Literaturas

Nicolás Mavrakis: “Sin esa negatividad que las redes prohíben, estigmatizan, bloquean o silencian, es imposible dar un paso hacia cualquier determinación real”

El escritor y periodista cultural acaba de publicar su último libro, Byung-Chul Han y lo político (Prometeo, 2021), donde recorre y sintetiza el pensamiento del filósofo surcoreano mundialmente reconocido. En esta entrevista, Nicolás sostiene por qué leer a Han antes de que la revolución sea transmitida en streaming por Twitch.


Por Marvel Aguilera.

En agosto de 2017, cientos de pobladores de Myanmar, la ex Birmania ubicada en el sudeste asiático, fueron convocados a diferentes reuniones de tipo comunal por los soldados del Ejército. Al poco tiempo, los poblanos se dieron cuenta del burdo engaño de las autoridades, pero ya era tarde. Su existencia se veía rodeada de disparos a quemarropa y machetazos limpios atravesando sus frágiles cuerpos. No pasaba el mediodía y el río de sangre se ensanchaba en un territorio controlado políticamente por la fuerza militar y las turbas budistas. El plan funcionaba a la perfección y las herramientas para su aplicación eran escasas, se reducían al entusiasmo prodigado por una única pero popular red social: Facebook. El objetivo de los monjes era acabar con la etnia rohinyá, una minoría musulmana que resiste hace años los embates de la xenofobia budista. En Myanmar el desarrollo de internet es casi nulo, informarse es una rebeldía, pero la red de Mark Zuckerberg se ha transformado en la herramienta principal de comunicación del Ejército y un arma mucho más certera para contagiar el odio a gran escala y legitimar sus atrocidades. Hace tan solo unas semanas volvió a viralizarse en tono jocoso el video de una gimnasta, Khing Hnin Wai, que permanece inmutable mientras detrás suyo los militares despliegan sus vehículos blindados para dar pie a un nuevo golpe de Estado encabezado por el general Min Aung Hlaing.

¿En las vísperas de un derrocamiento vía Twitch?

Más allá de la experiencia de Myanmar, pensar en la lógica positivista de Facebook es adentrarse en una era en donde la violencia se ejerce sin necesidad de dominación, camuflada en la espontaneidad y el efectivismo de un click. El filósofo coreano Byung Chul Han es uno de los principales pensadores de la masificación de lo positivo y el control que las redes ejercen sobre los individuos a través del relato de la “libertad”, que no es más que, como anticipaba Freud, la “histeria de la supervivencia”. En obras como La expulsión de lo distinto, Han analiza cómo en el régimen neoliberal existente en buena parte de Occidente la explotación se ha desplazado de la alienación hacia una sensación de libertad adquirida mediante la autorrealización y la optimización permanente. Bajo esa lógica, las redes, según piensa el profesor de la Universidad de Artes en Berlín, actúan como “aturdidores” que destruyen la cercanía entre las personas, convirtiendo las relaciones en conexiones, y en donde la negatividad se ha amputado en pos de la circulación irrestricta del capital y la información. El escritor Nicolás Mavrakis, que viene hace años analizando los vínculos sociales con la tecnología e internet y ha dado cuenta de ellos en La utilidad del odio, se propone en su nuevo libro Byung-Chul Han y lo político (Prometeo) poder dar cuenta del corpus de pensamiento del filósofo coreano y discurrir sobre las problemáticas que hoy nos atraviesan como sociedad hipercomunicada, desde la pospolítica, el poder, la violencia, internet, el sexo y la muerte; que son claves para entender e interpretar nuestro tiempo y, por sobre todo, cuestionarnos a nosotros mismos.


¿Es Byung-Chul Han el pensador que mejor interpreta esta era atravesada por vínculos tecnológicos? ¿Por qué?

