A dos años de haber participado de la filmación de Zama de Lucrecia Martel, el reconocido autor y director publicó los Diarios del Capitán Hipólito Parrilla, un relato que recrea de manera ficcional los momentos del rodaje.
Por Mariano Cervini. Fotos Eloy Rodríguez Tale
Rafael Spregelburd escapa al encasillamiento. Es dramaturgo, guionista, director y actor de teatro. Habita las pantallas de cine ( El hombre de al lado, Floresta, El crítico, La Ronda) y las novelas de televisión (Guapas, La casa del mar). Los premios obtenidos a lo largo de su carrera son apenas un esbozo de lo que ha significado su aporte a la transformación del teatro nacional; entre sus creaciones figuran Heptalogía de Hieronymus Bosch, Remanente de invierno, Spam y La terquedad. Sus libros y obras fueron traducidos y estrenados en variedad de países. En 2018 publicó por editorial Entropía su novela Diarios del Capitán Hipólito Parrilla, una historia que si bien está basada en la experiencia del personaje que supo encarnar en el rodaje de Zama, la película de Lucrecia Martel, logra una voz y una narrativa propia, que a su vez mezcla un lenguaje castizo y bizarro, con referencias contemporáneas pero anclado en el tiempo del exitoso largometraje.
¿Por qué decidiste escribir este diario?
Nunca fue una decisión que tomé del todo. El diario de Hipólito no era esto, sino una suerte de broma interna y un ejercicio actoral. Hay dos momentos: cuando decido empezar a escribirlo y cuando decido que es una novela. El primer caso se dio al principio, cuando llegamos a la localidad de Empedrado, en Formosa, a las locaciones en donde íbamos a filmar los exteriores de Zama, con Lucrecia Martel y todo el elenco. El problema fue que estaba todo inundado; había medio metro de agua y nos dimos cuenta que las circunstancias para ensayar iban a ser extraordinarias en todo sentido. Teníamos mucho trabajo por delante, mucho ensayo, y nos preguntábamos cómo iba a ser posible llevar adelante esto en un lugar tan hostil. A la vez, no sabía bien en qué ocupar mi tiempo porque soy un poco multitasking, hago muchas cosas a la vez, y estaba en un hotel sin Internet, a la espera de que me avisaran para filmar. En ese lugar extraño, alejado de mi hijo y de mi mujer -que en aquel momento estaba embarazada de mi hija- tenía muchos espacios libres. Entonces decidí aprovecharlos. La película en su desmesura era tal que a los actores se nos necesitaba encendidos todo el tiempo para ver en qué momento la cámara nos iba a tomar. Había que estar habitando el paisaje casi igual que el ganado o el clima; había que ser parte de eso porque Lucrecia ponía la cámara en lugares muy abiertos donde se ve todo y los movimientos son enormes. Había escenas en las que los actores caminábamos un kilómetro con el caballo y después volvíamos; las instrucciones de actuación eran esas. En ese ambiente creí que una buena forma de estar encendido y en disponibilidad era escribir el diario del personaje.
Ahí tomaste la decisión de escribir…
Sí. La primera toma de decisión fue definitiva y muy consciente. Me dije a mí mismo: no voy a ser yo el que escriba; va a ser el personaje que lo ve todo como algo real, sin saber que es una película. Escribía dos o tres páginas por noche. Volvía de los ensayos, llegaba al hotel y escribía sin corregir y compulsivamente lo que había vivido durante el día de rodaje pero la perspectiva era la de mi personaje. La broma era pasarlo por debajo de la puerta de los actores y nos reíamos juntos de uno que se había desvanecido, de otro que casi lo pica una víbora y cosas parecidas. Este era un poco el tono. Al segundo día lo volví a hacer, al tercero también y al cuarto ya los actores me lo pedían en el desayuno (risas). Me decían que estaba muy bueno y que lo sostuviera hasta el final. Así se convirtió en una obligación literaria; lo escribí todos los días, incluso los que no filmábamos, que eran los fines de semana, aunque algunos sábados hubo que recuperar porque el clima fue muy malo. Tuvimos una semana de ensayos y tres de filmación y siempre escribía aunque no tuviera ganas porque pensaba que el mecanismo ya estaba activado y no lo quería traicionar.
“En el cine los puntos de vista de los protagonistas están privilegiados de manera total. Incluso un personaje secundario puede estar en cuadro o no pero la línea de identificación del cine está atravesada por las voluntades protagónicas. En teatro esto no existe.”
Una escritura rápida y casi desbordada…
Para mí la situación de filmar siempre es extremadamente gozosa. Te codeás con gente sensible e inteligente y cada cena es una fiesta. No podría hacerme el vivo y decir que era tan fuerte lo que me pasaba que debía dejar un testimonio: Más bien ocurría lo contrario: el testimonio de esa suerte de felicidad absurda -mientras el mundo alrededor se derrumba, las personas se visten con trajes falsos del siglo XVIII para sostener una ilusión- me parecía vital y trascendente.
