Dramaturgo, guionista y director, es una de las personalidades más importantes de la escena nacional. En un recorrido por sus orígenes y los cimientos que moldearon su puesta estética, desliza su perspectiva sobre el nuevo paradigma mediático, la escritura en tiempos de pandemia y las ideas detrás de sus últimas producciones.
Por Marvel Aguilera y Pablo Pagés. Fotos Eloy Rodríguez Tale.
Pensador de las formas, los escenarios y los climas, Javier Daulte (Buenos Aires, 1968) incorpora las herramientas de la ficción a sus obras y lo hace de una forma superlativa. Escritor permanente, a pesar de los escollos que la pandemia introdujo, no ha parado de producir y generar textos que siguen interpretando los grandes temas que atraviesan a la sociedad actual y, quizás, en un sentido más amplio, a la propia condición humana. Autor de las piezas como Criminal, ¿Estás ahí?, La felicidad, Espejos Circulares, Un dios salvaje, entre muchas otras que ya son marca registrada del circuito, Daulte elige seguir creando como modo de vida.
Ingenioso y hábil para moldear la comedia en sus exploraciones, Javier Daulte supo llevar adelante el año pasado Luz Testigo, una obra surgida de un concurso que seleccionó cinco textos anónimos; cinco historias que supo hilvanar con la sutileza y la templanza que lo caracteriza, sobre el trasfondo de los efectos que la pandemia han modificado en nuestra cotidianidad.
En ese amplio recorrido, repleto de ideas y exploraciones, hablamos con Daulte de los pasos centrales que fueron edificando su impronta como autor, pero también de la vuelta del teatro en un contexto donde las necesidades apremian, no sólo desde lo monetario sino debido a la urgencia de expresión por parte de tantos artistas, de esas manifestaciones que hacen del arte un lugar fundamental en el entendimiento de los fundamentos de nuestra existencia.
Uno siempre recuerda esas premisas de la escuela de Frankfurt sobre la crítica al desarrollo de los sistemas capitalistas donde se deja en claro que toda disrupción es asimilada como un gran negocio. Durante la pandemia, al menos en sus momentos más críticos, uno se sentía condicionado a formar parte de un nuevo mundo creativo relacionado a las plataformas, sin contacto con los espectadores. ¿Qué te pasó a vos con todo esto en plena cuarentena?
Creo que desde hace años vivimos en una cultura en la que no se da espacio a los procesos. Que se cree que lo que demora es por esa misma razón algo malo. Queremos la respuesta inmediata. A todo. A nuestras necesidades materiales y espirituales. La paciencia ha dejado de ser una virtud, y la ansiedad, si no puede verse satisfecha a corto plazo, se domestica con psicofármacos. Pero los procesos en la vida son largos. Yo, en lo personal, soy ansioso. Quiero que todo sea ahora, ya mismo. Pero también sé que un verdadero proceso creativo, que un verdadero cambio en la vida (una nueva pareja, la relación con tus hijos, un duelo) requiere de un tiempo que no se puede acelerar. Aún así el consumismo está ahí para negarlo. Estás angustiado, estás ansioso, tomate esta pastillita. La pastillita puede ser el amor ligero (o líquido), llenar de tablets a tus hijos, obtener likes en las redes. En la sociedad de consumo salvaje somos unos animalitos que constantemente estamos insatisfechos. Y la ansiedad, constitutiva del psiquismo, es un anillo a la medida del dedo de la sociedad de consumo. Por eso ha prosperado tanto. El dinero es, claro, el límite para quienes no lo tienen. Pero la cuarentena fue, de algún modo, el límite para todos, sin importar su situación socioeconómica. Se puso a prueba nuestra paciencia, nuestra capacidad de no encontrar el modo de ver satisfecha nuestra ansia de obtener satisfacción inmediata. Y en muchos casos no supimos qué hacer con esa ansiedad. Cuando empezaron a abrirse los negocios, alguien me confesó que fue a comprarse un montón de ropa que no necesitaba, pero que sí necesitaba esa experiencia consumista. Y ojo, entiendo a esa persona. Y esa persona es lo suficientemente lúcida como para saber que estaba siendo víctima de un síntoma. Que no era su genuino deseo el hecho de “comprar”. El problema es cuando no nos damos cuenta y realmente creemos que esa compra nos va a dar alguna satisfacción. No, no es así. Comprar nos da solo ganas de comprar más. Es un círculo letal.
