Vértices

Diego Singer: “No hay que pensar en pasar de un ámbito individual a uno masivo indeterminado, sino crear unidades, pueblos”

Filósofo y docente, el autor de Políticas del discurso. Intervenciones filosóficas en la escuela es además realizador del ciclo Filosofía a la gorra, que circula por espacios culturales hace aproximadamente diez años y que hoy continúa virtualmente.


Por Marvel Aguilera. Fotos Eloy Rodríguez Tale

Atardece en Palermo, el aire corre poco: el sol dispersa la vista y las manos ofician de intempestiva sombrilla. Los calles cuentan con gente, el trabajo parece normalizado. La alerta por el coronavirus aún no ha llegado. Todavía parece lejano, una de esas rarezas exóticas del continente asiático que aparecen recortadas en tendencias de Youtube, en videos que a la distancia figuran exagerados: murciélagos en platos de sopa, médicos susurrándole a la cámara una verdad disfrazada por el gobierno. Lo que sí está despoblado es el bar elegido, un tranquilo café entre Soler y Malabia. Elegimos la mesa de la ventana. Diego Singer comenta que en par de horas dará uno de sus talleres de filosofía en el JJ Circuito Cultural. Dice que va a hablar de Nietzsche, uno de los filósofos más pedidos por su público. Hay una inquietud que parece rondar gran parte de su producción, tanto los encuentros de “Filosofía a la gorra” como la elaboración de su libro –Políticas del discurso– o los eventos en centros culturales en donde participa ofreciendo su análisis: lo comunitario. Él explica que a veces puede parecer que es una posición de resistencia frente a lo “mainstream” pero que a medida que uno se involucra encuentra algo distinto, una puesta diferente a los otros modos de producción, como pasó con su libro editado por Nido de Vacas, una editorial de Rojas, provincia de Buenos Aires. Con el caso de los encuentros de filosofía, aclara: suele encontrar más riqueza en el ida y vuelta con los encargados de los sitios culturales que en su propia exposición. Dice, al respecto, que es uno de los gustos que se lleva al emprender espacios de reflexión autogestivos.

El paso de las semanas hace que el rumbo de la sociedad cambie. El anuncio de la cuarentena ante los primeros casos de Covid-19 pone el enfoque comunitario en un plano de suma relevancia. Algo allí aparece como vital para reconocernos como sociedad, como pueblo, como pares que ponen el bien común por encima de posibles privilegios individuales. ¿Cómo nos pensamos en el encierro? En su último video “Pandemia y mundos posibles”, Diego remarca el concepto de “incomodidad”. El estado en que nos encontramos como un concepto propio del esbozo filosófico: la incomodidad es el principio del pensamiento. Lejos de caer en la falsa disyuntiva de pensar o hacer, el pensamiento debe reconocer su esencia práctica y servir para transformarnos en este contexto que, por momentos, nos empuja a la naturalización de nuestras conductas limitadas. A sentir que nuestra única salida es la evasión de lo que sucede. Y lo que la pandemia parece empujarnos a indagar, realmente, es cuál es nuestra función social. A pensar que, aun en condiciones de problematización, el rol de cada persona como partícipe de esta sociedad es la de interpretar la realidad, convertirla y transformarla en el mejor lugar posible para vivir.


Vos establecés una disyuntiva entre la privatización del pensamiento y la superación personal. A eso le proponés una tercera posición que llamás “comunidad del pensamiento”. ¿Qué sería y qué implicaría tender hacia esa lógica como sociedad?

El discurso de la privatización del pensamiento permea el sentido común contemporáneo, es neoliberal (también autoayudesco si volvemos al tema). En el libro recojo textos de los que hablaba con alumnos de escuelas secundarias, sobre todo porque ahí se veía muy bien ese discurso. Un discurso que implica, por un lado, una privatización de los problemas: hay una serie de problemas enormes, siempre los va a haber, dudas, en toda forma social, pero en nuestra época parece que el problema lo tengo que cargar a mis espaldas y la forma de hacerle frente es mejorar mis capacidades. Entonces, siempre se trata de mí problema y de superar la forma en que lo enfrento. La cuestión es que tengo que ser eficiente: emocionalmente, intelectualmente, económicamente; y si no lo logro resolver, es un problema mío, de mí corporalidad, de mí formación, del modo en que administro mis afectos. Esto lleva a formas de padecimiento terribles. Multiplica una serie de fenómenos de tensiones, de formas de no encontrar el modo de apoyarse. Me parece que cuando pensamos que la producción de problemas es comunitaria y la producción de los modos de dar cuenta de ellos (elaborarlos, pensarlos) son siempre comunitarios; la potencia que se puede lograr en composición junto con otros nunca puede equipararse con una potencia individual, que además es un falseamiento de lo que realmente sucede, y sobre lo que cada vez se hace menos hincapié.

