Vértices

Alfredo Piro: “Todo ejercicio catártico al componer es atravesar algún momento de crisis emocional o existencial”

El músico, que recorrió con solidez los caminos del tango y el rock, está presentando Por qué cantamos Zitarrosa en Pista Urbana junto con Analía Sirio, Emiliano Petrocelli, Victoria Vivanco y Emiliano Samar. En esta nota, desglosa sus inicios en la música, su trabajo discográfico y el origen del duo Tangótico.


Por Marvel Aguilera. Fotos: Eloy Rodríguez Tale

Cuando Alfredo Piro lanzó su segundo álbum de estudio titulado Segundas intenciones allá por 2004, hubo un encastre que finalmente cerró alrededor de aquel entorno primigenio que lo supo empapar de sonidos de tango y canciones populares, y las pasiones efervescentes que en su adolescencia lo habían marcado a través del rock y la gran transformación que vivió la escena nacional de la mano de bandas como Soda Stereo, Sumo y Virus a mediados de los ochenta.

Con una voz resonante y altiva, Alfredo fue entreverándose con frescura en esa renovación que el tango veía germinar en su interior, y que marcaba una etapa en que el paradigma de lo tradicional buscaba una ruptura con las nuevas formas musicales de los años 90 y 2000. Una “catarsis” que Alfredo, hijo de los reconocidos músicos Susana Rinaldi y Osvaldo Piro, ya había atravesado en el Parakultural, donde toda expresión artística era posible; un lugar en que lo performático, la improvisación y el talento más innato hacían gala para mixturarse en un aprendizaje concentrado de manifestación cultural independiente.

Puede que esa capacidad de libertad plena vista en primera persona lo haya permeado para construir un derrotero sonoro que lo ha llevado a grabar un disco con canciones del notable Alfredo Zitarrosa en Oír de noche, y poner todo su acervo estético proveniente del rock británico años después en un álbum como El tiempo de los necios, con la producción de Richard Coleman. El cual sería, tal vez, el último paso de su dialéctica hacia la constitución del duo Tangótico: la síntesis que junto a Pablo Montanelli lo encontraría con las herramientas justas para hacer confluir las búsquedas sonoras que marcaron su recorrido y, asimismo, la necesidad de profundizar su faceta de letrista.

El espíritu de transformación de Alfredo, lo tiene actualmente como parte de la obra Por qué cantamos a Zitarrosa, junto con Analía Sirio, Emiliano Petrocelli, Victoria Vivanco y la dirección de Emiliano Samar. Un espectáculo que lo tendrá hasta fin de mayo en Pista Urbana, donde lo musical se cruza con lo poético para adentrarse en la figura del músico uruguayo desde una lógica teatral, donde los géneros se bifurcan y la intimidad con el público construye un diálogo artístico y perceptivo.

En el extremo lateral del célebre Bar Los Galgos, casi al lado de la escalera, Alfredo está sentado, respirando esa porteñidad que se palpa a través del aroma del café, el tintineo de los cubiertos, la charla que resuena con una cadencia acelerada, como si la liquidez de las horas nos confinara a conversaciones supinas, pellizcadas de una realidad mezquina. Con una remera de la banda originaria de Leeds, The Mission, y la mirada adusta, Alfredo se sumerge en los recuerdos para encontrar los cauces de un itinerario musical que no fue tan lógico como uno cree al pensar en su familia.

“A medida que van cruzando los años, que se pone en curso la vida misma, voy convenciéndome más de que la música incidental que uno lleva impregnada como huella propia, es la música que uno coyunturalmente practicó en su adolescencia, particularmente entre los 15 y 20 años. En mi caso, tuvo que ver con el rock, que no era la música que se escuchaba en mi casa. Mi floja afición por todo lo que sea relativo al deporte me llevó a una catarsis, artísticamente, por la música. Y digo “catarsis” en la adolescencia, que es una circunstancia de la cual toda duda existencial se pone al servicio de un ejercicio catártico”, recuerda sobre su primer acercamiento a mundo artístico, que iba a estar marcado por rumbos diversos que a la larga volverían a encontrarse, para dar cuenta de una identidad consolidada.