En un momento durante el confinamiento duro me planteé que quizá debía aprender a hacer teatro por streaming. Hasta que un día me dije: “No me interesa eso. No quiero aprender eso. No tengo por qué hacerlo.” Y no lo hice. Me angustié mucho, porque sentía que me estaba equivocando. Pero en algún recóndito lugar de mi mente sabía que era mejor así.
Al comienzo de la cuarentena decidí dejar de lado algunos vicios. Vicios tontos, como navegar largos ratos por internet. Y me dediqué a leer. Dije: nunca tuve una oportunidad tan buena para darme el lujo de leer lo que quiera porque tiempo me sobra. Y lo hice. Desde ese punto de vista lo que atesoré durante el 2020 es enorme. También escribí mucho. El tiempo decidirá cuanto de eso que escribí tiene valor artístico y cuanto es basura neurótica. En ambos casos la experiencia fue sanadora. Y si bien hubo muchos momentos en que la pasé muy mal, lo que queda registrado (lo que leí y lo que escribí) tiene un sabor muy bueno.
Está claro que hay desde hace tiempo una devastación de lo que es la ficción nacional en la televisión, hoy abocada a programas de discusión panelística; y mucha de la ficción ha pasado al streaming guíada por una lógica muy de la inmediatez. ¿Cómo te llevás vos con esta lógica narrativa actual a la hora de escribir ficción, teniendo en cuenta que también hay un público que empieza a ser moldeado como consumidor de esos productos?
La televisión está en crisis desde que tengo memoria. Al menos desde que puse un pie en ese medio, hace ya más de veinte años, no he parado de escuchar: “la televisión está atravesando el momento más crítico de su historia”. Lo oí tantas veces, bajo tan diversas coyunturas, que empecé a descreer de tal afirmación, para llegar a otro razonamiento: “Hacer televisión es estar en crisis”. Lo he dicho muchas veces y lo sigo sosteniendo: el rol de los artistas es imaginar. Y a través de la imaginación se sortearán los obstáculos. ¿O Shakespeare no la tenía complicada cuando escribía y representaba con la obligación (si es que quería que le fuese más o menos bien) de gustar a los analfabetos, a la clase dominante, a los artistas, a los intelectuales, a la crítica, al clero? Desde ese punto de vista la época de Shakespeare era mucho más difícil que esta y sin embargo, nos dejó un puñado de genialidades inmortales. El problema es cuando en un medio no hay artistas que imaginan, sino solo empresarios. La asociación de un empresario con un artista es una fórmula que siempre ha existido. El empresario (el mecenas en otras épocas) se enamoraba de un artista, de su arte y lo financiaba. Allí aparecía una tensión entre poder y arte muy dinámica que dio resultados asombrosos: la Capilla Sixtina, Las Meninas. Por no hablar de la música. Sueño de una noche de verano es un encargo de un señor con mucha plata que quería un entretenimiento para el casamiento de su hija. Cuando esa tensión deja de existir estamos en problemas. Y esa tensión no existe cuando el empresario no admira al artista, sino que lo absorbe como un mal necesario para hacer prosperar su negocio. Es entonces cuando la fuerza del artista se pierde.
Deberíamos pensar que la televisión es también un talk show, un reality, además de poder ofrecer ficción. Esto no quiere decir necesariamente que los talk shows o los realities sean malos por definición. Sino que hay buenos y malos talk shows, bueno y malos programas de panelistas. De la misma manera que hay buena y mala ficción. A un artista se le podría pedir poner al servicio de un programa de panelistas su creatividad para poder hacer algo novedoso y de calidad. Pero el tema de la ansiedad, como decíamos antes, hace que no se soporte el proceso de creación. Todo buen producto requiere de un tiempo de elaboración. Sin ese tiempo de elaboración difícilmente salga algo de calidad. Sea lo que sea ese algo.
