Bareando

Le Troquet de Henry: Un refugio enquilombado contra la optimización

Yannis llegó a la Argentina en el 2001 y no se fue más. En 2008, tras mucho pelearla, abrió Le Troquet de Henry en el Abasto. Un refugio ecléctico y bohemio, resistente en sus particularidades frente a las cadenas de comida. Un bar cualquiera, donde se encuentren los amigos.


Por Marvel Aguilera y Pablo Pagés. Fotos Eloy Rodríguez Tale

El colapso económico del país estaba al caer. Las marchas y piquetes se repetían constantes en las calles porteñas, y los noticieros contaban los días para la salida del presidente de la Nación. El 2001 atravesaba sus últimos meses en medio de un humor social exasperado. Yannis llegó a la Argentina en septiembre, con las convicciones que años atrás traían los migrantes europeos de entreguerras, enamorado de una Sudamérica pero atraído particularmente por estas tierras, tan insolentes, tan recrudecidas y pecadoras, pero de un afán indomable, como la sensación espuria de un infinito.

De un pequeño pueblo cerca de Nantes, desconocido para buena parte de los propios franceses, Yannis se mudó a la gran ciudad para estudiar Comunicación Empresarial, para el contento de sus padres, pero sabiendo que su pasión era otra: viajar. Luego de tres años de trotamundos, intercambiando idiomas y dedos en las rutas, se decidió por la Argentina. “Había conocido a una chica durante mi viaje y fue una causa noble. Pero yo lo que suelo decir es que el amor nunca alcanza. Jamás alcanza. Sudamérica me fascinaba, era mi lugar y hoy lo sigue siendo después de veinte años. Pero uno tiene que tener algo más. Porque la persona que vos amás, no puede tener que cargar con esa mochila de dejar todo por uno, es un peso demasiado grande. Yo estoy convencido, igualmente, que si me hubiera separado, seguiría acá”.

De canes a fiolos porteños

Con casi nada del idioma pero mucho de perseverancia, Yannis buscó trabajo en medio de un clima laboral de caos y corridas, que solo propició risas cancheras ante la recepción de su currículum. Veinte años después, comenta: “Nunca encontré empleo”.

Entre finales y pronósticos forzados se confiesa una persona con suerte. Por cosas del azar y del cruce familiar, su suegro le dio una herramienta inusual pero clave en su vida, una máquina de cortar pelo para perros. Con el chamuyo elegante que da parlotear en francés y la lectura rápida de un manual de cortes en escapadas al baño, ahorró durante un tiempo para abrir su primer local gastronómico. Una parrilla al paso en Salta y Humberto Primo, pleno corazón de Constitución, y un lugar de tránsito habitual para las trabajadoras de la zona roja.

“Pusimos una parrilla al paso junto con mi suegro, que en esa época tampoco le iba muy bien, así que los dos metimos algo de guita. Recuerdo abrir cuando el local estaba apenas listo y comprar doce chorizos, vender los doce y al día siguiente comprar veinticuatro. Y así hasta que pudimos comprar el primer freezer al año y medio, cobrando en patacones y en lecops. El local me dejó un montón de experiencias bravas y a la vez hermosas. Aprendizajes de la cultura. No me perdonaban nada, me hablaban todos en lunfardo. Ahí conocí el término ‘840’. Venían todos los de la zona, se sentaban, se comían un choripán con una birra y me decían ‘yo soy 840’. Estaban también los vendedores de paco, que había que echarlos. Eran situaciones complejas, feas, pero volver al pequeño departamento que tenía con mi compa, me hacía feliz. Era feliz con poco, pero mucho en comparación con toda esa gente que vive en esa zona”.

