Literaturas

Sebastián Basualdo: “La literatura de Arlt no sólo es influyente sino también decisiva, obligatoria, reveladora”

Sebastian Basualdo - Dante Fernández

En esta entrevista, el escritor y periodista argentino Sebastián Basualdo va y vuelve de la infancia a la adultez, de Morón a Malvinas, de Abelardo Castillo a Roberto Arlt y a Proust, para así volver a la niñez.


Por Pablo Pagés. Fotos Dante Fernández

Con Sebastián siento que, tal vez, somos de otra época donde la gente se juntaba en los bares para reír el mundo escupiendo palabrotas.
Hoy, todos tan sumisos, tan preocupados por las exigencias del mercado, parecen querer escapar a través de alguna página mecanografiada, por medio de caprichosos vuelos estéticos. Puede que hablar con Sebastián Basualdo implique algo distinto a una entrevista, un correrse del corset, de las formalidades, de cierto canon. Finalmente, se revuelven las tripas para inventar un corazón en este mundo de necios, verdugos o payasos.

¿Cómo recordás tu infancia Sebastián?

Un día desperté al mundo y me encontré viviendo con mi abuela, mi madre y mi tío en una hermosa casa alquilada en el barrio de Almagro. Fueron años sacrificados para ellos. El exilio es duro. Mis recuerdos de la infancia están hechos de aromas y colores con mañanas a pleno sol, tardes sin ansiedad y noches repletas de fantasías y temores. Soy un niño feliz que puede pasar horas jugando en la terraza, armando un refugio hecho de todo tipo de cosas, repitiendo escenas de vivencias ficcionales gracias a la televisión, añorando un higo del árbol del vecino, o esperando la llegada de mi padre que me llevará (si viene) al cine Los ángeles o al Italpark. Soy un pequeño tirano que sólo tiene que decir que tiene hambre para que le digan si no quiere una fruta o un huevo pasado por agua. Con los años he cedido, vendido o sencillamente fui destronado de mi pequeña parcela de amor donde reinaba; pero aún tengo algunos lugares a los que suelo ir a visitarme cuando tengo miedo de traicionarme.

Tu familia, has contado, tenía vínculos con la política, pero ¿había momentos vinculados al arte también?

No había casi ningún vínculo con el arte que no fuera el de conseguir lo suficiente para poder parar la olla al día siguiente. El mate junto al whisky por la tarde mientras suena Zitarrosa tal vez sea lo más primitivo que yo tengo como recuerdo en relación al arte y la nostalgia para una mujer de mi vida que fue capaz de hacer de una nuez, toda una Navidad.

¿Y la escritura cuándo y cómo comenzó?

Mi relación con la escritura está relacionada de manera íntima con el universo lúdico que yo tenía de chico. No pretendo ser nada original si digo que fui un poeta de la pura expresión intuitiva, un adolescente que salía a divertirse con las palabras y, al mismo tiempo, buscaba que fueran ellas las que le brindaran algún tipo de resguardo. Comencé a escribir porque de alguna manera necesitaba que me quisieran y también entender todo lo que me rodeaba. Escribir siempre fue un juego y yo el actor principal de mi propia tragedia.

¿Qué leías en ese entonces?

En aquel entonces leía todo lo que podía caer en mis manos. Lejos del círculo familiar, los libros siempre estaban ahí como un faro. El primer libro que leí fue a los nueve años y ahí entendí que se puede reír y llorar con la literatura. Me refiero a Mi planta de naranja lima de Vasconcelos. Cuando cumplí 18 años un amigo entrañable me regaló Crimen y Castigo de Dostoievski. Todo lo que llegó después es parte de mi mapa genético. Supongo que algún día lograré descifrarlo.

“Me cuesta hablar de Abelardo Castillo en pasado. Sencillamente no puedo. Sigo escuchando el tono de su voz y lo que experimentaba cuando me iba de aquella casa de familia de escritores”.


Publicaste muy chico tu primer libro, La mujer que llora por dentro. ¿Qué rescatás de esa etapa y que cambió en vos como escritor?