También es cierto lo que decís, que el público empieza a moldearse de acuerdo a esa oferta invasiva. Eso es grave. Eso hace que se pierdan cosas que luego son muy difíciles de recuperar. Cuando la audiencia se habituó a determinadas ficciones (por ejemplo los unitarios de marca nacional) uno puede pensar que existirá siempre un público cautivo de esas ficciones. Bueno, no es tan así. Si durante dos años no se ofrece ese tipo de ficción, la audiencia, sin darse cuenta casi, va perdiendo ese hábito y cuando, dos años después, se les vuelve a ofrecer ese tipo de unitarios, nos encontramos con que ese público ya no existe, que se volcó a otro tipo de productos, y ya no se lo puede recuperar. Las tradiciones son importantes. Pero para sostenerlas tiene que haber algún loco suelto convencido de que eso no se puede perder y que continúe haciéndolo a pesar de la crisis del momento. Podría decirse que la tele tiene que evolucionar. Puede ser. Y quizá esté evolucionando. Pero a través de una serie interminable de tropiezos. Y todo se vuelve demasiado azaroso. Las reglas del mercado mandan muy tiránicamente. Para eso existe el Estado, para conservar espacios donde esas reglas no lo determinen todo. Pero actualmente la TV Pública no estaría cumpliendo esa función.
¿Te pasó haber pensado una reelaboración del tiempo durante tu cuarentena?
No sé si termino de entender la pregunta, pero lo primero que me viene a la cabeza es que sí. Mi relación con el tiempo cambió. Estando confinado sentía que muchas herramientas que tenía para dominar el tiempo ya no servían. Tengo la tarde libre: me meto en el cine a ver cualquier cosa. Estoy un poco depre, llamo a amigos para juntarnos a tomar un vino. Me peleo con mi pareja: me voy a dar una vuelta. Me enamoro, y corro a donde sea que esté mi amor. Son manera de dominar el tiempo (acortarlo, anularlo, prolongarlo), y de nuevo, manejar la ansiedad. No contando con esas herramientas (hasta la cuarentena tan habituales) todo entra en otra dimensión. Es como haberse quedado ciego. Tengo que seguir viviendo en el mundo pero a conciencia de que algo me falta, que no puedo vincularme con él como lo hacía normalmente. En el confinamiento uno aprendió a la fuerza a ver transcurrir el tiempo a su alrededor, sin ninguna posibilidad de modificarlo. Más que haber cambiado mi relación con el tiempo, creo que fui consciente del tiempo. Y esa consciencia me resultó, por momentos, apabullante.
Son tiempos en los que prima la ansiedad, la angustia, la soledad y la desesperación de ser conscientes que podemos experimentar un proceso en donde encontramos la vida a velocidades desconocidas. ¿Cuál fue tu proceso como dramaturgo en función de esto?
No puedo darme cuenta de qué me modificó todo esto en relación con mi tarea como dramaturgo. En la superficie se podrá observar la aparición de la coyuntura en algunos contenidos. Pero eso es, como digo, superficial. ¿De qué manera ha calado hondo en mí como persona y como artista? Eso no puedo saberlo. Pero sin duda hay modificaciones profundas y misteriosas. Lo más claro que nos ha pasado, creo yo, en estos tiempo, es una suerte de no entender, de no tenerlo claro. Arribar a ese estado de no entender puede ser bastante liberador, un golpe a la omnipotencia. Quizá lo que hizo el 2020 y parte del 21 conmigo es que me hizo recuperar cierta esencialidad; volví a entender el impulso primordial de escribir. De hecho redacté un breve texto que se llama 14 años. Allí hablo de que volví a sentir lo que sentía en aquel momento de mi vida (mis 14 años) en que me gustaba escribir por el hecho de escribir, en que quería devorar el mundo, pero que el mundo no me necesitaba. Una sensación maravillosa y aterradora a la vez.
El goce, la concordancia y la puesta de acuerdo son ideas que hoy se plasman en Luz testigo, que fue la parte ganadora de un concurso de pequeños relatos dramatúrgicos. ¿Cómo se dio el proyecto de este concurso con tus pares en donde la pandemia se toma desde un lugar tangencial pero celebratorio de un nuevo comienzo?
