mismos. Quizás si tuviera ese espíritu de querer moverme y conocer, te imaginás que no hubiera parado. Es más, me habían ofrecido un mes estar en Viena o la cineteca de México me había ofrecido ir a las cárceles, hacer un taller y quedarme un mes y medio allá. Y ni hablar de la guita que hubiera hecho, además de conocer lugares. Desgraciadamente, no viajo, qué le puedo hacer. Me siento mejor así. Pocas veces salí. Una vez fui a filmar a Córdoba. Pero acá me siento muy cómodo y sigo descubriendo lugares.

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