Cuando pienso en lo que cambió en mí cómo escritor, lo primero que me viene a la mente es una búsqueda formal en relación a lo estético, un aprendizaje que me llevó a poder materializar en palabras de manera más cercana todo aquello que siento o pienso. No he vuelto a leer ese libro pero me sucede lo mismo con ciertas fotografías en la que está estampada una parte de mi vida. Mis obsesiones, mis miedos, mis pensamientos inconfesables, todo está ahí, acaso tal vez como en aquella fotografía. Tenía veintitrés años cuando se publicó ese libro. Estaba casado y había nacido mi primera hija. Aún no había terminado mi estudios pero daba clases de literatura, gracias a un listado de emergencia, en un colegio en Morón muy cerca del barrio Carlos Gardel. Mi adolescencia se había terminado abruptamente a los quince años cuando decidí, impulsado por la admiración que sentía hacia mi padrastro, ingresar a la Escuela de Guerra Naval para recuperar las Malvinas yo solo. Al poco tiempo me escapé; todo esto está en mi novela Cuando te vi caer. Para el momento de ese primer libro también ya había pasado por la experiencia de vivir varios años solo y no tener para comer ni mucho menos para comprarme un libro; ya había sido vendedor ambulante de enciclopedias y de artículos importados, y lavador de autos en agencias de gitanos, había trabajado en fábricas y en restaurantes, ya había fundido dos verdulerías (a los diecisiete años iba a comprar solo al Mercado Central) y había trabajado en una estación de servicio para costearme los estudios. No pretendo dar ninguna imagen espectacular con esto, lo que quiero decir es que a los vientitrés años ya había sido atravesado por distinta clase de experiencias que me alejaron ligeramente incluso de mis propios amigos, que sí estaban viviendo cosas de jóvenes, mientras yo solamente pensaba en sobrevivir y escribir.

¿El periodismo surgió como algo en relación a lo literario?

Me acuerdo de que una tarde fui hasta la redacción de Página/12, que por aquel entonces quedaba sobre Avenida Belgrano, y que, con toda la fuerza que tiene la arrogancia de la juventud, me paré frente al escritorio de la recepción y pedí hablar con la persona que dirigía el suplemento literario. Por aquel entonces vivía solo en un pequeño departamento alquilado y estaba decidido a seguir el camino de mis autores preferidos, Saroyan, entre ellos. No conocía a casi nadie del ambiente literario, salvo al director y al jefe de redacción de la revista Proa que me habían publicado algunos cuentos y algún que otro artículo (mi primer libro saldría publicado por la editorial de esa revista poco tiempo más tarde); me refiero a Roberto Alifano y a Dino Rivadavia. Pero tenía una carta de presentación: yo era alumno de Abelardo Castillo. Y eso fue lo que le dije al jefe de redacción de aquel momento cuando fue a mi encuentro en la recepción, seguramente intrigado por mi desfachatez. Antes le dije que yo quería escribir en el diario y que, antes de que me lo preguntara, debía confesarle que no tenía ninguna experiencia. Supongo ahora que esa valentía me venía de mi madre, que siempre se presentaba a trabajos en los cuales no tenía ningún tipo de experiencia. De chico siempre me decía: “Que nunca le dé vergüenza pedir trabajo. Una persona que pide trabajo quiere progresar, nadie es capaz de negarle nada a una persona que quiere progresar”. El jefe de redacción sonrió, me acuerdo, y hablamos de literatura en el bar de la esquina durante un rato largo. Finalmente, me dijo que no me prometía nada pero que podíamos probar con una nota que yo le mandara a partir de un libro que me daría. En algún lado tiene que estar esa reseña como una muestra arqueológica de lo que fui, o soy todavía, veinte años más tarde.

¿Los talleres de Abelardo Castillo cuando aparecen en tu vida?

Una zona de mi relación con Abelardo Castillo comienza la tarde en que le llevo un cuento mío, tímidamente escondido dentro de un sobre papel madera, a la Feria del Libro. Dije una zona porque hacía ya algunos años que me sabía de memoria muchos de sus cuentos gracias a una mujer que me había regalado uno de sus libros. Fue también gracias a esa mujer que tomé el coraje suficiente para acercarme a ese hombre que fue, y sigue siendo, fundamental en mi vida. “Quisiera darle un cuento mío, Castillo”, recuerdo que le dije mientras él firmaba ejemplares. Levantó apenas la mirada a la altura de mi timidez. “Muy bien”, dijo. Nada más. Y me fui de aquel lugar con una sensación que no soy capaz de poner en palabras. Pasaron días, tal vez semanas, y una noche me llamó por teléfono para invitarme a su casa. Me acuerdo que me recibió su esposa, la escritora Sylvia Iparraguirre, con una amabilidad y calidez que no voy a olvidar en mi vida. Yo estaba muy nervioso aquella noche. En fin, sería largo de explicar todo lo que experimenté. Además te voy a confesar algo, me cuesta hablar de Abelardo Castillo en pasado. Sencillamente no puedo. Sigo escuchando el tono de su voz y lo que experimentaba cuando me iba de aquella casa de familia de escritores. Bueno, resumiendo, su opinión sobre mi cuento no era favorable en lo más mínimo pero me dijo que yo tenía cierto potencial para escribir. Quiso saber cuáles eran mis lecturas y luego me invitó a ser parte del taller literario. En ese taller yo me formé como lector y aprendí una ética en relación a la literatura que no me fue tan fácil, después, sostener en la vida.

