Autora de los libros Cotidiano (2015), Cenizas de Carnaval (2018) y Figuras Infinitas (2021), Mariana Travacio recrea en Como si existiese el perdón una historia en donde la poética trasluce en cada capítulo, recreando imágenes entre la distopía, lo salvaje y lo onírico. Ante la reedición de la novela, charlamos con su autora.
Por Marvel Aguilera y Pablo Pagés.
En Como si existiese el perdón (Tusquets), Mariana Travacio emprende un libro cargado de simbolismos, con una historia que atrapa e impacta por su crudeza. Desde la primera página, el lector comprobará que tiene en la mano algo más que un western kafkiano o una nueva vuelta de tuerca de la literatura gauchesca. Esta novela es, sobre todo, una fábula moral sobre la naturaleza humana, la violencia y la justicia.
El hecho de que los sucesos comiencen con un malentendido es el ejemplo claro de cómo las susceptibilidades afloran en tiempos en donde el respeto y el honor se construyen por los decires del pueblo, a los ojos de los demás, y en que la violencia latente pende de un hilo, como un ave de rapiña que vislumbra su presa hasta encontrar el momento adecuado para descender en un vuelo fulminante.
Existe un movimiento narrativo que se denomina venganza o ajusticiamiento. Pero en las condiciones en donde se maneja esta historia, la justicia no existe, solo va cargada de crudeza por la conocida mano del hombre, tan bruta e innecesaria como cada paso que da en su apogeo de virilidad renuente.
Trastornos etílicos, frases filosas y pensamientos desoladores ponen esta suerte de historia fabulada en las laderas de lo patético. Los personajes están atrapados en recuerdos entrecortados que se irán reconstruyendo a medida que las venganzas vayan dilucidando no solo un presente caótico, en medio de la desolación, sino un pasado que vuelve, como un eterno retorno, y que es necesario cerrar para dar la vuelta de página a una historia que, por momentos, parece atemporal.
“Agradezco profundamente cuando encuentro una novedad en la lengua, una nueva forma de nombrar algo, una feliz combinatoria de dos o más palabras, algún hallazgo lingüístico que nos regale la sensación de que ese texto está mirando el mundo por primera vez, con los ojos vírgenes, y que nos viene a ofrendar, desde esa perplejidad, una novedad: un poco de belleza”.
Lo que germina, como atmósfera, son los orígenes de la propiedad privada, de las fronteras que trazarán el límite entre los nobles y los forajidos, una genealogía del poder anclada en la ley del más fuerte, y en donde la pólvora y la sangre serán, finalmente, las herramientas con las que se construye el destino para los hombres que allí juegan su suerte.
Mariana Travacio, autora de los libros Cotidiano (2015), Cenizas de Carnaval (2018) y Figuras Infinitas (2021), recrea en su Como si existiese el perdón una historia en donde la poética trasluce en cada capítulo, recreando imágenes entre la distopía, lo salvaje y lo onírico, que ponen al lector al borde un ejercicio de suma atención ante cada palabra, suceso o mención. Un escenario cargado de tensión, de paisajes ofuscantes, de cabalgatas extensas que emanan una sensación de inminente pérdida, de falta de aliento. Pero Travacio no solo recrea colores, sino sensaciones translúcidas a través de vínculos que refuerzan conceptos. Por un lado, la figura paterna remarca la relación del Tano y Manoel y, asimismo, la caracterización de la familia endogámica de los Lepore, donde prima lo privado, el misterio y la manipulación, genera un clima abrasivo y esquizoide que bordea lo sobrenatural.
Una novela que reaviva la literatura de las pampas, pero con un dejo de tensión que aporta la psicología del relato policiaco. Además, una historia que nos habla de cómo se constituyó el esquema de la tierra en la que hoy habitamos, y los usos y costumbres alrededor de la justicia que, aún a pesar del progreso social, siguen imperando por otras formas más subterráneas.