¿Qué diferencias notás entre cine y teatro a la hora de contar una historia?
En el cine los puntos de vista de los protagonistas están privilegiados de manera total. Incluso un personaje secundario puede estar en cuadro o no, sus textos pueden ser relevantes o no, pero la línea de identificación que busca el cine está totalmente atravesada de las voluntades protagónicas. En teatro esto no existe. Si vos tenés una escena con Hamlet y Laertes, si los diálogos de uno no son equivalentes en calidad a los del otro, si ambos no tienen razón en ese duelo, el universo teatral no funciona. Todos en este caso ocupan el lugar del punto de vista. No hay una cámara que te va a poner a uno de espaldas y a otro de frente. Los textos de semiótica teatral hablan de esto; recuerdo los de Anne Ubersfeld. En el teatro se diluye la ilusión del autor y quienes hablan en primera persona son los personajes; cualquier otra cosa es un adefesio. Si bien existen ciertas desviaciones estilísticas que pueden estar muy bien, por lo general todos los personajes tienen el mismo derecho a voz y voto. A mí me resultaba encantador imaginar este relato del Diario en que Zama sea un personaje secundario y a Parrilla solo le importa Parrilla. Esto también es un ejercicio literario que tiene que ver con una reflexión profunda de mis dos casas que son el cine y el teatro.
Parrilla no se lo banca a Zama, pero en un momento del relato parece haber un quiebre…
Nos llevábamos super bien con Daniel Giménez Cacho (el actor que interpreta a Zama en la película) y en el relato está presente la idea de que hasta el propio narrador lo odia pero después de tres semanas de que te la vengan poniendo sistemáticamente los indios ya éramos como amantes (risas).
Rescatás cierta comicidad muy particular en la narración…
Lo cómico es lo teatral. No hay chistes en el libro, salvo los anacronismos, que tampoco buscan serlo. Lo gracioso es pensar a Parrilla en esa situación ficcional en la que él como personaje no sabe que eso que le está pasando es una película. Entonces describe árboles que en realidad son palos con ramas en los que van puestos los micrófonos. Cosas muy divertidas que pasan siempre en los rodajes: acá todo es real porque está la cámara y atrás tuyo hay una cantidad de personas que miran y hacen otras cosas, a los que Parrilla nombra como los Fantasmas del Pantano. Tal vez nuestra realidad también esté construída por unos fantasmas parecidos. Es rescatar un poco esa idea borgeana de qué Dios detrás de Dios mueve la pieza.
Una idea muy metafísica…
Una idea muy argentina y muy inevitable de que en el ser y la existencia hay una estafa. Debe haber algo detrás porque esto solo no puede ser. Creo que eso es lo cómico. No sé si un español o un inglés se reiría como nosotros de esa interferencia del texto con lo real. Además eso lo voy descubriendo mientras escribo porque se empiezan a complicar las cosas: al principio él tiene control absoluto -en su soberbia y decisión- porque es un hombre de coraje. Lo que pasa es que es un idiota, pero su valor está intacto. A Parrilla le gustaría poder realizar esa misión y demostrarle a su padre muerto quién es y una serie de emociones que producen identificación y no son ajenas a personas comunes de este siglo.
“Dejar el testimonio de esa suerte de felicidad absurda -mientras el mundo alrededor se derrumba, las personas se visten con trajes falsos del siglo XVIII para sostener una ilusión- me parecía vital y trascendente.”
¿Por qué elegís ese lenguaje entre castizo y bizarro para narrar?
Decidí escribir tomando distancia. Para eso utilicé un lenguaje que no existe; una falsa pantomima del castellano con una prosodia de alta temperatura solamente para indicar que el texto no es contemporáneo. No es ni fiel con la época ni riguroso con el castellano. Todo esto se empieza a corromper de a poco, de la misma manera que la existencia del relato se corrompe. Ese es un camino en línea recta. Es casi lo más simple que tiene la novela.
¿Cómo te llevás con el personaje?
Me resulta conmovedora la relación que el narrador-personaje tiene con el actor que lo va a encarnar: lo odia pero es lo único que tiene para vivir. Dice que se va a aferrar a él como al chiquero portátil en el que los trasladan de una locación a la otra. Todos estos asuntos son cómicos porque están expresados en el contexto incorrecto. No es un tratado de filosofía, es una novela de aventuras a la manera del Quijote.
Es un personaje que entra y sale todo el tiempo de la ficción a la realidad…
Esto le pasa todo el tiempo al actor de cine. No podés permanecer en el universo de la ficción mucho tiempo porque es agotador, enloquecedor. Esta película fue enloquecedora para mí.
¿Por qué?
