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Pompeyo Audivert: “El teatro es una máquina destinada a sondear identidad y pertenencia a un nivel metafísico”

Pompeyo Audivert

El actor, autor y director teatral de las reconocidas obras Trastorno, El Farmer y La farsa de los ausentes, entre otras, conversa acerca de su vida, su concepto de culebrón metafísico, lo poético y lo patético en el teatro y más.


Por Pablo Pagés. Fotos Gabriela González

Es difícil que una obra de teatro te toque las fibras más íntimas, y mucho más difícil bajo esta complejidad medio atolondrada con la que digiero las cosas. Pero Trastorno lo hizo. Quizás por el contexto reciente, este festín desmesurado de la más rancia oligarquía. Lo cierto es que Trastorno apeló a sacarme una mueca de risa con un texto resignificado de Florencio Sánchez. Una obra que hurga con cierta mirada arqueológica los desatinos de esa casta. Cuando tuve la oportunidad de conectarme con Pompeyo, él me recibió en su casa. Siempre me impresionaron las personas que pueden combinar los buenos tratos con la proliferación de palabras que, puestas con la paciencia de un titiritero, forman algo de la esencia poética de Pompeyo Audivert.

Cinco minutos antes puse mi dedo sobre el timbre. Me atendió, sentí el ruido de la traba de seguridad y abrí la enorme puerta de madera. Subí una escalera de mármol. Nos saludamos. Pompeyo me invitó a pasar a una suerte de living. Su casa es un PH de techos altísimos. Una construcción vieja y muy espaciosa. Me llamó la atención el laburo de carpintería que había en un marco de la cocina. Muy barroco.

Esa pieza de carpintería permanece en esa cocina como distanciada. Pienso en lo artesanal: las manos del artesano, el laburo pieza a pieza. Me vienen de forma fugaz imágenes de Trastorno a mi cabeza. Todos sus dispositivos escénicos. Eso es, me digo. Ese vínculo invisible que emparenta la tenacidad artesanal con la que Audivert trabaja y esa barroca pieza de carpintería. Cosas de otro tiempo. Otro espacio. Donde los oficios tenían otro valor. Ahora me doy cuenta, Pompeyo Audivert es eso, un artesano oficioso que trabaja su teatro con la meticulosidad de un relojero.

Me preguntó si quería unos mates y no lo dudé. Mientras esperaba acerqué una silla y puse un par de papeles sobre la misma donde tenía escrito a mano, algo así como una hoja de ruta, un plan de escape, una pista de aterrizaje. Creo que el diálogo tiene que fluir, pero si tengo esa veintena de preguntas me siento más tranquilo. Regresó con un termo. Le dije que dulce o amargo me daba lo mismo. Puso agua en el mate y le comenté algo que tenía ganas de saber. No era una pregunta muy rebuscada, y para un arranque venía bien. Cuando terminé de hablar empecé a matear tranquilo mientras lo escuchaba. Escucharlo requiere de una particular atención. Es una persona con una impronta intelectual. Tiene una reflexión muy fina y precisa sobre su historia y su trabajo.


El tema que me venía dando vueltas en la cabeza es tu nombre. Porque una cosa es llamarse Florencio, que está mucho más asociado al tema femenino y que en algún que otro caso se masculiniza. Pero Pompeyo no. ¿Es un nombre artístico o fueron tus viejos los que te pusieron Pompeyo?

Mis viejos me pusieron así, es un nombre catalán. Mi familia viene de Cataluña, la rama de mi padre quiero decir. Mi abuelo se llamaba Pompeyo, lo hicieron en homenaje a él que era un grabador muy conocido, uno de los más grandes grabadores de la Argentina, un personaje muy importante. En mi familia también tenía mucha relevancia su presencia y cuando yo nací mis viejos decidieron ponerme Pompeyo en honor a él.

Ahh, mirá vos. Y Audivert parece una derivación del latín. En principio quería que me cuentes de tu infancia, cómo se desarrolló, y a qué se dedicaban tus viejos.

