Literaturas

Salvador Gargiulo: “El delta del Paraná es un laberinto de historias, leyendas y perplejidades”

A raíz de la publicación de la revista Siwa, hablamos con uno de sus fundadores, el librero y editor Salvador Gargiulo, creador del Islario fantástico argentino (2018) y el Diccionario universal de criaturas fantásticas (2019), y nos aventuramos sin brújulas hacia islas fantásticas y no tanto.


Por Matías Carnevale. Fotos Dante Fernández

En 1997, la más bien ignota escritora marplatense May Lorenzo Alcalá publicó en Sudamericana su Islario. Viajes reales e imaginarios por la América del Sur. Allí, Alcalá observa que “Desde Stevenson hasta Hemingway, de Verne a Eco con su isla del día anterior… la literatura ha recogido una nutrida y diversa gama de contenidos posibles, relacionados con los territorios insulares y extraídos del imaginario popular que a lo largo de la historia han sido atribuidos a lo que está más allá del hábitat cotidiano del hombre, a lo que es de difícil acceso”. Las islas ofrecen una multitud de posibilidades para el viajero o el exiliado. Alcalá señala que también fueron “territorios apartados donde era posible reinar a pesar de los monarcas, concretar el aterrador sueño de la completa soledad o realizar una utopía”.

En julio de 2008 aparece el primer número de Siwa. Biblioteca Universal de Literatura Geográfica, título complementado con la ampulosa e intrigante descripción: Vinculada a los secretos y prodigios de la naturaleza, descripción de países, costumbres, antigüedades, viajes, cultos, ceremonias, bestias de tierra, agua y aire, piedras, reliquias, ritos, mapas, libros, islas. Con solo 15$ uno podía acceder a una publicación sui generis, a cargo de Salvador Gargiulo, Christian Kupchik y Héctor Pitt, con una profusa selección de colaboradores, entre ellos Gonzalo Monterroso y Luis Gusmán. En distintas notas periodísticas se ha dicho de Siwa que posee una “peculiar estética peregrina y expedicionaria” y que es “una publicación inusual, exquisita”. Uno añadiría que el coraje de editar algo así—bello, cuidado, un elogio a la erudición, a los atlas y las enciclopedias—en el país es comparable con la bravura de aquellos viajeros que se aventuraban a terra incognita.

Aquel proyecto inicial transmutó a otras publicaciones relacionadas, como el Islario fantástico argentino (2018) y el Diccionario universal de criaturas fantásticas (2019), casi anacrónicos en un tiempo literario que se apega a la producción, al análisis y al comentario de prosaicas maneras de narrar, constreñidas por el realismo.


Con Siwa han abordado las islas en más de un aspecto. ¿Cómo surgió la idea de una revista que conectara lo geográfico con lo literario? ¿A quiénes leías entonces, y a quiénes lees ahora?

Siwa es una idea que surge de las cenizas de una revista dirigida por Gonzalo Monterroso en los años 80: Otros países y continentes. Si bien el primer formato también fue tabloide, se postuló desde el vamos como una publicación más ambiciosa a nivel gráfico y con una vocación más literaria. La lectura compartida de viejos tratados de viaje –que el atanor del tiempo convierte en literatura– impregnó a Siwa de cierto anacronismo, tanto en el tratamiento estético como en la producción textual. Una complicidad con la lengua barroca, un subterfugio del estilo. O la búsqueda de una tonalidad que lograse conciliar la variedad temática que nos proponíamos convocar: viajes, bestiarios, herbarios, corografías, cartografías, diarios. Entonces surgió lo de literatura geográfica, un juego donde la especulación y la ficción pudiesen convivir con todo lo que la geografía tiene de exacta, de irreductible.

Por aquella época –principios de los 90– empezaban a llegar a Buenos Aires, a través de la agencia Riverside, algunos catálogos que dedicaban un espacio importante a la literatura viajera. Siruela, Laertes (con su colección Nan Shan); Ediciones del Serbal, Alianza Universidad, José Juan de Olañeta, Miraguano, Visor, Editora Nacional… Así conocimos los viajes de Ibn Batuta, clásicos chinos como el Viaje al Oeste, las traducciones de viajeros medievales de Juan Gil, sus mitos de la Conquista, las antiguas periplografías traducidas por Gómez Espelosín, bestiarios, embajadas a Oriente, algunos escritos de Burton, el Mandeville de Gonzalo Santonja, el Marco Polo de Fernández de Santaella y un largo etcétera. Ah, y lo que para la gestación de Siwa fue una piedra fundacional: la Guía de lugares imaginarios, de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi, publicada por Alianza. Algunas ediciones, como las de Olañeta, se hacían según un criterio francamente artesanal.