Contaste anteriormente que la escritura de la novela, Como si existiese el perdón, se remonta a tus años en Brasil. Sin embargo hay una conexión bastante elocuente en la atmósfera que se crea en la literatura de las pampas, del pueblito argentino y la pulpería del siglo XIX, ¿crees que hay algo que hermana a las literaturas de la región en esos años de incipiente identidad nacional?
Bueno, no sé si diría que la novela se remonta a mis años en Brasil. Yo creo que se enlaza, apenas, con un verano en Brasil; no hace tanto. Había ido a una fiesta itinerante, en un pueblo vecino al que me alojaba ese verano. Me distraje de la plaza central, aparecí en una calle aledaña, de veredas angostas, y me encontré con unos hombres que cantaban. Tenían unas voces de ensueño; era imposible no detenerse a escucharlos. En esa detención advertí que cantaban a las puertas de un templo. El templo no era más que una habitación mediana, con pisos de tierra. Había un cajón, allí. Velaban a alguien. El cajón estaba rodeado de un puñado de hombres, descalzos, sobre la tierra. Esa noche escribí el primer capítulo de esta novela. Creí que había empezado un cuento. Pero lo cierto es que no pude seguirlo. Me pasé más de dos años abriendo y cerrando ese archivo que había escrito en Brasil. Lo abría, lo releía y lo volvía a cerrar convencida de que ese texto había sido un mero desvarío de una noche de verano. No podía seguirle la cadencia, no le encontraba ningún sentido. Y esto se mantuvo así, invariable, hasta una mañana de abril, en que terminaba de corregir un cuento, y me acordé de ese archivo, y fue abrirlo y ya no poder dejarlo: seguir de largo, todo el año, de la mano de esa voz, sobre la cadencia de esa voz. Me sigue resultando bastante misteriosa la génesis de los textos: por qué nacen, de qué materiales se sirven, de cuáles murmullos se alimentan. No lo sé.
Siguiendo con ese origen del texto, ¿cómo dirías que es aquel nordeste de Brasil que te inspiró para construir el escenario de la novela, en cuanto a clima, geografía, costumbres, cultura?
No sé si esta novela nace del nordeste brasileño. Creo que nace de esa escena que vengo de narrarte. Una escena que dispara una voz: la voz de Manoel, el narrador. Creo que seguirle la cadencia a esa voz fue lo que más trabajo me dio, en el proceso de escritura. Pero, como te decía, me resulta bastante misterioso el origen de la escritura. No siempre es fácil identificar, mientras escribimos, de dónde nos estamos sirviendo. Yo creo que tenemos, en la cabeza, un gran murmullo, un conjunto de gramáticas acumuladas con el tiempo, ese acervo de sonidos que alguna vez escuchamos, imágenes fragmentarias, un recuerdo partido, voces sueltas, la cadencia de un poema, las distintas lecturas. Imagino que todo eso compone un archivo icónico y sonoro que queda ahí, a disposición, para cuando te sentás a escribir.
“Borges decía que saber cómo habla un personaje es saber quién es; que descubrir una entonación, una voz, una sintaxis peculiar, es haber descubierto un destino. Y podrá sonar curioso, pero así funciona. La voz define lo que ese personaje puede y no puede hacer, lo que puede pensar, lo que puede decir. Tu trabajo se limita a dejarlo hacer lo que tiene que hacer”.
El concepto de la venganza es un elemento central y si bien uno podría pensar en la figura de Borges y su Historia Universal de la Infamia, la novela parece tener más que ver con los personajes de Rulfo, y esa imposibilidad de evitar el sentimiento de venganza, de no poder olvidar. ¿Hubo algo de esa noción en la construcción de los personajes?
