Ilustración: Facu Acosta
Cuando compró la casa, el gato ya estaba. Lo vio cuando salieron al patio con el agente inmobiliario. A pesar de que el pasto le llegaba a las rodillas, pudo distinguirlo: gris, con manchas blancas, la oreja derecha con un repulgue de sangre seca. Nómade, como él.
No se hizo problema: le gustaban los gatos y la casa estaba a muy buen precio.
Cortó el pasto del jardín y se encargó de la poda. Había pasado una semana desde la mudanza y el gato no se mostraba.
El décimo día mientras preparaba café, oyó el maullido y se acercó a la ventana del patio. Una imagen simple: un gato orinando en el pasto.
La escena se convirtió en rutina: hubiera sol, tormenta eléctrica o una leve brisa, el gato orinaba siempre en el mismo lugar.
Él entendió que indicaba un punto preciso en el parque. Como si la naturaleza le estuviera revelando un secreto. Salió con la pala en mano y cavó, sobre la marca exacta de pasto amarillo.
Después de media hora se encontró sudando, con la vista fija en el pozo. Una lombriz se deslizaba por la tierra negra y húmeda. Con una palada la partió en dos, por mera venganza al sentirse estafado por un gato.
Cada mitad de lombriz bifurcada siguió su camino en dirección opuesta. Él se metió en la casa.
A la noche salió a regar. Ignoró el pozo todo el tiempo que pudo, pero a escasos metros notó una figura gris. Manchas blancas. El repulgue de sangre seca en la oreja. El cuerpo acurrucado. Su lugar para morir.
Tapó el pozo con suavidad, tratando de que la caída de la tierra fuera una caricia. Le inventó un nombre y dijo unas palabras de despedida.
A pesar de que habían pasado tres meses desde el entierro, sobre la tumba no crecía el pasto.
Él vuelve al jardín con la pala. Mientras la hunde en la tierra, imagina el momento en que la punta toque el cuerpo en descomposición, desgarre el poco pelo y cava más y más fuerte, pero el gato se ha ido. Nómade, como él.
Dos lombrices se deslizan por la tierra negra y seca.