Con la llegada del nuevo milenio, el interés por esos libros decayó. Comercialmente fueron un fiasco, pero a su paso se armaron buenas bibliotecas de literatura geográfica.

Por oficio me toca leer sin entusiasmo lo que jamás de otro modo me pondría a leer. Fuera de esto, creo que leo con menos énfasis que antes. Salvo cuando se iluminan los puertos y me embarco en lecturas precisas con la esperanza de alcanzar un objetivo…. Cuando me gana el desgano prefiero releer. En mi mesa de luz se apilan cuarenta o cincuenta libros, que es como jugar partidas de ajedrez en simultáneas. En todas pierdo por abandono.

“Las librerías de usados resisten como las pequeñas editoriales, a fuerza de pasiones, de buenas intenciones, de vocación, de terquedad. Rara vez soportan el peso de un alquiler y deben inventar actividades culturales para sobrevivir”.


Este año ha sido catastrófico para muchos rubros, pero han logrado publicar la segunda edición del maravilloso Islario fantástico argentino. ¿Quiénes son sus lectores? ¿Cómo fue la recepción de aquella primera edición?

La reedición del Islario fantástico argentino fue hecha casi a pedido de los lectores… La posibilidad de limitar la tirada a unos cuantos ejemplares permite trabajar más holgadamente y evita costos de almacenaje, etc. El Islario gozó siempre de buena reputación. Yo creo que se debe a que nadie sabe a ciencia cierta qué puede esperarse de un islario argentino. Y nada mejor que deshacerse de expectativas a la hora de hundir la nariz en un libro. En todo caso nosotros, los autores, nos ocuparemos luego de terminar de confundir al lector.

Hubo sí, como aclara Alejandro Winograd en el prólogo, una primera edición que circuló entre colaboradores. Era una especie de anzuelo para tentar firmas, que se fue ampliando conforme la idea fue cebándose en la redacción de la revista. Vino después el Islario general de todas las islas del mundo –cuarta entrega de Siwa–, donde incluimos un dossier con un islario bifronte, mitad rioplatense, mitad patagónico. Luego a Jorge Jinkis se le ocurrió que tanto el islario argentino como el islario infantil podían convertirse en libros, o en un libro, y que en ese vaivén entre la objetividad mal arreada y la pura invención haríamos nuestra cosecha. El resto era confiarse a las bondades de la lengua para dejar impronta donde cabe hacerlo: en la memoria del lector. Gonzalo Monterroso, Alejandro Winograd y Alberto Muñoz fueron faros a la hora de chocar contra las rocas.

De todas las islas comentadas en el Islario, ¿te irías a vivir a alguna?

En este mismo momento, recluido hace meses frente a la computadora, me iría a vivir a Ighilinghighil, que cambia su historia según la marea y las mujeres bajan a la playa para tejer sudarios de algas a quienes naufragan en sus acantilados. Hay quien dice que Ighilinghighil se recorre mejor con los ojos cerrados.

Ignacio Padilla, en La isla de las tribus perdidasla incógnita del mar latinoamericano, señala que “Frente a los datos duros de la hiperconectividad, el aislamiento se hace más apetecible que nunca. Lo que para Defoe era una desgracia necesaria, se antoja bendición involuntaria en la era de Coetzee… que la isla sea hoy improbable la vuelve en extremo atractiva”. ¿Estás de acuerdo con estas nociones?

Tu pregunta ronda un axioma: la fascinación casi inexplicable que despiertan las islas. No estoy de acuerdo en que para Crusoe haya sido una desgracia necesaria. En muchos pasajes del libro asegura que hubiese podido pasar el resto de sus días allí, en su isla, solo con su loro, sus gatos, su perro, su sombrilla. La condición insular trae aparejada una idea precisa de límites, de pertenencia, que en las grandes ciudades se disipa y no encuentra contención. ¿Idealizamos las islas? Tendría que remontarme al inicio de este romance para comprenderlo, cuando abría los atlas de Vidal Lablache o de Justus Perthes y la lupa me llevaba a mar abierto, a verificar que la isla Diego García estaba allí donde no podía estar, equidistante de costas muy distantes, en medio de nada, y sin embargo, según la noticia que ofrecía la carta, contaba con noventa y tres habitantes. Quien haya naufragado en un mapa con la mirada fija en Diego García sabrá de qué hablo.