Escribo a tientas. Nunca sé bien qué voy a escribir. Voy tirando del hilo. Me gusta esa dimensión de descubrimiento en el acto de escritura: dejarme llevar por las voces que aparecen sobre el papel e ir descubriendo, junto con ellas, la historia a narrar. Es como si la gramática de esas voces construyeran sus propios mundos y a una no le quedara más remedio que seguirles el rastro. Borges decía que saber cómo habla un personaje es saber quién es; que descubrir una entonación, una voz, una sintaxis peculiar, es haber descubierto un destino. Y podrá sonar curioso, pero así funciona. La voz define lo que ese personaje puede y no puede hacer, lo que puede pensar, lo que puede decir. Tu trabajo se limita a dejarlo hacer lo que tiene que hacer.
En cierta forma el hecho de que la novela esté protagonizada por hombres, que arreglan sus problemas y delimitan el territorio a base de fuerza y violencia, ¿puede sintetizar cómo muchos de los países de nuestra región construyeron su moral y sus costumbres tan patriarcales y que hoy tanto se lucha por deconstruir?
Durante la escritura de la novela tomé muy pocas decisiones narrativas. De hecho, recuerdo apenas dos: una fue la de no incorporar marcas temporales ni geográficas; la otra, la de no incluir instituciones: que no hubiera tribunales, ni jueces, ni ningún subrogado a cargo de hacer cumplir la ley de turno. Me importaba seguir la voz de Manoel y ver cómo él se abría paso hacia su propio destino.
¿Por qué decís que lo que más te atrapa en un texto es la gramática? ¿Cómo explicarías esa atracción? ¿La trama ya no es lo central como alguna vez dijo Bolaño?
En verdad, creo que, en literatura, fondo y forma han de darse la mano. Sin embargo, como decía Rulfo, venimos escribiendo sobre los mismos temas desde Virgilio: el amor, la vida, la muerte. En literatura no hay más, dice Rulfo. Visto así, las tramas son meramente anecdóticas: lo que nos queda, después de leer un libro, es esa singularidad formal desde la cual el tema nos fue planteado. Por lo menos, esto es lo que me pasa cuando leo. Agradezco profundamente cuando encuentro una novedad en la lengua, una nueva forma de nombrar algo, una feliz combinatoria de dos o más palabras, algún hallazgo lingüístico que nos regale la sensación de que ese texto está mirando el mundo por primera vez, con los ojos vírgenes, y que nos viene a ofrendar, desde esa perplejidad, una novedad: un poco de belleza.
¿Creés que la literatura es un ejercicio que requiere un práctica constante, un engranaje al que uno como artista debe ir puliendo en su lugar de escritura, o considerás que hay algo que tiene que ver con una necesidad de expresión personal intrínseca de cada uno?
Creo que los términos de la pregunta no son excluyentes. Por un lado, sí, creo que el hombre viene tratando de decir algo desde las cuevas de Altamira, cuando todavía no tenía lengua y acabó inventando el arte rupestre. De modo que, en efecto, creo que hace treinta y cinco mil años estamos tratando de decir algo. Por otro lado, sí, creo que la literatura supone un trabajo artesanal. Cada texto es un artefacto autárquico y es la historia de una resolución singular -y siempre incompleta- de un problema literario. Creo que escribir es, ante todo, una disposición al fracaso: el lenguaje no alcanza, es insuficiente. Siempre queda un resto -lo indecible- y, por eso mismo, seguimos escribiendo. Bolaño decía que la literatura se parece bastante a la pelea de los Samuráis: un Samurái no pelea contra otro Samurái, pelea contra un monstruo. Sabe, de antemano, que será derrotado. Saber que serás derrotado y salir a pelear de todos modos: eso es la literatura.
Pero el monstruo es el monstruo, porque nos aterra esa imagen familiar que nos devuelve. Es como una hiperbolización primitiva de nuestros temores. Entonces, estamos hablando de uno de los principios básicos por los cuales el arte se construye como un exorcismo elemental. La pelea está pérdida porque quizá no importe ganarla. ¿Es esa la ventaja de la literatura?
Creo que la literatura cumple la función de hacer girar los planetas.
Mariana Travacio
Como si existiese el perdón
Tusquets
2020
(reedición)