“La burla que suele señalar al argento como alguien que siempre ata todo con alambre, que vive cirujeando, en Yannis parece un aspecto positivo, una virtud que fue el punto de partida para la ambientación del bar, y que tiene su mayor simbología en el quilombo. Una artesanía desde los restos del capitalismo, como efecto de nostalgia pero también de resistencia hacia una lógica en serie que viene contagiando a buena parte de la Ciudad en términos gastronómicos”


A pesar de los roces, Yannis dice que la salida del barrio del sur de la Ciudad fue costosa y que estuvo un tiempo dándole vueltas al asunto, dejando primero a un encargado en el local, hasta poder cerrar definitivamente. Sin embargo, el final significó un alivio, el poder dejar de lado las noches en que tenía que volver a casa mirando por encima del hombro o cuando debía correr a los “pajaritos” del paco, que incluso lo amenazaron de muerte.

Recuerda una vez: “un chabón me dijo ‘mirá francés, esta es mi zona y acá te mato’. Y de hecho a ese chabón lo metieron preso por asesinato, no es que era solo de lengua para fuera. Entonces cuando dejé esa zona, me abrí un Hostel y una pequeña empresa de páginas web, y me sentí aliviado, pero no niego que ahí aprendí mucho”.

Lo que vino después fue una transición, quizás una pausa después de tantas noches entre profesionales de lo ilícito: “Primero alquilé un gran departamento sobre Gallo, que a nosotros nos servía de oficina. Me encontré con un chabón estudiando programación y armamos una pequeña empresa. Y encontramos una oficina que le sobraba una habitación, la cual empezamos a vender a algún turista que venía. Cuando nos dimos cuenta que andaba bien el tema, alquilamos una casona en avenida Córdoba. Siguiendo la misma idea de la página web, pero con una casa más grande. Me fue bien, pero a su vez había problemas con la habilitación. Y la cuestión es que al mismo tiempo de hacer eso, me metí en esto, mi verdadero sueño, abrir un bar. Que era mi sueño de la adolescencia. Tener un lugar de juntada de amigos. Lo cual pude cumplir en 2008”.

Un bar cualquiera

Hace trece años el local de Guardia Vieja al 3640 distaba mucho de la puesta que hoy uno encuentra al entrar en Le Troquet. De una casa de aceitunas y Malbec a un fallido intento de bar. Una misión imposible. Cuando Yannis ubicó el lugar no era más que un rejunte de espacios abandonados, un tugurio en una zona en donde pensar en la gastronomía era un chiste y una total pérdida de guita. Pero en su cabeza había un dibujo, algo simple, la imagen de una salida coloquial entre amigotes en su natal Francia. Ir a pegar una troquet por la noche, una salida al barcito del barrio, a un bar cualquiera. Los inicios fueron complicados, duros, incluso con robo de por medio. Dos empleados que a veces simulaban sentarse en una mesa para evitar el pleno vacío. Gambeteando la Gripe A y pegándola con los cumpleaños, pudieron sostenerse. La perseverancia otra vez fue clave, y el tiempo le dio la razón cuando la zona se transformó en un polo gastronómico que ofrece algo más de calle y porteñidad que los brillos insufribles de Palermo.

“Lo que es hoy el bar no es lo que era antes, y tampoco lo que será mañana. Se mueve mucho de acuerdo a quién trabaja. De la gente que trabaja conmigo, de mi humor, de un montón de cosas. La idea hoy es que sea súper ecléctico, por eso hay tanta cosa colgada. A mí me gusta el quilombo. Un troquet es un lunfardo de los años 20 y 30 en Francia. Es una palabra súper utilizada a principios del siglo veinte para definir un bar cualquiera. Y a mí me gusta eso de tener un lugar totalmente humilde, que puede ser cualquiera”.

La burla que suele señalar al argento como alguien que siempre ata todo con alambre, que vive cirujeando, en Yannis parece un aspecto positivo, una virtud que fue el punto de partida para la ambientación del bar, y que tiene su mayor simbología en el quilombo. Una artesanía desde los restos del capitalismo, como efecto de nostalgia pero también de resistencia hacia una lógica en serie que viene contagiando a buena parte de la Ciudad en términos gastronómicos, una afrenta contra el algoritmo de las cervecerías de madera, de la dictadura de las papas con cheddar. Tubos de televisión de los noventa con programas random, antigüedades, pingüinos, autitos pequeños, música alejada de los charts, hasta un cuelga-rollos de cocina en la puerta que nadie logra entender.