Por varios motivos. Primero porque a partir de la picadura de la araña de mi personaje -que eso no pasa en la novela de Di Benedetto-, la confección de ese capricho genial y cinematográfico fue pesadillesco porque tenía que hacerme un brazo de látex durante tres horas cada vez que tenía que rodar. Fue un proceso muy doloroso. Me saltaban las lágrimas. Si el rodaje empezaba a las siete de la mañana, con la maquilladora empezábamos con el brazo a las cinco. Por otra parte, la escena de mi muerte -que en principio es muy simple en la película- presentaba un montón de interrogantes. A mí se me iba a matar con un lazo al cuello; el caballo tiraba del lazo y me ahorcaba. Para hacer eso seguro, tenía puesto un arnés de hierro y el lazo era falso, estaba atado a mi cintura, y cuando el caballo empezaba a correr yo tenía que simular que me ahorcaba. Eso lo ensayamos tres días seguidos tirándome de una lancha. Mi seguro de vida era más alto que mi cachet (risas). A mí me encantan esas aventuras. No todos los días te ocurre que una película se torne tan física.
¿Qué otras cosas te pasaron?
Después vino el tema de la picadura de la araña. A mi personaje lo pica una araña al comienzo de la película y tiene fiebre. Cuando arreglamos la composición del personaje con Lucrecia, se me ocurrió que la fiebre esté expresada por medio del llanto. Desde que empieza la fiebre el personaje está llorando todo el tiempo. Lo que pasa con eso en rodaje es que a lo mejor vos pasás nueve horas del día llorando porque te dicen: vayan allá, a ese pantano y nosotros les avisamos con una seña cuando empecemos a rodar. El asunto es que nunca sabés si te están filmando o no. Los asistentes de dirección venían a preguntarnos si estábamos bien. Igual no me quejo, me parecía parte de la aventura. También pasa algo con el resultado final: en la película hay un noventa por ciento de escenas que filmé que no están; aparezco muy poco. Ese fue otro tema: cómo hacer para publicar una novela que me reclama tan vehementemente cuando el personaje es prácticamente un extra arriba de un caballo en el montaje final.
¿Qué tal tu experiencia con Lucrecia Martel?
Admiro mucho el cine de Lucrecia. Estas cuestiones de rodaje me parecía que eran una forma de demostrarle mi disponibilidad absoluta. Era como decirle: hacé conmigo lo que quieras. Hablé con ella antes de la película pero poco. Me llamó y me dijo que le parecía bueno que al personaje lo hiciera yo, me dijo que iba a ser difícil, ensayamos mucho. Los ensayos eran raros. Ella quería una película afeminada o andrógina en todo caso. Decía que las películas históricas argentinas son ridículas y fracasan porque muestran machos a caballo con espadas. Ella quería una película con un comportamiento afeminado pero en el sentido cortesano. Que se parezca más a Luis XV que a San Martín con la espada. En vez de ensayar los textos nos mandó a estudiar minué.
¿Minué?
Sí, los ensayos eran bailar el minué. Es un baile que tiene tres tiempos. Teníamos que realizar todas las acciones en tres tiempos: desde agarrar un vaso hasta caminar. A mí me parecía fantástico hasta que me encontré con que mis escenas son casi todas a caballo. ¿De qué me servía a mí saber el minué si el caballo era el que decidía mis tiempos? (risas). Todo el tiempo la película estaba llena de obligaciones imposibles de satisfacer. Es muy del estilo de Lucrecia: poner al actor en una ocupación distinta de la habitual para el cine. En el cine el actor está pensando en sus rasgos psicológicos, en el antes y después, en el foco y cosas similares. En este caso era crearnos una serie de problemas para que quizás no nos ocupáramos de esas cosas que ella creía que llevaban la actuación al fracaso.
“Lucrecia Martel quería una película afeminada o andrógina. Decía que las películas históricas argentinas son ridículas y fracasan porque muestran machos a caballo con espadas. Ella quería una película con un comportamiento afeminado en el sentido cortesano.”
¿Cómo es ella en el rodaje?
No la podría definir. En principio porque esta película no creo que se parezca a ninguna otra de las que filmó. Zama fue una superproducción que se hizo con muchísimo dinero pero no con todo el que hubiésemos necesitado. Por lo tanto había que ahorrar tiempo en situaciones que requerían mucho más. Había muy pocas tomas de cada escena. Poquísimas. De mi muerte hay una sola toma. Ahí dije: me parece que se puede hacer mejor, deberíamos probar de vuelta. Con esa escena pasó lo que yo describo en la novela. El caballo había sido mi caballo en todo el rodaje. Los caballos son inteligentísimos: cuando el tipo se dio cuenta de que me tenía atado y tenía que correr para matarme, se detuvo. Miró para atrás y se quedó quieto. Yo -que estaba abajo del agua- pensé: ¿qué hago? ¿arruino la toma y salgo? Cuando estaba decidiendo si estaba muerto o no, salto de manera espectacular y me quedo flotando arriba del agua. Termino la escena y aviso: perdón, el caballo no me tiró. Y Lucrecia me dijo algo espectacular: esta película no es de esas en que las tomas tienen que quedar demasiado bien. Hasta casi se arrepentía de haber concebido una escena de acción. Y la toma quedó así. La cámara está a cien metros. Ves a un tipo que cae al agua. Ahora, vos te preparaste tres semanas para filmar algo y decís: no, hagámosla de vuelta. Pero yo no tengo la película en mi cabeza; confío en la mirada del director.