Revista ruda


¿Y qué fue particularmente lo que te terminó de convencer de que la música era ya no solo una afición sino un camino para encontrarte a vos mismo artísticamente?

De chico, no como hábito sino como recurso natural interfamiliar, iba a presentaciones de mi madre, de mi padre, de mis tíos. Como un hecho natural, no como algo buscado o premeditado. Pero el bautismo de fuego fue a mis doce años. Lo digo con precisión, en junio de 1985 en el Teatro Astros escuchando a Soda Stereo. Fue totalmente casual. Fortuito o no. Pero fue como arribar a un bautismo de fuego. Dio la causalidad de que la tía de Gustavo Cerati tenía una inmobiliaria, Cerati Propiedades, y fue ella quien había vendido el departamento donde vivía con mi vieja y mi hermana. Y le había comentado a mi vieja que su sobrino tenía un grupo que hacía música, y le dejó una grabación preliminar del primer disco. No me olvido más, un viernes por la noche estaba comiendo en la casa de mi vieja con mi primo, ese día había ido al Colegio Lasalle, y tocaron timbre para pasar a buscar a mi hermana. Por una cuestión circunstancial, mi vieja dijo “Ligia no está, pero están los chicos”. Bueno, que vayan los chicos. En cuestión de minutos, en un Renault 18 llegamos a la puerta del Teatro Astros, con una fauna inimaginable para mis doce años, totalmente exótica.

Y eso tuvo mucho que ver con que ya el año anterior, en el 84, se venía escuchando una difusión de lo que se llamó el rock argentino. Hasta el 82, 83, todo lo que era la canción de autor, la canción ciudadana, se englobaba en lo que se consideraba como “rock”. Recuerdo las tapas de la revista Canta Rock con Marilina Ross, Alejandro Lerner. Y a partir del año 84 hay un quiebre, un lugar que se toma de pertenencia, y la identificación del rock pasa por Virus, Los violadores, Soda Stereo, Sumo. Ahí fue agarrar un sentido de pertencia y decir “esta es mi música”.

En la casa de mi vieja, donde convivía con mi hermana, no era lo que mucha gente puede llegar a suponer, que naturalmente se conformaban peñas donde alguien sacaba una guitarra o venía algún músico. Pero sí recuerdo que había una basta discografía de tango (naturalmente), de jazz, de folklore también, en el living de la casa de mi vieja. Eso estaba. Y en determinado momento, cuando por una cuestión activa decidí abrazar al tango, mi reminiscencia fueron esos discos que estaban ahí.

¿Y cuándo se dio ese quiebre hacia el tango?

No es que hubo una vuelta, fue un parte aguas. La música que naturalmente resonaba en los pasillos de mi casa materna, eran las voces de Ellis Regina, de Frank Sinatra, de Judy Garland, de Chavela Vargas, de Charles Aznavour. No tengo un recuerdo de tango.

Sería música popular.

Sí, música popular argentina y también internacional. El tango yo lo tenía relacionado con un repertorio que entonces no era el repertorio tradicional pero que sí resonaba en mí como un repertorio habitual, si se quiere. Era el que interpretaban mi viejo y mi vieja. Ellos se destacaron a lo largo de sus años de músicos por sembrar un nuevo repertorio, por apoyar un nuevo cancionero popular. En el caso de mi vieja, con Carmen Guzmán, con Eladia Blázques, con María Elena Walsh -fuera de su repertorio conocido de canciones para chicos-, con Héctor Negro. Y en el caso de mi viejo, con Julián Plaza, Raúl Galero, y con Ástor Piazzola. No era el repertorio que un chico de refilón podía llegar a escuchar un miércoles a la noche en Grandes Valores.

El paso se da muy tempranamente. Ese ejercicio catártico de abrazarme a la música fue a los catorce años en el Parakultural. Empezando, como generalmente sucede, con amigos un poco mayores que yo. Había una data que se pasaba: de riffs, de temas. Uno con esa pequeña estructura iba armando sus propios temas, como un grupo de conocimiento académico.

Una época esa de un arte muy ecléctico, de improvisación, de vanguardias.