“No existe comunidad que pueda vivir en la simple igualación de todo, necesitamos orientación y formas de valorar: mejor o peor, justo o injusto. Y efectivamente, esas jerarquías se han articulado de forma terrible, pero no sabemos cómo articular otras”


¿Y se puede romper con la individual y acercarse a lo colectivo sin caer en la lógica de las redes, que igualan a las subjetividades y buscan anular las diferencias formando esferas de pensamiento similares?

Justamente, el juego de la privatización es el que iguala. ¿Cuál es la trampa? La propuesta de que el problema es tuyo y que tenés que hacerte cargo no implica evadirte absolutamente, no es que uno se aísla de forma total. Uno participa, siempre, de enlaces sociales y formas comunitarias, como las redes sociales, pero de otro modo. El modo de la igualación está planteado desde la idea de que nos tenemos que hacer cargo con las mismas herramientas y los mismos métodos, inclusive con las mismas formas de evaluar. Y esa es la igualación. Cuando yo hablo de la potencia de lo comunitario, estoy pensando en la potencia de formas comunitarias que no están predeterminadas por el discurso mayoritario en las redes sociales pero que pueden hacer pie en ellas. En cualquier caso, se trata de no pensar que pasamos de un ámbito individual privado a uno masivo indeterminado, sino de crear unidades, crear pueblos. ¿Cómo se crean las identidades? Son siempre colectivas: el otro siempre está presente, la pregunta es de qué manera si todo el tiempo lo que hago es estar expulsando, diciendo: “No tengo nada del otro”, en tanto extranjero, vecino, o desde una identidad que no comprendo. Pero para mí, es falso el modelo enunciado por cierto progresismo de que lo que hace el neoliberalismo es cortar o eliminar lazos sociales. Está lleno de lazos, pero son de otro tipo, en los que finalmente todos los otros terminan siendo elementos o herramientas para mi propio crecimiento personal. Los otros están presentes, es imposible cortar lazos, lo que no hay, o hay menos, son posibilidades de enlazar de otros modos que expliciten la dependencia y la fragilidad que hace a la necesidad de comunidad: “Yo solo no puedo”. Y nadie quiere decir “yo solo no puedo”, sino “mirá lo que hice”. Es la imagen que hay que generar para sí y para los demás.

¿Existe un límite entre la divulgación filosófica y la tendencia actual de espectacularización del saber que implica shows y grandes puestas que la aproximan más a la autoayuda que a un escenario de reflexión social?

No diría que son dos planos, como divulgación filosófica por un lado y espectáculo por el otro. Primero, es problemático saber qué es la divulgación filosófica. Sé que es el término que más se usa, pero yo no me siento cómodo para explicar lo que hago definiéndolo así. Tampoco sé qué término usar. Sí intento que haya algo del orden de la producción. Cuando uno dice divulgación piensa en que Nietzsche pensó tal cosa, entonces yo voy y lo replico. Eso es verdad, forma parte, pero también es verdad que los filósofos profesionales tejen algo con eso medianamente original que intenta pensar el presente. Yo creo que lo que hago tiene que ver con eso de alguna manera. Me parece que lo de la divulgación viene de lo que conocemos como divulgación científica, y no sé si puede tan transparentemente extrapolarse al laburo filosófico. Por otro lado, en relación a la autoayuda, es algo que pasa más allá de la espectacularización. Estamos en una sociedad donde todo deviene espectáculo, independientemente de lo que sea, y sobre todo si se pretende encontrar otro circuito de estipulación que no sea la académica. Por supuesto, hay grados, pero algo de eso pasa. Tanto la espectacularización como la idea de una posible terapia son demandas que van a estar presentes lo quiera o lo busque uno o no. Entonces, es algo inevitable. Uno puede ir a la filosofía antigua y verlo. Eso está presente y no habría que despreciarlo, tampoco ser condescendiente con quienes quieren que la filosofía esté para ayudar o resolver un problema personal que tengas. Son límites que uno no puede marcar respecto a lo que hace, porque no sabés qué va a hacer el otro, cuál será la recepción de lo que proponés. Es verdad que hay propuestas más espectacularizantes que tienden hacia la autoayuda, por supuesto, pero en mi caso no intento ninguna de las dos. Lo suelo decir en las charlas a la gorra donde cito un texto de Badiou que dice que el profesor es una especie de performer que le gusta que lo escuchen, y que no es lo mismo que hacer un espectáculo. Pero sí hay algo de lo teatral. Uno se pone en un personaje. Yo lo hago. Y hay formas comerciales y masivas que funcionan mejor que otras.