Luz testigo fue un bote salvavidas de un barco que se iba a pique. Nos preguntábamos en el Callejón: ¿cómo hacer teatro cuando no se puede hacer teatro? Y pensamos en las instancias en que el teatro necesita del recogimiento. Y este recogimiento se da en la escritura, en la lectura, en la elaboración. Así fue que lanzamos las premisas del concurso. Pero debo confesar que no teníamos idea de a donde nos iba a llevar esto. Mucho menos que lograría la impronta celebratoria de un nuevo comienzo. Esa percepción optimista, por llamarla de alguna manera, surgió de un modo no programado durante los ensayos. Estábamos tan contentos de juntarnos a ensayar que esa contentura se empezó a trasladar al espectáculo sin darnos cuenta. Son cinco historias y las fui ensayando por separado. Y cada viernes pasábamos lo que teníamos montado y entonces los intérpretes que no estaban afectados a una de las obras y estaban esperando el turno para interpretar la suya, observaban a sus compañeras y compañeros, y pasó que como espectadores se sentían tanto o más felices que cuando actuaban la obra que les tocaba. Ese ser feliz testigo de los otros fue la punta del ovillo que terminó convirtiéndose en el concepto central de la puesta del espectáculo: la felicidad de ver a los colegas haciendo lo que les gusta más. Cuando descubrí que esa alegría era la clave de todo, le repetía al elenco: la gente tiene que pensar que actuar y contar historias es la cosa más fácil y linda del mundo. Y esto es lo que curiosamente queda como sabor de boca al salir de ver la obra. Una suerte de alegría básica.
“Las tradiciones son importantes. Pero para sostenerlas tiene que haber algún loco suelto convencido de que eso no se puede perder y que continúe haciéndolo a pesar de la crisis del momento”.
Sos un dramaturgo que incorpora la ficción en sus puestas. Ahora bien, ¿qué rol cumple esta hipérbole domesticada o esta metáfora irresuelta dentro de un texto que se maneja por los andariveles de un realismo, al fin?
Supongo que con ficción dentro de mis puestas te referís a cierta zona no cotidiana, no realista, que suele aparecer en mis obras. En Luz testigo eso aparece a través del artificio que el teatro tiene per se. A veces ese artificio se lo disimula lo suficiente y no advertimos lo disruptivo que es por definición el teatro. Otras veces el artificio se hace manifiesto. Que los intérpretes de Luz testigo estén observando a sus compañeras y compañeros actuar, que los iluminen de esa forma tan artesanal, que hagan play back de temas de Mina, le da al espectáculo esa cuota de magia que, sumado al realismo de cada una de las historias, producen una fricción capaz de encender una pequeña llama. Esa llama sería lo que yo entiendo por teatro.
Contanos algo de tu infancia, ¿cuáles son esos recuerdos más nítidos de tu vida en familia y cuándo el arte empezó a ser preponderante en tu vida?
Soy el hijo menor de una familia tipo de clase media. Padre empleado, madre ama de casa, hermana cinco años mayor. Muchos de mis protorecuerdos están en mi obra Nunca estuviste tan adorable. Digo protorecuerdos, porque es una obra que transcurre casi toda antes de que yo naciera. El procedimiento que empleé fue: voy a contar la historia de mi familia según lo que recuerdo de los relatos familiares acerca de esa época. Es decir recuerdo lo que otros recordaban. Así armé la obra.
Creo que mis recuerdos más felices de mi temprana infancia tienen que ver con los momentos en que nos divertíamos juntos en familia. Teníamos una familia amiga, los Quintana: Pepe, Eva y su hijo Andrés. Nos juntábamos cada tanto en casa de ellos y hacíamos un juego al que llamábamos El ensayo. Ponían un tango y todos hacíamos una parte de la orquesta. Uno hacía el violín. Otro el piano. Otro el bandoneón. Otro cantaba. Todo era una mímica. Tengo pocos recuerdos tan felices como ese. ¿Esos ensayos, eso juego con niños y adultos es el origen de mi vida en el arte? Muy probablemente. Porque creo que el arte en general, y el teatro en particular, tienen ese rasgo: es un grupo de personas (sin importar la edad) que se ponen a jugar a que es cierto algo que no lo es.
¿Cuál considerás que fue el primer trabajo como escritor o dramaturgo, a partir del cuál diste cuenta que esa iba a ser tu vocación?
Hay tantos mitos del origen… En el plano menos consciente podría enumerar muchos. En el plano consciente diría que fue una obra que escribí a los 18 años: Por contrato de trabajo. Recuerdo asumir esa escritura con seriedad y consciencia. Hasta ese momento mis escritos eran claramente ejercicios que coqueteaban de modo bastante infantil con el arte de la dramaturgia.