Con mucha abundancia e influencia artística, no meramente desde lo musical. Uno iba al Parakultural -primero al de la calle Venezuela y a fines de los ochenta al de Chacabuco- a ver qué se encontraba. Y uno podía encontrarse con Don Cornelio y La Zona y Todos Tus Muertos o podías encontrarte con una presentación de gambas al ajillo o con Alejandro Urdapilleta. Había diferentes exponentes. Intervenciones artísticas de toda índole. Y eso estaba bueno, porque uno salía a la calle a buscar. Es inversamente proporcional a estos tiempos, donde uno se mete dentro de su propio teléfono. Es como que ya el escepticismo llegó al paroxismo total.

En esa búsqueda es que llegó el tango. Y ahí estaban los discos, en el living de la casa de mi vieja. Me fui al hueso del tango, a Rivero y su disco Lunfardo, a su homenaje a Discépolo con la orquesta de Héctor Scamponi. A lo que generacionalmente no me era correspondido por anacronismo. E inmediatamente me empezaron a dar ganas de poner en práctica esa necesidad de cantar. Y con el tango empecé a estudiar y formarme: canto, música, la historia, la raíz de nuestra música popular.

¿Ese aprendizaje lo hiciste solo o formabas parte de grupos artísticos?

Una latencia constante de ir, leer, investigar. Pasarme tardes enteras en la Hemeroteca del Congreso de la Nación o la Biblioteca Nacional. Irme a anotar en cursos del Liceo Superior del Tango que en ese entonces se dictaba en la Academia Nacional del Tango. Con el gusto de oír y al mismo tiempo la necesidad aprehensiva de conocer el tango. Tomar clases de historia con Carlos García, de los estilos con Raúl Garello, del lunfardo poético con José Gobello, con Héctor Negro y tantos otros.

Y tempranamente me encontré con lo que después se podrá reconocer como un movimiento que surgió a fines de los noventa, con emergentes como El Arraque, El Cardenal Domínguez, La Chicana, Lidia Borda. Todo lo que pasaba en el Club del Vino en la calle Cabrera. Un reconocimiento de partes: “mirá, hay que gente que estaba buscando lo mismo”.

En tus primeros discos, es verdad que hay un paso por el tango tradicional pero también se vislumbran ciertos tonos del rock británico de los ochenta, una atmósfera amalgamada de estilos.

En el caso de Bien Debute es un disco que para mí salió prematuramente. No me identifico literalmente con la concepción artística de ese disco. Pero en el caso de Segundas Intenciones, del año 2004, sí tiene que ver con encontrarle la vuelta a ese recorrido que empezó en el 96. Me dije, “a ver, cómo se sube a esta maquinaria”. Había un anacronismo que, por un lado, me seducía desde el desafío, pero no me terminaba de convocar generacionalmente. Y había un tipo de cantor que estaba anclado en la famosa década de oro del 40, que comienza a fines de la década del 30 y llega hasta el 55, y coincide con la época del golpe a Perón.

En ese recorrido me encontré a mí mismo, sin ambivalencias, sin antagonismos. Me di cuenta que cierta condición melancólica podría hermanarse, por ejemplo, The Cure con cierta desesperación existencialista discepoliana. Entonces ahí sí, porque ciertamente esa música de adolescencia es la huella que me quedó marcada, casi unívocamente, de grupos pertenecientes a esa tendencia postpunk. Está The Mission, The Cure; y acá en Buenos Aires: Don Cornelio y La Zona, Todos Tus Muertos, Sobrecarga, Fricción, El Corte, un montón más. Y ese fue mi primer acercamiento directo a la música.

En los 2000 empezaste a tocar en muchos festivales, algunos de ellos con géneros bastante distante del tango. ¿Cómo construiste ese camino hacia un público que buscara esa mixtura? ¿La milonga más tradicional estuvo lejos de tu ejercicio artístico o también pasaste por esa experiencia?