Eso sí, la idea de una isla es siempre superior a su realización. No hay prosa ni historia que le lleguen al talón. Lo pongo en ejemplo y abro el Atlas de islas abandonadas, de Judith Schalansky. Un buen plan para un libro del cual la mejor parte se la lleva la música del título y la cartografía azul y abismal que ocupa las páginas pares del libro.

En el caso de la Argentina, las islas –tan huérfanas, tan vulnerables– son, al menos para mí, un motivo de juego y especulación. Nos proveen de historias mínimas, truncas: el resto yace bajo las piedras, en la rebaba del oleaje. Y corren siempre el riesgo de convertirse en alegorías: las Aurora desaparecen la mitad del día; la otra mitad son inabordables. Un pájaro tendría que hacer equilibrio en cada pico, cada tarde. Presentes o ausentes, no fueron hechas para el hombre, lo que habla bien de ellas. Los conatos de conquista –pienso en las islas del Chubut, de Santa Cruz– fueron abortados a poco de comenzar. Fracasaron las empresas guaneras, los faros fueron abandonados, los embarcaderos, también las islas. Y cuando no fue el hombre quien fracasó, fue el mar el que las quiso ajenas: una ribera de barro que no traza fronteras hasta que de pronto, a cierta hora de la bajante, las islas vuelven a ser islas. Islas al desnudo, nimias y fugaces, sin otro atractivo que su fauna y su soledad. La primera sensación de abordar un islario argentino fue que todo estaba por decirse.

Geográficamente hablando, las islas siempre deparan sorpresas. En la historia de la cartografía hay islas donde jamás las hubo, islas errantes o variables en forma y tamaño. Islas que se reducen hasta esfumarse, islas surgentes y menguantes. Y en la historia de la humanidad, islas devotas, bienaventuradas. Y a tiro de avión, islas cementerios, malditas, paradisíacas, infernales. Algunos nombres se exprimen y sueltan poesía; Decepción o la Isla de los Músicos son apenas ejemplos. El delta del Paraná es un laberinto de historias, de leyendas, de perplejidades. Muchas de ellas fueron exhumadas en nuestro islario, donde no podía faltar un bestiario a lo Claudio Eliano para rematar la apuesta.

Tu librería Club Burton es un enclave importante para la cultura del barrio de San Telmo, que de por sí tiene otros negocios destacables como Walrus o El rufián melancólico. ¿Qué pasó este año con la venta de libros?

Este año fue un desastre, pero el anterior había sido malo, y el anterior también. La venta de libros a la calle se deteriora día a día. Hoy un tour por Mercado Libre ofrece más variedad aunque peores precios que la calle Corrientes. Y es que el sedentarismo paga su costo. El precio de los libros en ML no responde a la demanda ni a la oferta sino a lo que al propietario se le ocurra, y más cuando hablamos de libros agotados y sin un valor fijado por el editor. Esa ficción hace que al librero de lance le resulte cada vez más difícil comprar libros en forma privada. Las librerías de usados resisten como las pequeñas editoriales, a fuerza de pasiones, de buenas intenciones, de vocación, de terquedad. Rara vez soportan el peso de un alquiler y deben inventar actividades culturales –cursos, talleres, lecturas– para sobrevivir.

Lo raro, lo apócrifo, lo enrevesado ya formaba parte del Islario. ¿Cómo cobró forma el Diccionario universal de criaturas fantásticas? Es un tema que de un tiempo a esta parte se coló en los ámbitos académicos, pero tal vez no tenga mayor cobertura en las publicaciones de divulgación…

El Diccionario universal de criaturas fantásticas es una obra de investigación de Luciano Hernández, que llega del campo de la informática. Quizás sea esa atención a la exactitud la que haya hecho de este glosario un libro breve, inteligente y riguroso hasta donde puede serlo un elenco de criaturas imposibles, más afincado en viejos libros que en la devoción popular. En ese sentido se trata de una ahijada algo ingrata y aplicada de Siwa, que renunció a los atajos de la creación ex nihilo para encarar un estudio cabal y metódico de las supersticiones del reino animal y vegetal. En ese sentido creo que es una obra única en el entorno de los estudios mitográficos, sobre todo en lo concerniente a la América del Sur.

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