¿Qué significa para la literatura argentina Abelardo? ¿Cómo lo definirías?

Todo lo que a modo de diálogo establece en términos de tradición universal en el plano literario, ideológico y filosófico es absolutamente singular en nuestra literatura. Cuando uno lee Crónica de un iniciado, por ejemplo, se encuentra con la radiografía espiritual de un poeta, en el más cabal sentido de la palabra. Israfel, su obra de teatro sobre Poe, me parece un milagro, realmente. ¿Cómo se puede escribir algo así a los veinticuatro años? Podría hablar largamente de sus cuentos, sobre todo de sus cuentos y los ensayos. También de sus diarios. Cuando Abelardo Castillo se refiere a su canon personal menciona a Marechal, Sábato, Cortázar, Arlt a y Mujica Láinez. El autor de El que tiene sed está ente ellos. Gran parte de lo que siento por Abelardo Castillo lo escribí en una nota titulada La escritura que salva, en el suplemento Radar libros de Página/12.

¿Por qué elegiste el tema Malvinas en Cuando te vi caer?

En realidad no lo elegí al tema, estaba en mí desde muy chico. Creo que las personas que se dedican a escribir son las que eligen temas, luego hay otra clase de seres que, además de hacer todo lo que hay debajo del sol para sobrevivir, tienen una relación muy íntima con la palabra y lo que tienen para decir (una vez que lo dicen se callan, pienso en Rulfo y en Salinger). Me refiero a una relación ligada con las propias obsesiones y miedos, deudas a saldar o la necesidad de servirse de la literatura como un modo de conocimiento, ya sea de sí mismo o de la época que les tocó vivir. Me crié con un hombre que había combatido en Malvinas y ese fue el punto inicial para mí pero jamás me propuse escribir una novela sobre la realidad social de los excombatientes una vez terminado el conflicto bélico, como escribió un periodista de un diario muy conocido. Todo eso y otras lecturas son parte de interpretaciones que no tienen nada que ver con mi motivación primera. Hubo dos hechos estéticos que para mí fueron reveladores, uno fue la novela Vida de este chico de Tobias Wolff y luego la saga de Truffaut con Antoine Doinel. A partir de ahí, intenté retratar la terrible angustia que sentía por aquellos años en el seno de una familia que era bastante particular, por no decir desopilante. De hecho tuve que quitar varios capítulos a favor de la verosimilitud porque toda esa gente hermosa estaba más cercana al realismo mágico que de una novela de Lawrence Durrell.

“Las tradiciones son importantes. Pero para sostenerlas tiene que haber algún loco suelto convencido de que eso no se puede perder y que continúe haciéndolo a pesar de la crisis del momento”


¿Cambió algo en vos de tu perspectiva el hecho de haberte involucrado en esa historia tan sensible para los argentinos?

Me involucré con una historia que era sensible para mí sin imaginar que tendría la repercusión que tuvo tanto en lo editorial como en bibliografías académicas en varios países del mundo. Todo eso fue una sorpresa grata para mí, y estoy muy agradecido; pero mi perspectiva sobre la guerra, me refiero a sus motivaciones y consecuencias, siguen siendo exactamente las mismas. Ahora, Cuando te vi caer es una novela, no un ensayo histórico o sociológico. En el plano personal, tal vez lo que cambió fue que mientras escribía ese texto pude comprender ciertas cosas, no a justificar; pero sí a comprender que cuando alguien fue atravesado por cierta clase de experiencias es entendible que su relación con el mundo sea distinta al común denominador.