Nunca estuve en el nicho de la milonga. Circunstancialmente, me pasó que un tiempo canté con la Orquesta Típica Imperial o con un grupo de Gustavo Paglia. Hemos recorrido el circuito de milongas de entonces, pero de alguna manera se fue dando por un cauce natural. Supongamos que ese nicho, por ejemplo, estaba en el Café Tortoni. Había parámetros, desde la estética, que tiene que ver no solo con lo que cantabas, sino lo que te ponías: pilcha, pareja de baile. Si querés, lo rupturista comienza bastante tiempo después. En mi caso siempre traté de encontrar, y me sigue ocurriendo, mis propios espacios. No voy a cantar donde necesariamente se predique el tango. Si fortuitamente se da, lo hago, como he cantado en el Torcuato Tasso por ejemplo. Pero también hay lugares donde no necesariamente lo que se ponía en práctica excluyentemente era el tango. En el caso de festivales sí es algo que está por fuera del manejo de uno, porque casi ahí es excluyente. Pero mirá qué ironía, durante cuatro años estuve abocado a cantar con un grupo que armamos con unos compañeros, entre ellos Moscato Luna, para revisitar la obra de Alfredo Zitarrosa. Un grupo que se llamaba Guitarra Negra donde no cantaba un solo tango. Y paradójicamente es donde más tuve participación en festivales de tango.

¿Ahí es donde hiciste el disco Oir de noche?

No, ese disco fue previo. Pero Oír de noche fue el puntapié, porque hay una versión que yo grabo de “Doña soledad”. Ahí es donde de alguna manera me picó el bichito, que derivó en mi fascinación con Zitarrosa, que sigue hasta el día de hoy.

¿Traer la obra de Zitarrosa fue una manera de resignificar la canción rioplatense?

En ese momento fue un descubrimiento pleno, sin la necesidad de resignificar o pretender resignificar tamaña obra. Con Zitarrosa me pasó que cuando presenté mi primer disco, Buen Debute, lo presenté por ptimera vez en el Festival Joven Tango, en Montevideo. Unos pocos días después lo presento en el primer festival de tango de acá, en Buenos Aires. Cuando lo presento en Montevideo, en la sala Bas Ferreira, fui con los músicos que grabaron en el disco y con mi vieja de invitada, que también graba en el disco. En ese entonces, en Uruguay salió una colección que varios años después, parte de ella la reeditó Página/12, sobre los inéditos de Alfredo Zitarrosa, que incluía algunas versiones de un famoso disco de tangos, que nunca fue editado oficialmente, que Zitarrosa lo grabó circunstancialmente para recaudar fondos del Frente Amplio, pero nunca le gustó.

Y hubo un reconocimiento -lo digo con la mayor humildad- en la coloratura de su voz y la manera de cantar esos tangos que eran Farolito de papel, tinta de papel, madame. Hubo alguien que me dijo, “tenés un emparentamiento en el color de tu voz con Zitarroza”. Ahí fue que descubrí en un kiosco de diarios que se estaba vendiendo esa colección y me los traje. Eso me llevó a un viaje anterior a mi adolescencia. Yo presento mi primer disco en el año 98, cuando tenía 25 años. Y el viaje que me lleva a mi adolescencia es en Uruguay, yendo a los 16 años con mi vieja al estadio El Cilindro, en un homenaje a Zitarrosa que se hace cuando se cumplía el primer año de su fallecimiento. En el cual los artistas convocantes eran: mi vieja con sus músicos, Juan Manuel Serrat y Juan Carlos Baglietto.

Ahí fue por primera vez que tuve conocimiento de quién era Zitarrosa, pero no lo tenía emparentado ni con el tango ni asimilado de forma personal, ni lo había descubierto artísticamente. Ahora, desde el año pasado, estoy con un grupo de teatro y estamos haciendo una obra que se llama Por qué cantamos Zitarrosa. Un hermoso proyecto, el cual estuve trabajando el año pasado y este año a partir de abril retomamos en Pista Urbana. Ahí sí, si querés, después de un recorrido hecho, hay una resignificación de la obra. Lo que tiene que ver más con un carácter teatral. Hay textos inéditos, hay textos propios, y están los basales fundamentales que son la obra de Zitarrosa, en la milonga, en el candombe, en el taquirari.

¿Tu faceta compositora aparece con El tiempo de los necios? ¿Habías experimentado algo previo?