En uno de los capítulos de tu libro hacés hincapié en el 24 de marzo. Me parece interesante pensar críticamente sobre lo sucedido sin caer en un esquema prefijado por la “teoría de los dos demonios”. Es decir, ¿por qué es tan difícil poner sobre la mesa cuestiones como la responsabilidad civil sobre el golpe?

Me parece que es un tema que se trata distinto en lo que se expresa de modos que se pueden difundir, y en discusiones que son mucho más ricas pero que no se difunden tanto para no darle de comer al otro lado. Y hay discusiones muy interesantes, varias, por ejemplo la asociada al “No matarás”, a la carta de Oscar del Barco; una discusión enorme y muy interesante. Me parece que hay generaciones que están pensando eso: buena parte de la generación de H.I.J.O.S. hacen balances de otro tipo. Sí estoy de acuerdo con que poco se dice respecto a la complicidad civil. Cuando se habla de eso se lo suele restringir al papel de la Iglesia, a los poderes empresariales, los lugares hegemónicos. Y por supuesto, está bien, pero no se tematiza mucho el sentido común que apoyó el golpe, ese “no saber lo que pasaba” en la época de las desapariciones y torturas, de un modo que no sea poco maduro para una cierta explicitación de cuáles son las posiciones. Por supuesto que está la cuestión de los juicios a los militares y cómplices civiles, pero hay algo que no entra al nivel legal que son los consensos sociales que permiten, habilitan, demandan. Y eso es interesante: cómo eso puede aflorar nuevamente, no necesariamente de la misma manera, porque nada se repite, pero sí en diferentes niveles. Esa es una discusión para pensar: lo que no se puede discutir de consensos socio-políticos de los que se participa, y que implican violencia. Ahí estamos algo verdes.

¿Es posible encontrar algún punto intermedio entre la identidad nacional y las tradiciones sin caer en una posición factible de ser criticada por conservadora y filofascista?

Bueno, yo supongo y espero que sí. Me pasa que los nacionalismos fuertemente identitarios, esencialistas, integristas, no me simpatizan nada. Existen, en diferentes niveles. Pero tampoco me simpatiza la disolución de cualquier tipo de identidad por el simple hecho de que eso llevara a algún tipo de fascismo. Eso es una tontería absoluta. Los caminos que llamamos intermedios no lo son porque sean tibios, sino porque no quieren arrasar con las diferencias homogeneizando todo desde una supuesta neutralidad, que no es, y que implica un orden global con determinada concepción de sujeto; ni tampoco caer en una especie de resistencia que mitologiza construcciones identitarias firmes, que implican resistirse a toda invasión de lo extranjero, porque ahí sí se tornaría filofascista. Me parece que la única manera es pensar que las identidades, no solamente las nacionales, son construcciones dinámicas, permanentemente en disputa -de eso se trata el libro-, contagiadas por formas que no se reconocen, y mucho más mestizas de lo que pensamos. De hecho, si se trata de reafirmar ciertas identidades y al mismo tiempo conformar y rescatar una cierta identidad americana, ¿cómo se hacen las dos cosas a la vez?

“La ética implica un trabajo sobre sí de revisión y transformación, que tiene un costado cuasi psicoanalítico, un trabajo serio y honesto. Y, en general, las ideologías no están dispuestas a revisar”.


Hay una pretensión progresista de mostrar una “diversidad cultural” que esconde las condiciones de privilegio sobre las que parte una cultura dominante.