Por momentos, se respira algo del film Brazil de Terry Gilliam, en donde el decorado recreaba los restos de una sociedad que vivía entre los objetos sin función del pasado. Este rejunte le da a Le Troquet un aire de calma a los espíritus bohemios, porque se encuentran relajados en una cuestión temporal que no coacciona las formas y los hábitos.

Yannis señala el cuadro principal y cuenta que era de un cliente habitual, Juan Manuel Garrich Zúñiga. “Me llamó por teléfono y me dijo: ‘me voy a España, te dejo un cuadro recién pintado, cuando vuelva me lo llevo’. No volvió más. Ese cuadro es lo más, va con el bar al cien por ciento. Es una especie de alegría morbosa, tristeza, es todo mezclado en un cuadro, colorido, violento. Me fascina. El resto de los cuadros los trajo un chabón de la calle, un chabón drogadicto y alcohólico. Una vez me dijo ‘los encontré en un container, ¿me das un birra por ellos?’. No me pareció tan mal, ni en el color ni en la idea, es como un tríptico”, dice.

Pero si hay algo que ha enriquecido a Le Troquet es su cruce con el mundo bohemio. Yannis aclara que no son un centro cultural, pero es cierto que los que conforman el equipo son artistas, estudiantes de cine, de teatro. Y una clientela que a partir del boca en boca empezó a juntarse en el bar, ubicado en una zona muy fuerte del teatro independiente, del off porteño.

La argentinidad de Yannis

Francia siempre está presente en Le Troquet, desde el acento inevitable de Yannis hasta una miniatura mutilada de la Torre Eiffel en la barra. Pero el vínculo con la comunidad francesa no es del todo fácil. La lejanía desde hace tanto tiempo del viejo continente, junto con la supervivencia que estos años en una Argentina pos 2001 infundieron en la identidad de Yannis, hicieron que tomara cierta distancia de los compatriotas que venían con el ánimo de saber “en dónde hay que invertir”. Eso pareció tocar en un orgullo muy propio de los laburantes argentinos, del esfuerzo inaudito en un país que avanza a los tumbazos. “Llegué sin un mango, la pasamos mal con mi compa, pero aprendimos todo, a lo loco. No fue una época fácil para nadie y tampoco lo fue para mí. Faltó comida, faltó de todo. Me alimenté con arroz y fideos durante meses, años. Fue duro. Y hoy con mi compañera somos duros pero nadie nos para. Nos hicimos tan fuertes. Muchas veces la gente o mi padre me decía ‘por qué no volvés, que acá vas a tener todo’, y yo soy tan terco y tengo tanto orgullo, que al haber dicho que me iba a venir a vivir afuera o a Sudamérica no soportaba volver con la cola entre las patas. Quería volver porque yo quería, no porque tuviera que hacerlo. Y me las arreglé, nos la arreglamos”, comenta.

Ese “tener todo” del que habla Yannis, tiene que ver con parte de su salida del viejo continente. De ese sistema social francés apoyado en la comodidad burguesa, con sobremesas de quesos y mariscos, que son el epicentro de un ritual cotidiano en la cultura francesa pero que, paradójicamente, dejan de lado el ejercicio de superación y ascenso social que tanto forjó al laburante de clase media a partir del peronismo en nuestro país, de aquel que construyó su comercio familiar desde la nada y pudo ver a sus hijos ser la primera generación con grado universitario.