Tal vez el mayor mérito intelectual de Han sea que su matriz de pensamiento representa las contradicciones más atractivas frente al poder de la tecnología. Quiero decir, si nuestra renovada sensación de “vejación ante las máquinas” hoy tiene lugar entre las redes sociales, por ejemplo, es porque todavía creemos que hay una instancia de existencia previa, una instancia humana a resguardo de lo que fuere que la tecnología sea capaz de alterar, cuyo magnetismo espiritual parece convocarnos a la resistencia. Ésta es la razón por la que no se puede entender a Han como otra cosa que un crítico romántico, o sea, alguien que dirige sus ideas en favor de lo que el mundo ha sido o podría ser, pero nunca en favor de lo que el mundo es. Esta fuerza romántica en versión de malestar se explica, sobre todo, a partir de la influencia que tiene en su pensamiento la filosofía de Martin Heidegger, y en el modo en que este nombre vibra todavía en el suelo alemán que Han habita. Ahora bien, lo que sigue a esta extraña disposición anímica al malestar y la resistencia es la creencia de que no solo existe un resguardo de lo humano ante la invasión tecnológica, sino que, además, podríamos o incluso deberíamos volver a su amparo. La esencia de esta idea, por supuesto, es una trampa que solo perpetúa la sensación de vejación, lo cual incrementa a la vez la necesidad de resistencia. Y ahora me gustaría ser un poco más claro: sí, tal vez Byung-Chul Han piensa el mundo tecnológico como si existiera algún pasado idílico en el que la humanidad, la tecnología y el poder no hubieran sido (como lo han sido desde siempre) una sola y la misma cosa. Pero dadas las condiciones bajo las que Silicon Valley ejerce hoy su poder tecnológico, ese malestar neurótico e irresoluble que Han articula como malestar intelectual es mucho mejor que la entrega pasiva y resignada a lo que las redes sociales quieren y hacen con nosotros. Insisto en que la genealogía de esta posición romántica-crítica es antigua. A comienzos del siglo XVIII, en Londres, Daniel Defoe ya decía también que se vivía una nueva “era de estupidez” porque las personas salían a pasear y comprar a la luz de los primeros faroles públicos a gas que, por supuesto, también habían “desencantado” al mundo… Y aunque eso no hizo que los shoppings desaparecieran de la Tierra, al menos uno sabe en qué se convierten su alma y su cuerpo si los entrega por completo a la lógica del shopping. Este es el elemento de negatividad ante la tecnología digital que Han todavía representa como pensador, y resulta didáctico para entender nuestra realidad.

“En internet no hay ninguna libertad, ni tampoco un orden constitucional que garantice nada. Nunca lo hubo. Estas ilusiones son el subproducto de un negocio privado y de un modelo de vigilancia. Y cada vez que intervenimos “activamente” en las redes para defender esa inexistente libertad y sus garantías, lo único que hacemos es incrementar el capital fijo del negocio y monetizar aún más el volumen de los datos vigilados”.


¿Qué significa esta idea de que mediados por las redes entramos en una era de “postpolítica”?