Eso es algo que aprendí de las disidencias sexuales y de género, lo escuché de militantes que decían: “¿Qué quiere decir diversidad sexual?, ¿que vos sos cis hetero, yo soy gay, ella trans, y cada uno elige como si ocupáramos todos la misma posición y viviéramos en paz? No, hay una posición dominante”. Lo mismo pasa con la diversidad cultural, la posición dominante blanca-europea no es una más, y todos convivimos en paz en una bandera de colores. Sigue habiendo dualismos, lugares desde donde se organiza el sentido, las posibilidades de que unos entren o no desde la legitimidad del lugar dominante, que habilita o no a una disidencia que sigue siendo menor. Todo eso marca que uno acepta el orden hegemónico tal como está conformado en un determinado momento, y la diversidad lo tiende a ocultar. Por eso es un término que muchas veces enlaza con el liberalismo de un modo muy cómodo: Somos todos distintos, cada uno elige lo que quiere o es lo que es. Y eso tiende a diluir el conflicto, la perspectiva que no discute, que deja decidir. Y las identidades, nacionales, sexuales, culturales, y demás, son entonces cosas que se eligen, como la bebida que acabamos de tomar. No, de ninguna manera. Me parece que la tensión que implica encontrarse formando una identidad que uno no eligió, que es lo que nos pasa a todos, como cuando vas a la escuela y tenés que cantar un himno, o los lenguajes en las distintas etnias, es más interesante, porque demuestra que las identidades en parte son asignadas.

Eso me remite a cómo se cubrió en la mayoría de los medios la cuestión de los niños wichi que murieron de hambre, casi como un tema coyuntural, sin tener en cuenta el avasallamiento de su cultura, la destrucción de su hábitat, de su ecosistema, de su economía.

Es una cuestión estructural, y es de los temas que más me está interesando profundizar. Tiene que ver con nuestro racismo invisibilizado. Está invisibilizado en el sentido de que no tendríamos nosotros ese problema, como sí lo tiene Estados Unidos u otros países de Latinoamérica. Directamente sería un fenómeno que no existe. Lo que a veces entendemos que solo es clasismo, en muchos casos está absolutamente atravesado por racializaciones. En el caso de muchas comunidades originarias, está muy presente, porque implica aceptar que ese avasallamiento y genocidio, esa expropiación de las identidades, de los rituales, los territorios, las economías, las formas de vida, todo eso; es sistemático, es constituyente de lo que somos. Y esa es otra de las cuestiones que no se quieren empezar a pensar.

Existe una tendencia bastante persistente sobre el concepto de “deconstrucción”. Y leí que vos hacés hincapié en la falta de nuevas construcciones de formas para superar esa etapa. ¿Cómo sería?

Creo que la idea de deconstrucción implica siempre desmantelar y al mismo tiempo armar otra cosa, no es siempre negativa. De hecho, lo podemos pensar nietzscheanamente: él decía destrucción y creación, negación y afirmación. Y nunca era simplemente para destruir, justamente para abrir la posibilidad de que germine y madure algo del orden de lo nuevo, de lo vital y sano. Me parece que ahora estamos en una etapa muy interesante, porque se ponen en evidencia muchas formas de dominación, hay otras que faltan, pero hay una ingenuidad con lo que deberíamos hacer. La idea de que para avanzar hacia la igualdad o la libertad baste simplemente con desarticular los modos de dominación que están permeando nuestra vida y sociedad. Sin pensar que toda comunidad implica otros lazos, y otros lazos que son dominación. Lo que pasa es que ya no puede decirse ni publicarse eso, porque parece que estás llamando a subyugar al otro, a explotarlo, etcétera. Me parece que nuestra era está dotada por la imposibilidad de crear nuevas formas de vida colectivas, y somos mucho más certeros en criticar lo que nos parece injusto de las formas en que participamos. No lo digo reactivamente, pero eso lleva a una progresiva desorientación que tiene como consecuencia lo que en palabras de Gramsci es el “monstruo”, el fascismo. Porque no existe comunidad que pueda vivir en la simple igualación de todo – es una posición nietzscheana-, necesitamos orientación y formas de valorar: mejor o peor, justo o injusto. Y efectivamente, esas jerarquías se han articulado de forma terrible, pero no sabemos cómo articular otras. Una forma de vida comunitaria implica siempre jerarquías. Eso para nuestro pensamiento contemporáneo es demasiado fuerte. Y dificulta articular mundos que sean vivibles.

Leí un artículo tuyo en Página/12 donde señalás que no alcanza con la “batalla ideológica” y que se necesitan nuevas formas éticas para lograr mayores consensos populares. ¿A qué te referías con eso? ¿No es acaso lo que intenta proponer Alberto Fernández y que faltaba con Cristina?