Por otro lado, la cultura también se fue filtrando en su identidad a partir de lo que el barrio transmitía. De Luca Prodan al tango, de las similitudes del cine nacional con el francés, pero mayormente la movida teatral que es la gasolina de muchos de los locales gastronómicos alrededor. Yannis explica que hay algo de todo eso que el propio argentino no termina de reconocer, un complejo de país pobre que hace que el tirar mierda sea un deporte nacional y, a su vez, que se vayan perdiendo costumbres típicas que, más para un extranjero, son parte central de la argentinidad, entre ellas el consumo de carne. “No puedo creer la cantidad de cadenas de hamburgueserías internacionales que vienen acá al país de la carne, no tiene ningún sentido. No puede ser que no podamos comer un sanguche de vacío, de bondiola, un choripán; y que sea más caro y haya cola por comer una hamburguesa de mierda en Mc Donalds o Burguer. Y el cine también, para la mayoría es lento, es muy creído; cuando lejos está de serlo, está lleno de cosas súper piolas y de buenos actores”.

Pero si hay un rasgo central contagiado en él es la terquedad, el no rendirse nunca del laburante, pero que, reconoce, también necesita un poco de culo. Eso, explica Yannis, fue un aliciente de cómo Le Troquet pudo salir adelante, “que caiga un chabón, que te hacés amigo y te presenta a otro, y que trae más gente; un contexto económico más favorable en aquel momento; muchos detalles”. No obstante, la clave está en esa constancia y en poner el cuerpo, ese trabajo que lo tiene desde temprano preparando la jornada de una noche en el bar.

“No puedo creer la cantidad de cadenas de hamburgueserías internacionales que vienen acá al país de la carne, no tiene ningún sentido. No puede ser que no podamos comer un sanguche de vacío, de bondiola, un choripán; y que sea más caro y haya cola por comer una hamburguesa de mierda en Mc Donalds o Burguer”.


De excesos y mitos

“Un día acá se murió alguien”, comenta Yannis.

Pero la anécdota no es un recuerdo trágico, sino cómo Le Troquet, desde su impronta, interpela a su público. “Era el Día del Amigo, un viernes, y todavía no estaba abierto, una época en que el bar explotaba de personas, todos los días, todas las noches. Había más descontrol. De hecho me lo clausuraron varias veces por exceso de capacidad. Apenas abro la persiana entran dos amigos. Empezaron ‘dale, por favor, ¿nos podemos sentar acá?’. Me dijeron que tenían una juntada en Lanús, en el sur, y querían brindar con una birra. ‘Brindamos con una birra y te dejamos’, repetían. Les dije que todavía ni había limpiado los baños, que no estaba el bar listo. ‘Es solo una birra acá y no te hinchamos las pelotas’. Bueno, se sientan en la mesa de la punta, sobre el vidrio. Se sirven la birra, brindan. Y en un momento uno saca la lengua para afuera y boom, cae. ACV. Muerto. El otro chabón me gritó, fui, y nos miramos los dos. Llamé a la ambulancia, pero ambos sabíamos que ya estaba muerto. Imaginate un viernes cinco de la tarde. Llegó el SAME a las siete. Yo tenía gente afuera esperando entrar, y tenía el cuerpo adentro al que le sobresalían las piernas. El amigo llamó a los familiares, y al parecer no fue una gran sorpresa, porque ya había tenido episodios. Cuando vino el SAME nos dijo ‘está muerto’. Tuvimos que llamar a la morgue. Dos o tres horas más. En el medio, el amigo llama a la familia: hijo, ex, primos. Los dejé entrar. ¿Podés creer que me pidieron comida y poder brindar? Brindaron en homenaje al padre. Me dijeron: ‘Che, que buena onda’. A las nueve y pico cae la morgue. Se lo llevan en una bolsa de basura negra. Y los familiares, riéndose ya, porque habían chupado bastante. Apenas se fue el cuerpo, el bar se llenó. Algunos se sentaron en la misma mesa donde había estado el cuerpo. La vida sigue. Una locura. Una mezcla de nuestra incomodidad con alegría por parte de los familiares, que hasta me pidieron un tema para el viejo”.