¿La literatura estuvo primero o la dramaturgia tuvo y tiene su mundo aparte?
La dramaturgia estuvo siempre primero. No sé bien por qué. En mi casa había gran afición por la literatura. También es cierto que en la biblioteca de mis padres había muchos títulos de teatro (Sartre, Camus, Ionesco, Shakespeare). Creo que descubrí en el teatro escrito la mejor manera de hacer realidad una ficción. Como cuando uno era chico y jugaba con sus amigos: planteaba una suerte de ficción (vos sos el ladrón, yo soy el policía, ella es la dueña de la casa) y rápidamente nos poníamos en acción para darle vida. Supongo que eso es para mí el teatro, una forma de hacer realidad una fantasía.
En El Recurso de amparo, tomás la dirección de un texto de Laura Oliva para trabajar muy bien ese vínculo tan fuerte como es el de una madre e hija, sin embargo, ¿crees que algo de ese trasfondo entre lo onírico y la vigilia bien parece dar cuenta de la fragilidad de nuestros recuerdos, que son los que a fin de cuentas edifican nuestras identidades?
Por supuesto. El teatro, en ese sentido, es el espacio más noble para mostrar esto que decís. Porque es el reino de la subjetividad. Una historia, todas las historias, tienen fuerza relativa, nunca absoluta. Cualquier hecho, según como se lo vive, según como lo percibe y lo elabora nuestra subjetividad, puede convertirse en lo que sea. No importa si el hecho en sí mismo es a primer vista irrelevante o trágico; es la subjetividad de los personajes lo que le dará entidad.
Hablando de textos ajenos, ¿qué significa o en qué cambia de tu laburo el dirigir textos que no son de tu autoría?
Siempre intento, cuando dirijo mis propios textos, verlos como si fueran ajenos. Y viceversa, cuando dirijo textos ajenos lo hago como si fueran propios. Que el texto lo haya escrito yo no implica necesariamente que yo conozca todos sus resortes. Debo descubrirlos en los ensayos. Por otro lado trato de no venerar al texto (ajeno o propio). Lo importante es encontrar sus mecanismos escénicos, teatrales. En ese sentido podría resumir que trabajo de la misma manera en ambos casos.
Por otro lado, Les irresponsables parece meterse de lleno con aquellas represiones que sostenemos para ser tolerables socialmente, ¿considerás que todo lo que vivimos estos años nos hizo repensar nuestras libertades o en cierta forma potenció las apariencias a partir de la virtualidad?
Las irresponsables la escribí antes de la pandemia. Así no sé qué resonancias tiene con esta coyuntura. Se trata, entre otras cosas, de dejarse llevar por los impulsos y, por añadidura, de llevar a cabo actos gratuitos. Lo curioso es que los personajes parten de la base que esos actos gratuitos son necesariamente malos. Porque todo lo que sale de la norma tiende a ser catalogado prejuiciosamente como malo. Pero en un momento uno de los personajes dice algo como: “Yo no soy capaz de hacer ninguna maldad gratuita. Pero tampoco soy capaz de hacer nada bueno de manera gratuita.” El problema con los impulsos y con las represiones es que la mayor parte de las veces no sabemos por qué nacen unos y se producen las otras.
¿Qué representa artística y socialmente el Espacio Callejón para el circuito teatral? ¿Y cómo pudo sortear estas dificultades que impuso la pandemia?
Espero que signifique algo. Aparentemente, el “Calle” fue afianzando una identidad durante estos años. Me lo dicen mucho. No termino de entender muy bien en qué consiste esa identidad. Por supuesto que curamos la programación, pero no bajamos ningún tipo de línea. Se debe tratar de una afinidad con ciertos artistas, con las intuiciones que nos damos el lujo de respetar, lo que van generando eso. Quizá lo que más nos importa en el teatro es que sea un espacio de encuentro y de placer. El trato hacia los artistas, los trabajadores y los espectadores es algo a lo que le damos siempre muchísima importancia.
Fue muy duro atravesar el prolongado cierre. Hubo ayudas del gobierno (tanto de ciudad como de nación), pero hubo que apechugar mucho para pasar esa rompiente. Lo más importante fue haber cuidado a los trabajadores (técnicos, boleteros, personal de limpieza).