Tenés una afición por Roberto Arlt. ¿Considerás que sigue siendo influyente para la literatura actual?

Cada vez que leo ese fragmento en el prólogo de Los Lanzallamas me digo que sí, que hay días en que “no se sabe qué pensar de la genteSi son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan” . Para mí la literatura de Arlt no sólo es influyente sino también decisiva, obligatoria, reveladora.

¿Cómo ves la crítica literaria hoy? ¿Las redes han quitado algo de profundidad al trabajo sobre los textos?

Supongo que, como sucede siempre, hay trabajos de diferentes calidades o que responden a distintos intereses. Y en cuanto a las redes me parece que son cosas distintas donde apenas hay algunos puntos de encuentro, pero nada más. Yo también me hago esa pregunta cotidianamente. ¿Cuál es la diferencia entre una nota firmada en un diario y otra que se hace desde una red social? Podría ser un debate interesante, dejando afuera a los trasnochados que escriben desde el rencor o el resentimiento. Me interesa en la medida de que se hable de contenido y no de formatos.

¿Hay un atisbo de salida para la cultura tras la pandemia y la precarización que se acentúa para muchas de las actividades del sector?  

Creo que una vez más se puso en evidencia que la salida siempre es colectiva; y eso pone de relieve, también una vez más, las miserias que son parte intrínseca de ciertos sectores. Al ser ésta una circunstancia mundial y no regional habrá que ver cómo se ordena todo una vez que las distintas sociedades accedan a la vacuna. También habrá que ver qué aprendemos de todo esto que nos tocó atravesar, ¿no? Si nos acerca más a un concepto de reciprocidad humanitaria o termina por acentuar el individualismo feroz tan propio de una sociedad capitalista como la nuestra.

Ahora vas a sacar una novela por Planeta, Todos los niños mienten. Creo que su título es taxativo, pero a veces, ellos, los niños, lo hacen para conseguir una golosina y otras para encubrir una travesura. ¿Cuál es el juego que propone tu novela con semejante proposición? ¿Cuál es el tono que desafía tu prosa en este libro tan tuyo?

La historia y el título del libro hacen referencia a la mentira desde distintos lugares, pero por sobre todas las cosas desde uno: la mentira representa la ficción, es decir el juego que, al mismo tiempo, se convierte en una verdad incuestionable con sus leyes y sus códigos. No hay nada más serio que el juego para los niños. Ambientada en los años 80, las ficciones televisivas van formando no sólo la representación lúdica en el imaginario de los niños sino también sus maneras de vivir lo que entendemos por realidad. Comencé a escribir este libro a partir de una pregunta que me hice mí mismo: ¿hubo un momento específico que le puso un fin a mi infancia? Intenté rastrear ese hecho decisivo como Proust cuando narra el final de su inocencia. Parece que Proust había hecho una travesura, no recuerdo ahora qué edad tenía, pero parece que fue una travesura lo suficientemente grave como para que todos los hombres de la familia se reunieran en el estudio del padre para conversar sobre el tema. El pequeño Proust esperó sentado del otro lado del estudio mientras el abuelo, su padre y el tío debatían sobre el asunto. Hasta que, finalmente, lo hicieron entrar para darle un sermón. Debió ser un sermón largo y terrible porque Proust cuenta toda la angustia que sintió en ese momento. Pero lo más triste y doloroso de todo no fue tanto eso como lo que sucedió cuando su padre con voz severa le ordenó que ya podía retirarse. Proust cuenta que en el momento exacto en que estaba por cerrar definitivamente la puerta del estudio escuchó cómo los hombres de su familia comenzaban a reírse con absoluta liviandad. A partir de ese día dejé de creer en los adultos, escribió.

El otro día falleció mi abuela. Tenía 92 pirulos. Murió durmiendo. ¿Qué imagen tenés de la muerte, ya que no sabemos nada de ella?. Yo pienso que la literatura nos salva de esa angustia del desconocimiento. Jugamos con todas sus aristas y finalmente somos grandes escapistas de su trágica existencia.

Tengo distintos pensamientos sobre la muerte según si se trata de la mía o de los seres que amo. A menudo pienso en ese verso de Rilke: “Oh Señor, dad a cada uno su muerte propia”. Yo también pienso igual que vos en ese sentido. Sobre todo luego de haber leído El sentimiento trágico de la vida de Miguel de Unamuno.

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