Han entiende que si una sociedad le cede su capacidad de acción y reacción a la lógica de las redes sociales (que como nadie ignora, no son más que empresas privadas haciendo negocios con nuestros datos) lo que ocurre es que donde antes podía germinar una protesta ciudadana capaz de articular una demanda y peticionar de manera concreta ante un determinado poder, ahora, en cambio, solo se repite una “shitstorm” de usuarios indignados, que subliman cada día sus malestares ante sí mismos hasta que se resignan cíclicamente a no hacer nada concreto ante nadie real para cambiar nada. Lo perverso de este mecanismo paralítico de la voluntad es que, en términos ideológicos, convence a muchos de que nunca fueron tan libres, tan comprometidos y tan valientes como lo son ahora, cuando lo real es que estamos más solos, aislados y neutralizados que nunca. ¿No es ridículo que algunas personas reivindiquen como “activismo político” sus convocatorias a firmar en Change.org alguna carta contra la contaminación ambiental o lo que sea, o que otras se reprochen o se feliciten porque en sus avatares figura tal o cual emoji que convalida o invalida tal o cual causa? ¿No es patético que los hashtags se piensen como estandartes de algo más que un ocio improductivo y narcisista? El punto es que el ánimo negativo para entender y reaccionar ante lo que, a veces, es necesario entender y reaccionar, es inconveniente para las redes. Y eso, dice Han, ocurre porque esta negatividad rechaza la fuerza aplanadora de lo igual que proponen las redes y no se conforma con sus ejercicios de catarsis. De ahí que la ira resulte más virtuosa y productiva que la indignación a la hora de provocar un cambio, aunque sea, del más leve entendimiento. Sin ese motor negativo, sin esa negatividad que las redes prohíben, estigmatizan, bloquean o silencian, es imposible dar un paso hacia cualquier determinación real. Lo que resta, en cambio, es esta aparente “postpolítica”, donde se espera que a fuerza de corazoncitos, memes o hashtags el poder se someta a algún proceso mágico de revisión.

Hace poco se vivió algo inusual, como fue la censura al ex presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, en Twitter. ¿Crees que fue una señal de la falsa libertad de las redes, de esa positividad latente, o hay algo más de “élite” a lo que no podemos acceder?

Uno de los autores mencionados en Byung-Chul Han y lo político, Anand Giridharadas, cuenta que los propietarios de Internet se reúnen cada cierto tiempo en eventos más exclusivos y reservados que Davos. Menciona, por ejemplo, el “Summit at Sea”, que desde 2016 les sirve para navegar por aguas internacionales mientras “se inspiran para el descubrimiento”. Me gustaría subrayar que no estamos hablando de teorías conspirativas, sino de eventos documentados donde se diseñan muchas de las pautas que, después, rigen nuestra imaginación técnica, económica, sexual e incluso estética. El punto, sin embargo, es que navegar por aguas internacionales representa muy bien quiénes son los que hoy conservan para sí la libertad y el privilegio de “salirse” del mapa y navegar más allá del cálculo algorítmico. Por supuesto, tendremos que esperar un tiempo para ver con qué fin los accionistas de Twitter y Facebook decidieron que Donald Trump no podía dirigirse desde ahí a la sociedad, pero resulta un buen ejemplo de quiénes son hoy los que detentan el verdadero poder e integran y desintegran nuestras realidades. El otro nombre que Han usa para pensar estos eventos es Carl Schmitt. De Schmitt retoma la idea de que únicamente el soberano “decide sobre el estado de excepción”, de modo que las excepciones a las normas se resuelvan en favor de su propia autoconservación. En otras palabras, el asunto es que nosotros como usuarios nos regimos bajo un contrato tácito de obligaciones y derechos, una “ley”, pero los propietarios de las redes sociales se rigen por un poder previo y superior, que puede suspender esa ley y ordenarla a criterio propio. En consecuencia, cuando Silicon Valley, como grupo soberano de la comunicación en las redes, habla de “comunidad”, en realidad quieren decir “corral”. Pero esto me parece que ya es bastante obvio para todos: de lo que se trata es de aceptarlo. Lo cual es duro, claro, porque vivimos en un mundo donde, en parte, muchos se construyen una milagrosa reputación pública gracias a esa farsa, y aceptar el sentido de esa farsa significaría que eso que a veces percibimos como un anhelo nostálgico de libertad no es más que un efecto del diseño del producto llamado internet. Y en internet no hay ninguna libertad, ni tampoco un orden constitucional que garantice nada. Nunca lo hubo. Estas ilusiones son el subproducto de un negocio privado y de un modelo de vigilancia. Y cada vez que intervenimos “activamente” en las redes para defender esa inexistente libertad y sus garantías, lo único que hacemos es incrementar el capital fijo del negocio y monetizar aún más el volumen de los datos vigilados.