¿Qué te pasó cuando viste la película en el cine?
En principio cuando veo que mucho de lo que hice no quedó en la película digo: bueno, no le debe haber gustado y por eso no está. Si me hubieran dado otras opciones a lo mejor le gustaba. Es una película en la que no entiendo muy bien porqué estoy yo y no cualquier otro porque no hay nada mío allí, salvo el hecho de haber escrito esta novela. No me coincidía para nada la película que estaba viendo con la que había filmado. Esto pasa habitualmente en cine pero en este caso me ocurrió de manera extrema. Lucrecia tenía material como para una película de cinco o seis horas y sabía que la iba a dejar en menos de dos. Evidentemente habrá tenido que tirar el noventa por ciento de las escenas que le gustaban. Cuando estábamos rodando ella sabía que no quería una película larga.
Más allá de la película, el texto puede leerse con independencia propia…
Me alegra que se vea así. Si lo digo yo parece que me estoy ufanando de haber logrado algo que no me propuse. Insisto: el texto era una broma de uso interno. La independencia viene porque el tema es universal: qué es existir. Cómo existo y qué decisiones puedo tomar si la existencia es esto. Siempre pensé que la gracia tenía que ver con su referente. Por ejemplo, cuando el tipo describe sistemáticamente la escena de la orgía de los indios que no sabe si los van a matar o se los van a culear; no queda claro qué va a pasar. En la película, esta escena la íbamos a hacer en una toldería. Estuvimos esperando a que el agua bajara porque la locación estaba inundada por las lluvias. Era una escena con cien extras desnudos, pintados de naranja, que se atrasaba por cuestiones de fuerza mayor. Un día, como la situación seguía igual, Lucrecia dijo que íbamos a filmarla en el desayunador del Hotel Provincial de Formosa y lo justificó con una frase genial: si un signo se resiste tanto a ser filmado, no hay que corregirlo, hay que cambiarlo. Entonces el marco pasó de ser una toldería a un hotel en el Siglo XX, con dejos de fiesta de quince y en medio, una orgía de indios anaranjados. Y en la película no se iba a dar ninguna explicación al respecto. Fue una excitación enorme saber que íbamos a hacer eso. Filmamos desnudos, mezclados entre cuerpos anaranjados y sangrantes y a un personaje le cortaron el pelo en vivo. Lamento que eso se vea tan poco en el producto final. Lucrecia tiene mucho de eso de afirmar ideas geniales, dejarlas crecer y luego retirarse. Por ejemplo a la gente de Arte les había pedido que crearan una raza de gallinas; que a unas gallinas reales las vistieran con unas plumas falsas y que les pusieran unas colas que no existen para crear una raza de gallinas del siglo XVII. Después dijo: “bueh, lo dije en joda”. Ella es una máquina de convencerte de que estás en otra realidad. Es bueno eso, porque el actor lo compra.
¿Qué pensás a la hora de mirar hacia atrás y ver que esa experiencia motivó que hagas un libro?
Estoy muy contento de haber escrito el libro. Cada vez que vuelvo a él me ubico en lugares que había olvidado. Era la nota al pie de página de lo que pasaba en el rodaje que abarcaba una cantidad de estímulos inmejorables.
¿Te gusta Zama de Di Benedetto?
Mucho. Es una novela irónica y divertida; no la siento para nada solemne. Hay una premisa fundamental que es que Zama se cree virtuoso y todo el tiempo habla de su virtud en oposición a las indias del prostíbulo, a las que igual se coge. Los personajes de Zama se creen virtuosos y en el relato que hacen de sí mismos no hay un sólo signo de virtud. Me parece muy cómica la novela. Que el tipo esté esperando un traslado que en realidad le llega a uno de sus subordinados como castigo. Todo eso me parece muy gracioso. También que Parrilla no sepa que el ladrón al que busca es uno de sus soldados y que no existe como tal, eso es genial y cómico. Zama se publica el mismo año que Rayuela de Cortázar. Si hubiera sido el año siguiente o el anterior, sin dudas sería la gran novela argentina.
Rafael Spregelburd
Diarios del capitán Hipólito Parrilla
Entropía
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