Sí, previamente hubo unas primeras canciones. Pero a partir de mi búsqueda, y dentro de la geografía del tango, me costaba encontrar mi propia voz desde mis propias palabras. Es decir, armar una canción. Hasta que me di cuenta que era un prejuicio propio, un mito. Y que debía ponerme a escribir lo que me saliera, y después la forma iba dándose sola.

Equivocadamente, pretendía encontrar una fórmula para construir, en ciertos parámetros, un tango. Casualmente, El tiempo de los necios no es un disco de tangos y no es un disco que ancle en ningún género en particular, más allá que tiene una impronta bastante rockera, de por sí por la producción de Richard Coleman. Es el mismo grupo y la misma banda con la que venía haciendo presentaciones del disco anterior, donde sí había tangos. Ahí empecé a sumar a ese repertorio, que tenía procedencia tradicional, pero que estaba un poco desestructurada, canciones de Acho Estol, de Omar Gian Marco. Y, casualmente, también me lleva al disco que empecé a grabar a fines del año pasado, que es el próximo disco solista, que deviene en un repertorio con tangos de Acho Estol, de Omar Gian Marco, Elvio Alaya, Alejandro Guyot. y propios.

El tiempo de los necios parece tener muchas conexiones con la banda inglesa The Divine Comedy. ¿Puede ser?

Sí, soy fanático. The Divine Comedy es jugar a hacer rock con instrumentos clásicos. Fijate que el tema que da título al disco, El tiempo de los necios, es una canción que originalmente se iba a llamar Sin piel, y que la compuse en ese contexto entre el bautismo de fuego de Soda Stereo del Astros y el homenaje de Zitarrosa en el estadio de Montevideo. Ahí, donde tendría 16 o 17 años. Lo que quedó únicamente de la versión original fue lo que sería el primer refrán: “este es el tiempo de los necios, de lo que hago en su suerte en resentimiento”. Tiene además el primer tango que escribí, que es El tango del nuevo amor, que después lo volví a grabar con Tangótico, que es el otro proyecto donde estoy. Me parece que en un principio todos estábamos comedidos a estar en los parámetros que presentaba el tango: todos pasamos por los covers, por la formación tradicional; y pasamos por la necesidad de encontrar nuestra propia voz. El primer cambio que se da en la Fernández Fierro es estético, no musical.

“A partir de mi búsqueda, y dentro de la geografía del tango, me costaba encontrar mi propia voz desde mis propias palabras. Es decir, armar una canción. Hasta que me di cuenta que era un prejuicio propio, un mito. Y que debía ponerme a escribir lo que me saliera, y después la forma iba dándose sola”.

Y hablando de recambios, ¿en las nuevas composiciones de tango entran en juego las miradas sobre la realidad social como tenían muchos tangos tradicionales?

Convengamos que todo ejercicio catártico al momento de componer es justamente cruzar o atravesar algún momento de crisis emocional o existencial. No me pongo en la búsqueda de pretender escribir sobre algo, sino que atravieso el duelo de la hoja en blanco y ahí empiezo a soltar. Naturalmente que somos artistas, por ende somos monotribustistas, autonómos, autogestores, porque no somos convalidados por el mainstream; entonces, lo existencial y vivencial es el día a día. Y estamos atravesados a la hora de cantar sobre nuestros propios versos o de las músicas de otros colegas a los cuales abrazamos generacionalmente. Si querés, es una cauce natural.

En el caso de El tiempo de los necios, la canción que da título al disco o canciones como Domesticación social tienen que ver con eso. Hay otra como Algo (o la mayoría de ellas), que las escribí en una instancia donde viví en Estados Unidos por una cuestión familiar y cuando nació mi hija, en Los Angeles. El tema Algo está escrito para mi hija, quizás como la experiencia más fascinante. Si bien yo fui padre muy joven, y ahora tengo un hijo de 29, el hecho de ser padre casi a los 40 me atravesó desde otra manera. Me acuerdo estando en Estados Unidos, Los Angeles, en el 2011 y ver el aluvión de gente que había salido a manifestarse en las urnas y ver al gobierno de Cristina ganar con el 53%, y no lo podía creer. Más allá de mi empatía política por Cristina, es algo que me había ocurrido a mí. Yo provengo de una generación que políticamente tenía una mirada distópica, escéptica por naturaleza.