Byung-Chul Han

¿Se puede leer en la desconfianza hacia aplicaciones como WhatsApp algún tipo de conciencia respecto de la privacidad o solo es el cambio de un amo por otro (Telegram)?

La paradoja es que WhatsApp todavía es una de las redes más libres en el mercado. Es decir, sabemos que el 90% de lo que circula por nuestros grupos de WhatsApp, esos memes, esos stickers, esos audios y videos, no admitiría ni cinco segundos de vida en cualquier otra de las redes sociales. Y acá es donde, por otro lado, las cuestiones referidas a la intimidad se mezclan con las cuestiones referidas a la libertad de expresión y, más interesante todavía, ambas se mezclan con lo que los seres humanos en general necesitan expresar, compartir y socializar un poco más allá de las transparentes y mejor intencionadas convenciones para convivir. Dicho esto, el de la desconfianza no es más que el camino inicial de la paranoia, y por eso Don DeLillo escribió hace décadas, cuando no había internet ni redes, que todos los datos que producen las personas y están bajo la vigilancia de los organismos de inteligencia solo esperan algo que los transforme en información para adquirir valor. Y las anécdotas, en este sentido, podrían seguir. Pero ¿cómo se resguarda lo íntimo? En la biografía de Hegel que escribió Jacques D’Hondt se cuenta que una de las razones por las que la prosa hegeliana es tan compleja es que Hegel se había acostumbrado desde joven a que las autoridades militares del Sacro Imperio Romano Germánico violaran la correspondencia de cualquiera al que consideraban sospechoso. Así que escribía difícil a propósito, para molestar a los espías. Quiero decir: el problema del resguardo de la información y la privacidad no es nuevo, simplemente opera ahora a una escala inédita. Pero, otra vez, la paranoia nunca le facilitó la existencia a nadie… El pasaje de WhatsApp a Telegram fue parte de una respuesta política que los seguidores de Trump le dieron a Silicon Valley, y aún así, habría que indagar qué tanto éxito tuvo esa represalia al enfrentarse a asuntos más simples y cotidianos, como la practicidad de comunicarse con una red que la mayoría sí usa. De una u otra manera, los vaivenes alrededor de “una plataforma más comprensiva con mis necesidades que otra” también forman parte de las falsas contradicciones entre la humanidad y la técnica.

¿Cómo se relaciona la noción de “interés nacional” de Fusaro con el dominio sobre la privacidad que ejercen las redes?

Sumar ideas de Diego Fusaro a la discusión de Han con la filosofía de la técnica me pareció oportuno, siempre y cuando uno se permita pensar más allá de la delicada sensibilidad socialdemócrata, que lo acusa a Fusaro de fascista, o la delicada sensibilidad neolibertaria, que lo acusa de comunista. En todo caso, la premisa del Interés Nacional es combinar trabajo, derechos sociales, sentido social de la comunidad, bien común y solidaridad antiutilitarista (“ideas de izquierda”, dice él) con Estado nacional patriótico contra la privatización liberal, familia contra la atomización individualista de la sociedad, lealtad y honor contra lo efímero y religión de la trascendencia como oposición razonada al monoteísmo idólatra del mercado (todo lo cual Fusaro define como “valores de derecha”). Desde ya, más allá del modo en que uno entienda, simpatice, rechace o recorte desde una perspectiva u otra este tipo de críticas al modo de ser y vivir en Occidente, está claro que sin un mecanismo soberano de supervisión y control por parte de las instituciones de la sociedad civil sobre las empresas privadas que acumulan, manipulan y comercializan nuestros datos, no es viable ningún proyecto inmediato sobre el modo en que hoy se nos presentan estas “ideas de izquierda” y “valores de derecha”.