Mi viejo era grabador también, artista plástico; mi madre poeta santiagueña. Conoció a mi padre en Tucumán. Porque mi madre inicialmente nace en Santiago con todas sus hermanas, que eran una familia de artistas: escultores, pintores, escritores; muchos hermanos y hermanas. Cuando mueren sus padres se instalan en Tucumán, que era un foco de las artes plásticas en ese momento. Todos los artistas que venían a Buenos Aires iban a Tucumán porque ahí pasaba todo en los años ’50, era una usina de las artes plásticas. Estaban Spilimbergo, Urruchua, Alonso, Domínguez, y cuando mi abuelo vuelve de un viaje largo que hizo a Europa se va a vivir a Tucumán, le dan la cátedra de grabado y lo lleva a mi padre con él, que era un muchacho de diecinueve o veinte años. Allá conoce a mi madre, se casan y se vienen a Buenos Aires. Yo nazco en 1959. Vivíamos en un departamento en la calle San Martin al 900. Se instalan en esa zona porque había muchas galerías de arte: Van Riel, Bonino, Art Galery, Ruht Benzacar, el CAIC, el Di Tella. Mi madre tuvo mucha importancia en toda la época de mi adolescencia en el sentido de su influencia poética: venían muchos poetas a visitarla, y ella tenía mucha impronta… ellos la admiraban y consultaban.

¿Y cómo es tu incursión en el teatro?

Mi incursión en el teatro es durante la dictadura. Tenía catorce años. Con un grupo de amigos parábamos en el bar Los Pinos, en donde nos juntábamos, hacíamos expresión corporal, cadáveres exquisitos, incursionábamos en un surrealismo nuestro, a nuestra usanza, pero básicamente con las técnicas del automatismo. En un momento, dos de estos amigos, a quienes sigo viendo el día de hoy, deciden ir a estudiar teatro con Alejandra Boero y yo siguiéndolos a ellos me sumé. Me entusiasmó de inmediato el teatro, yo no sabía que eso era algo que me podía interesar, pero de inmediato sentí que era para mí. Mis amigos al tiempo dejaron pero yo seguí toda mi vida ahí.

[Tenía que pasar de forma inmediata al pasado en relación a lo político. Miré de reojo los papeles sobre la silla y caí sobre la pregunta que necesitaba. Suerte.]

¿Tuviste alguna forma de militancia?

Sí, en mi adolescencia y juventud simpatizaba con todos los movimientos y partidos de izquierda. Era muy pibe y todos me caían bien, los admiraba.

De alguna manera los Kichner resignificaron y actualizaron al peronismo.

No soy peronista, tengo un pensamiento de base de izquierda y acompaño este gobierno como acompañé los gobiernos de Cristina y de Néstor con una mirada crítica. Me parece que bajo estas condiciones, el pensamiento anticapitalista tiende a florecer en una sociedad que no está politizada. En este atraso político es preferible al neofacismo que impera en los pliegues de la sociedad y amenaza cada tanto con volver.

Trastorno habla de la ficcionalidad, de la ficción de la identidad, en este caso de la identidad de la oligarquía, que tiene versiones sobre sí misma que intentan alcanzar al colectivo histórico.


Veo un corte en tu producción en la cual te sentás en la búsqueda de cierto ser nacional, muchas veces preperonista y también con una gran necesidad de esta misma búsqueda. En ese sentido a veces encuentro en alguna de tus producciones algo que te identifica con Mauricio Kartun, por ejemplo.

Sí, Kartun me resulta un autor sumamente atractivo que toma las temáticas de lo nacional y las hace arder poéticamente. Yo tomo temáticas argentinas que me interesan por ser fenomenologías históricas contradictorias, polivalentes, multiversionales: Trelew 22 de Agosto, Rosas, el peronismo, Ezeiza ’73. Esas temáticas me resultan muy curiosas por todo lo que concitan de manera versional, por toda la radiación poética que tienen. Pero para mí el teatro no es un fenómeno estrictamente histórico sino anti-histórico, una máquina destinada a sondear identidad y pertenencia a una escala extra-cotidiana, a un nivel metafísico: una máquina destinada a revelar nuestra pertenencia a un sistema metafísico, no tanto a un sistema político histórico. Lo que pasa es que para hacer andar la máquina teatral en el sentido de sus direcciones temáticas más profundas, más hondas, uno necesita a veces ciertas excusas y ciertas temáticas aparentes de corte histórico que funcionen como punto de encaje o temática de fantasía. Algunos autores nacionales como Florencio Sánchez, Roberto Arlt, Discépolo, son útiles para producir una suerte de hibridización de esas dos políticas que el teatro lleva adelante: la poética metafísica de la máquina teatral con las políticas históricas o ficcionales que uno puede encontrar en muchos autores argentinos y que funcionan como máscara o avatar. Creo que el teatro es un fenómeno complejo en el sentido de que cruza, tensa y fusiona distintos niveles para su operación de fondo, que es señalar que la realidad es un campo ficcional alienado, una lápida destinada a extinguir nuestra naturaleza poética de seres sagrados.