¿Era una generación anti-política?

No sé si anti, pero escéptica. Descreída. Desde la ignorancia más supina, que es donde proviene todo lo que resuene como “anti”. Del desconocimiento de la política como instrumento de cambio, que es fundamental.

Asi como vos encontraste puentes entre el rock y el tango o el tango y el rock, ¿hoy en día el tango se puede llegar a amalgamar con otro tipo de estilos musicales, como el género urbano? ¿O sería subirse a una ola forzada ver algo así?

Sería algo que tome su cauce natural si los propios generadores de la música urbana -trap, hip hop- por su mera curiosidad abordaran al tango desde su propio lenguaje, se lo apropiaran. Mi generación naturalmente lo hizo con el rock, y desde ese lugar de pertenencia que abrevo en las aguas del tango. Ahora, si eso ocurre de manera exógena, y sí, va a ser pretencioso, treparse a una moda. Yo honestamente no creo que ni mi generación ni una generación anterior sea naturalmente interpelada por la música urbana. Siempre, por suerte, existe la excepción. No todo es una regla. Pero hay ciertos comportamientos estéticos, fanáticos, y algunos artistas que no dejan de llamarme la atención.

¿En qué sentido?

En el sentido de que se pretende forzosamente abordar un estilo de música que no se daba. No significa que no puedas asistir a la curiosidad de hacerlo. Pero todo lo que es forzado y no deviene naturalmente, me hace un poco de ruido. Te diría que me provoca un rechazo mayor aquel artista al que subrepticiamente se reconoce como fanático de cualquier artista, como Cazzu o Wos, y el viejo rockero que de plana rechaza y mete en la misma bolsa el trap, el reggaeton; que es la reacción más reaccionaria que puede tener una persona.

El ejercicio que debemos poner en práctica quienes nos abocamos a experimentar con nuestras partes más humanas o más sensibles, sería barrer con todo tipo de prejuicios, pero sin la pretención de hacerlo. No nos transformemos en lo que detestamos en nuestros comienzos. Cuando alguien venía y te acusaba con su dedo y te decía, “no soporto el rock, es ruido”. Mirá todos los subgéneros que cohabitan en el rock. Pero como ocurre con todo género de percepción popular, también pasa con el tango, no todo es lo mismo. Ya sea con Pugliese o D’arienzo o con lo que fue la renovación como Piazzola, Plaza, Generación Cero de Mederos. Es totalmente distinto.

Ya hablando de otros estilos, ¿cuál es la búsqueda sonora de Tangótico? ¿En qué dirías que se diferencia de lo que venías haciendo previamente que ya tenía muchas mixturas?

Tangótico para definirlo diría que es un proyecto de mi síntesis artística, mi síntesis más acabada artísticamente. En Tangótico está evidenciado mi amor por Nick Cave o Robert Smith y mi pasión por el tango. También es un espacio que me permite jugar con los bordes, porque con Pablo Montanelli, con quien conformamos Tangótico, nos gusta decir que es un grupo de rock gótico o dark tocado por músicos de tango o que tienen recorrido de tango. ¿En qué se diferencia con lo otro? En que me permite experimentar desde la composición con “un otro”. Cuando empecé a escribir, deshaciéndome de cada uno de mis prejuicios estilísticos o de género y decir “que salga lo que tiene que salir”, sea una canción, una balada o un tango; no encontré con quien compartir para componer. Muy circunstancialmente, en Tango de mi amor la música está compartida con Carlos Filipo, un gran amigo y viejo compañero con el que tocamos mucho tiempo. Pero fuera de eso son todos temas de mi propia autoría. Y había una búsqueda por mi parte para un compañero de proyecto, y encarnarme en algo nuevo.