Pero si hay un mito que se agiganta en Le Troquet es la identidad de “Henry”, la cara invisible del bar; que si bien unos identifican con el propio Yannis, mucho elucubran en ese nombre una figura sobrenatural, gangsteril, que construyó los cimientos del bar en base a fiestas negras repletas de orgías y excesos. Yannis dice que durante el tiempo que se puso a refaccionar su casa y dejó a una empleada como encargada del bar, solía ir igualmente a mirar o a tomar algo, en esas oportunidades se cruzaba con clientes, incluso en el baño, que le contaban historias oscuras alrededor del tal Henry, que no es otro que el hijo de Yannis que, como tantos comerciantes de barrio, tuvo el gesto de poner el nombre de su descendiente en el emprendimiento familiar. Los excesos, sin embargo, aclara Yannis, existen. Pero tienen mucho que ver con lo que constituye al bar: los empleados, la música y principalmente con los horarios que el bar disponga, que puedan evitar que el local se transforme en un rejunte de aquellos que buscan una ranchada final.

La amenaza fantasma de la birrería

Tener un bar distintivo en una Ciudad repleta de torres y cadenas comestibles es más que un capricho, tiene que ver con la resistencia a un modelo de vida envasado, que propicia una actividad social determinada por las agendas del mercado; la estandarización de la vida. Yannis es un ferviente defensor de la distinción que, como bien plantea Byung Chul Han, es convertida en una anomalía que agravia el reinado de los likes y el optimismo totalizante. Comenta: “Cuando se sientan y me dicen ‘me traes unas papas fritas con cheddar’. No, acá no hay, y nunca va a haber. ‘¿Pero por qué te enojás?’, me dicen. Porque tenés miles de lugares donde te van a servir papas con cheddar. Si tenés ganas de ir yo no me ofendo, anda ahí que te lo ofrecen. Pero acá no las vas a encontrar. ‘¿Pero por qué? Si te rinde’. Porque no quiero hacer lo mismo que los demás. Esto no es una cervecería. Somos un bar. Pero hay una cantidad de gente malacostumbrada. Que van a la barra y preguntan ‘¿Acá se pide?’. No, no se pide en la barra. Te sentás en una mesa y te llevamos a la mesa, porque somos un bar, no una cervecería. Y así con todo. La gente se me queda mirando, piensan que estoy loco. Pero yo no quiero ser igual que los demás, me parece importante no serlo”.

Tras dos años de pandemia, entre encierros y mañas tecnológicas que fueron agigantándose, Yannis cree que el gran ganador en términos económicos fueron las cadenas. Como un virus que se expande por todos lados, cada vez más, y que ya ha copado buena parte del microcentro, que se transformó en un nido de ellas. Propiciando, a su vez, la extinción de los pequeños locales, los más viejos, las sangucherías con butacas altas, los garitos de familia. Yannis piensa que es parte de un mal mayor, que tiene que ver no solo con el avance mercadotécnico sino con un complejo identitario argentino, ese afán de ir detrás de las masas. “Eso me fastidia profundamente. Acá les encantan las cosas que tienen éxito. Si hay cola en un lugar por algo será, no importa si está bueno o está mal. Van ahí, porque todos van y por algo será. Andan en esas ferias boludas que tienen que sacar ticket una hora y otra hora para comer comida minúscula. Les encanta ir donde van todos. Y eso me preocupa mucho, porque las cadenas se alimentan de eso. Repiten un concepto”.

Yannis recuerda su pueblo natal y no puede evitar pensar que mucho de ese intento de distinción surgió de allí, de poder construir una voz propia en una lógica muy paternalista. Jugársela. Poder ser libre. Con sus virtudes, también con sus errores, pero propios. “A mí me parece que lo más importante en este mundo es distinguirnos. Es fundamental. Vestirnos como querramos. Hacer distinto el sexo. Comer distinto. Probar otras cosas. No volvernos pobres mentalmente. Pero creo que hay un miedo a la soledad. Uno quiere ser miembro de la manada y hay miedo de perder eso. Por eso en la Troquet estoy orgulloso de ser distinto”.

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