Lo escribí junto con Diego Conno y Roque Farrán hace un año, en pleno macrismo. Quería llamar la atención o discutir esta idea -gramsciana- de lo que había que hacer: avanzar en la batalla cultural. Ese concepto de ética tiene mucha influencia del último Foucault, el trabajo sobre sí, básicamente, que es la clave para atacar esta idea de la autosuperación neoliberal. Es decir, al trabajo sobre sí que nos demanda el neoliberalismo (rendir más y ser emprendedores de nuestra existencia) no hay que contraponerlo refugiándose en una comunidad o en un discurso ideológico político sino trabajar sobre sí de otro modo. No se puede escapar al trabajo sobre sí, a la modificación de sí; la cuestión es cuál va a ser su dinámica. Entonces, es la revisión de lo que somos, el trabajo crítico sobre nuestras prácticas que muchas veces operan más sobre la realidad que los discursos y las ideologías. Conocemos muy bien cómo niveles discursivos determinados con los que estamos de acuerdo se juegan muy de otra manera. Y sabemos muy bien que más que defender ideologías, hay muchas personas que defienden prácticas, aun sin saberlo. Esto Pascal lo decía sobre la creencia religiosa: arrodillate, rezá y vas a empezar a creer. No es que yo creo porque estoy de acuerdo con la idea y la comparé con otros mundos posibles, sino que hay una práctica de reconocimiento con el otro, una práctica social. Esas prácticas y la no revisión de ellas es justamente lo que hace a la ausencia de la ética. La ética implica un trabajo sobre sí de revisión y transformación del trabajo, que tiene un costado cuasi psicoanalítico, un trabajo serio y honesto. Y, en general, las ideologías no están dispuestas a revisar. Zizek laburó mucho sobre eso: la ideología no funciona solo recortando una visión de un sector de la realidad sino ocultando lo que impide ver. Por eso, parte de esa práctica ética implica volver sobre eso que mi posición me imposibilita ver. Lo hablábamos del “progre” que no quiere pensar en la destrucción estructural de los pueblos originarios. Y no sé si lo que está haciendo Alberto va por ese lado. Puede ser. Está claro que parece querer bajar los decibeles de ciertas discusiones del kirchnerismo más duro. Que en algún sentido eran solo retórica pero en otro sentido no. Ahora hay un discurso más moderado, donde la ideología no aparece como ese lugar tan antagónico sino esta cosa de “ponernos a hacer juntos”, que en muchos sentidos puede ser más eficiente en términos de políticas a realizar.

¿Por qué quisiste cerrar el libro sobre tu labor en el servicio penitenciario? ¿Qué sacas desde el plano del pensamiento de esa experiencia?

Al mismo tiempo que daba clases en la escuela secundaria di clases en la cárcel de Devoto, en el Centro Universitario. La respuesta tiene que ver con el espíritu del libro, una mixtura entre pedagogía y filosofía. Por otro lado, esa mixtura se fue dando en la escuela misma. En las clases de sociología veíamos problemas de cárceles y seguridad. Una vez llevé a un alumno mío de la cárcel que fue liberado para que hable con los chicos de la experiencia que implica la vida ahí. Es decir, esos mundos se fueron mixturando, y quise poner sobre la mesa algo absolutamente tapado para el sentido común: el modo en que se trata a la población carcelaria, el modo en que pensamos la criminalidad, el modo en que se ignora que existen modelos de educación muy interesantes en cárceles. No sé qué va a pasar con Devoto, pero el gobierno anterior había avanzado mucho para eliminar la cárcel y el Centro Universitario, el más grande del país. Fue una pequeña puesta en ese sentido. Y no solo para aquellos que están privados de su libertad sino para quienes estamos en mundos muy ajenos a ese. En mi caso, uno entra con una serie de prejuicios, más o menos, pero prejuicios al fin. Y esas experiencias son transformadoras. Un poco el espíritu del libro fue decir: la enseñanza es una experiencia transformadora no porque yo voy a transformar a quien le voy a dar tales herramientas, sino por las situaciones problematizadoras con las que uno se encuentra y no sabe qué hacer. Y también porque hay un nivel afectivo del libro que fue muy fuerte en la cárcel, porque lo es ahí. Tal vez, en la enseñanza más prestigiada que tenemos, que es la universitaria, ese nivel afectivo no aparece. Sin embargo, es claro en la enseñanza escolar y en la cárcel, donde la enseñanza y el aprendizaje están absolutamente atravesados por afectos fuertes e intensos.



Diego Singer
Políticas del discurso. Intervenciones filosóficas en la escuela
Nido de Vacas Ediciones

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