Y encontré en Pablo Montanelli, que estaba tocando con El Cachivache. Encontré un compositor fenomenal. Había algo incluso que me seducía de su música en él, una raíz muy tradicional y había también una actitud muy rockera. Yo no lo conocía, Lo escuché, me quedé a saludarlo y le dije “tomamos un café”. Me dijo “me voy la semana que viene de gira, charlamos cuando vuelvo”. Lo vi a los dos meses. Ahí nos encontramos. Le dije que tenía ganas de hacer algo y le presenté mis canciones. Él me mostró las suyas. Me dio un disco. Y yo me puse a escuchar un disco de piano solo y empecé a escribir. Lo que me promovió la existencia Tangótico es la de desarrollar un costado artístico adormecido que tenía, que es construirme como letrista a través de las melodías de otro, que no sean mías. Y eso me pareció fascinante. Las mejores letras que me salieron están no casualmente circunscritas a lo que es Tangótico. Porque pude tener toda mi atención desde mi lugar como letrista y desde la lírica ahí.

Porque sino me ocurre que, cuando tengo una melodía que me empieza a dar vueltas, agarro la guitarra, busco la armonía, y a partir de ahí, cuando queda más o menos prefigurado el mapa de la canción, empiezo a tirar palabras. Y obviamente, hay un proceso de búsqueda y sentido. No está la pretensión de que voy a escribir. Nunca me salió eso de escribir una letra y a eso ponerle música. Hay casos que sí. Y la cosa con Pablo se dio naturalmente. Me permitió desarrollar ese costado que me fascinó. Me gusta mucho escribir. Viene de mi afición por la lectura. En ese primer encuentro me da un CD con todos temas de piano y a la semana siguiente fui y le dije, “che traje una letra”. Y empezamos a tocarlo. Probamos hacer un cover y no salía, no nos terminaba de convencer. No hay espacio para todo. Junté pedazos de canciones que tenía, y ciertas cosas que él ya tenía con El Cachivache, y ahí se gestó el primer repertorio de canciones de Tangótico.

Hablando de escritura, inherentemente la composición del tango está vinculada a la melancolía. ¿Se puede expresar un sentimiento diferente a esa melancolía con la que se lo asocia?

Creo que hay varias respuestas. Por un lado, convengamos que el tango bajó de los barcos. Tiene que ver con la inmigración, fundamentalmente, de italianos y españoles en la zona sur de la Ciudad de Buenos Aires. El bandoneón es un instrumento que tímbricamente tiene una coloratura muy melancólica. De hecho, era un instrumento que usaban las procesiones en las misas religiosas. Por otro lado, no nos olvidemos que la primera germinación del tango estaba, si querés, en las antípodas de esa función melancólica. Los primeros tangos incluso tenían títulos irónicos, con mucho sentido del humor. Me acuerdo de una clase del genial Héctor Negro que nos mostraba la partitura de uno de los primeros tangos que se llama Va Celina en la punta. Y te mostraba el dibujo de la portada donde había una chica jovencita en la punta de un muelle caminando. Esos tangos eran pletóricos de sentido del humor. Incluso el tango Carasucia (que no se llamaba así), que dice en su refrán “carasucia, carasucia, te viniste con la cara sin lavar”, en realidad no era la cara, sino que era el culo. Entonces, vos fijate esos tangos de ironía y al mismo tiempo en un repertorio que también atraviesa al cantor nacional, Carlos Gardel, con tangos como Al pie de la Santa Cruz, Al mundo le falta un tornillo; donde la teca social está omnipresente. Y no es esa cosa tortuosa melancólica del dolor de ya no ser.

De reirse de esa condición.

Sí, y de incluso tomar la plataforma del tango para justamente lo que después fue la canción de protesta. Cambalache fue eso; Bronca. Hay un montón. Tiene que ver con la teca o el resongo constante. Lo que pasa es que justamente por esa melancolía o esa pertenencia devenida de los barcos, de italianos, españoles, judíos. Esa añoranza de volver al terruño es lo que terminó de colorear estilísticamente a ese pensamiento triste que se baila, como lo definió Enrique Santos Discépolo. Pero yo creo que el tango es una celebración. Pasa en el día a día. Lo podés ver también en las milongas, en los festivales. Y no me refiero al de la Ciudad de Buenos Aires, sino a los festivales autogestionados en los barrios porteños: el de La Boca que se viene dando hace rato, al de Boedo, el de Flores. Que son realmente fiestas en la calle que se suceden. Es una celebración el tango. Está en nosotros, los nacidos en esta orilla del Río de la Plata, el darnos cuenta y valorar eso. Que es una celebración viva.

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