[Cuando escucho esta clase de comentarios me viene a la cabeza esa respuesta que da Foucault a unos periodistas diciendo que se consideraba un antropólogo de su propia tribu. Hay algo de esto en Pompeyo Audivert].

Veo que tenés un interés en hacer un estudio casi antropológico a través del teatro de la historia de la oligarquía, de esa fauna, de esa caterva indómita y vomitiva. Lo de Florencio Sánchez tal vez cuando lo escribió se puede pensar como una suerte de realismo sucio que tiene de vez en cuando un toque de histrionicidad para que la gente se ría. Está muy bien lo que planteas de un culebrón metafísico.

Claro, sí. Hay un análisis histórico que puede posarse sobre nuestra producción como también hay un análisis anti-histórico que puede dar cuenta de lo que nosotros hacemos. Lo histórico y lo anti-histórico, lo sagrado y lo profano, son parte del asunto de la producción teatral. El teatro no puede ceñirse estrictamente a su faz metafísica ni tampoco agotarse en su faz histórica, porque ahí fracasa. Ya sea porque se encapsula, se aísla, se ausenta, como ciertos teatros burgueses que se cierran sobre sí mismos, en una maniobra autorreferencial de clase que no conecta con el grito histórico o ciertos teatros políticos bobos que se establecen sobre los fenómenos históricos pero lo hacen desde políticas formales burguesas y obsesionados con la cuestión histórica, que olvidan todo lo otro, la otra dimensión de lo teatral, entonces fracasan por una alienación de su enfoque, creyendo que por establecer temáticas revolucionarias o anticapitalistas ya está. Eso me parece un fracaso estrepitoso. El teatro es algo más complejo, y más simple a la vez cuando esto se entiende y se siente.

Pompeyo Audivert

El acercamiento que tuviste con Andrés Rivera en El Farmer me pareció brillante. ¿Cómo trabajaste los cuerpos escindidos?

El Farmer es una hermosa novela. Rivera es una especie Shakespeare argentino. Lo que hicimos con la obra fue dividir a Rosas en dos cuerpos: el Rosas que nace a la inmortalidad como mito, que encarnaba Rodrigo y el Rosas biológico que se estaba muriendo esa noche, que encarnaba yo. Esa suposición que el teatro puede hacer andar tan simplemente era muy curiosa. Uno veía una identidad desdoblada en dos cuerpos físicos, que decían ser el biológico y el etéreo, y estaban ahí, en la escena, dialogando entre sí. Eso me parece que es una señal muy interesante que hace el teatro respecto a que nuestra identidad no es tan simple ni tan estabilizable, tenemos muchos niveles identitarios adentro nuestro, somos un fenómeno vinculado a la reencarnación. Los seres, los cuerpos, también son envases, son como los actores, la actuación alude a la otredad, a poder ser otros, algo más que el yo que nos parasita.

Pasemos a Trastorno. Ese nombre me pareció alucinante, porque este trastorno, partiendo de la obra de Florencio Sanchez, pone el signo de pregunta en esa cosa que tiene el poder de patológico inherente.

Sí, “trastorno” en el diccionario significa: “cambio o alteración que se produce en la esencia o características permanentes que conforman una cosa, situación, o en el desarrollo normal de un proceso”. La obra habla de la ficcionalidad, de la ficción de la identidad, en este caso de la identidad de la oligarquía, que tiene versiones sobre sí misma que intentan alcanzar al colectivo histórico. Por eso usé esa obra, porque me permite emparentarla con la política de base de lo teatral. Los trastornos identitarios me gustan mucho.

Yo ví la monstruosidad en la mujer que no era mujer, en la protagonista de Trastorno.

También el personaje de Rosario es un personaje que está hecho por un hombre y sin embargo dice ser una mujer, está trastornada esa identidad y la vemos y la asumimos como una mujer pero sabemos que en el fondo es un hombre que está ahí adentro, se trasviste la identidad y eso es muy curioso. En La farsa de los ausentes también había ese tema de la identidad que me acompaña en todas las obras, es un tema central para mí.

¿Trastorno pareciera ser un matriarcado que intenta sobrevivir entre lobos o acaso es la Argentina eso mismo?

Es lo que te decía al principio, un punto de encaje donde confluyen básicamente dos niveles, el histórico y el anti-histórico, el ficcional y el real, la máquina teatral con todos sus propósitos temáticos de fondo, metafísicos, poéticos y todo el campo ficcional histórico que es utilizado como caballo de Troya para desembarcar esas fuerzas dorsales de la identidad que deben encontrar en el teatro su zona de expresión y de representación, o sea que la obra es un punto de encaje de todos estos propósitos donde confluyen poéticamente todos esos niveles de producción: el ficcional, el maquínico, el político teatral, el político histórico. Todo está sucediendo a la vez bajo la forma de un acontecimiento familiar oligárquico. El objetivo va mucho más allá que el señalamiento político de esta crisis en que estamos, lo que se señala es la crisis existencial de la identidad histórica.

Forman una poética de lo patético.

Es patético y poético. Sí, una poética de lo patético, exactamente, porque ese nivel histórico está copado por el enemigo, alienado, desvirtuado, es patético como la realidad. Entonces, el teatro ahí lo que tiene que operar es una ruptura, un piedrazo en el espejo que desoculte la identidad sagrada.

Me suena culebrón metafísico como una broma, esas bromas que salen de las buenas hiperbolizaciones.

Es una broma. Una señal también para que el público entienda que se trata de una extraña comedia. Me parecía bueno señalarlo desde el título de la obra, tiene que ver con la comedia. La palabra culebrón le baja un poco el calibre a la pretensión, es un puente que tendemos con el espectador.

“Ciertos teatros políticos bobos que se establecen sobre los fenómenos históricos pero lo hacen desde políticas formales burguesas y obsesionados con la cuestión histórica, olvidan todo lo otro, la otra dimensión de lo teatral; entonces fracasan por una alienación de su enfoque, creyendo que por establecer temáticas revolucionarias o anticapitalistas ya está.”


Tu papel, el de esta especie de monstruosidad de la señora oligárquica de este culebrón metafísico, ¿lo considerás como el centro o el contorno de ese epígrafe del mal, de la oscuridad?

Rosario es una araña que teje los contornos de esa realidad y de esa ficción en la que están todos atrapados. La araña es el centro, pero también la que tejió los contornos de ese universo en el que ella reina. El poder está afuera y adentro a la vez.

[Las preguntas o temas, de acuerdo a cómo se organizan, forman un embudo que tiene algo de lógica y van cayendo otras que ya quedan fuera del camino. Sabía que estaba sobre la recta final pisando la última frase. Esta no la tenía anotada pero derivó como una posibilidad, según lo que se había hablado. Es como en la literatura, uno empieza por una pulsión, aparecen cosas y a mitad de camino vas viendo alternativas de finales que se van descartando a medida que nos acercamos al final, que por cierto, uno está lejos de manejar].

¿De alguna forma fueron motivo de inspiración estos cuatro años pasados del gobierno nefasto de Macri?

No de una forma consciente. Claro, siempre la oligarquía estuvo ahí presente. Macri es cierto que la hizo reaparecer de una forma mucho más central, porque nunca habíamos tenido un gobierno que fuera la oligarquía en el poder con uno de sus representantes, Blanco Villegas, en el sillón de Rivadavía. Nunca había estado. Así que sí de algún modo eso debe haber inspirado inconscientemente mi regreso a El pasado de Florencio Sánchez.

Cuando Pompeyo Audivert terminó de hablar, supo también que era el final. Miré el reloj y me dí cuenta que habían pasado unos treinta y cinco minutos.

-Cómo pasa el tiempo a veces- Le dije.


Mientras Pompeyo Audivert sonreía, caminamos hasta la puerta de su casa. Le contaba que tenía que lavar mi auto y que me había olvidado de traerle un libro de Cuesta Abajo, mi primera novela. Creo que pasó una semana hasta que le llevé uno. ¿Qué es lo que se juega entre el tiempo y su caprichosa representación? Tal vez, esta vuelta, lo pueda explicar el teatro.

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