“Aún si el sentido metafísico de la existencia está controlado por un Estado autoritario como el chino, a los ojos del pensamiento heideggeriano de Han ese horizonte de trascendencia parece mejor que el completo ‘olvido del Ser’ en el que mueren como moscas abúlicas o hedonistas los europeos, asfixiados por un ‘individualismo acentuado’ que los lleva a creer que se reivindican a sí mismos como individuos libres cuando no usan un barbijo en los espacios públicos”.


¿En la Argentina hay algún tipo de politización de las redes y las nuevas tecnologías o sigue siendo una cuota pendiente?

En Argentina no hay ninguna política activa que sostenga o garantice de forma fehaciente la soberanía estatal sobre los datos de los argentinos. Y aunque existe una Dirección Nacional de Ciberseguridad, está dirigida por comunicólogos muy amables pero que no podrían inquietar ni siquiera a un ladrón de tarjetas. Para resumir, el lugar de Argentina en la discusión acerca de cómo se interviene políticamente en un mundo cuya información es controlada por las corporaciones de Silicon Valley es inexistente. E incluso si lo político se reduce a la “cibermilitancia”, el espectro también es bastante atrasado. Lo máximo a lo que puede aspirar hoy un “cibermilitante” es a convertirse en “influencer”. Sin duda, Han explica bien cómo funciona ese camino de vaciamiento anímico.

¿No te parece que falta a veces un punto intermedio en relación al uso de las nuevas tecnologías? Por ejemplo en la disyuntiva entre asociar la big data a la “manipulación” o por otro lado consumir todas las aplicaciones que surjan sin ninguna consideración sobre nuestra información privada y la comercialización de esta.

Por supuesto. Pero, otra vez, ¿dónde estaría ese punto de equilibrio? ¿En qué exacto instante la balanza ya no se inclina hacia lo que es poca o mucha tecnología en manos de la humanidad? Heidegger, uno de los grandes tutores filosóficos de Han, apelaba a un “desasimiento” frente a la “cibernética” ya en los años 50 del siglo pasado, lo cual, en el mejor caso, se podría traducir a la opción (o al deseo, para darle un tono más escéptico) de pensar la tecnología en lugar de ser pensados por la tecnología. Entre lo mucho y lo poco, sigue apareciendo el dilema falso de acuerdo al cual entre nosotros y la tecnología existiría una distancia imprecisa pero valiosísima que deberíamos respetar. ¿Pero si esa distancia no existiera? ¿Y si esa distancia fuera nada más que un largo equívoco del pensamiento humanístico? En este punto, es posible también señalar en Han algo que falta y es importante: ¿y aquello que las redes me retribuyen? ¿Y el “goce” que acompaña al uso de las redes? Esta es una dimensión de la experiencia digital del siglo XXI que Han borra de su mapa crítico, como si, otra vez, las únicas alternativas fueran someterse por completo a las máquinas o rebelarse por completo ante ellas. Bueno, cualquiera que use las redes sabe que también nos otorgan diversos placeres, tal vez no los más constructivos ni edificantes, pero sí muy humanos, demasiado humanos…

Nicolás Mavrakis – Foto: Diego Paruelo para Tiempo Argentino (2012)

En el prólogo del libro Por qué (no) leer a Byung-Chul Han, el filósofo argentino Ricardo Forster lo menciona a Han como un pensador que se apropia de autores claves “bestsellerianamente” para dar definiciones de rápida digestión y cuya esencia es celebrar el nihilismo y la pasividad como respuesta a la opresión del neoliberalismo. ¿Puede ser Han considerado un filósofo nihilista?

No, Han no es un nihilista. Todo el tiempo, en cada uno de sus libros, está llamando a creer en la libertad, en el amor, en la política, en el arte, en la ira, en la filosofía, en Heidegger, en Hegel, en Schmitt, incluso llama a creer en los efectos psíquicos y económicos del “burn out”. Por qué (no) leer a Byung-Chul Han cumple muy bien su premisa: no lee a Han, pero sí escribe sobre Han. Y ahí empiezan los inconvenientes de una falta premeditada de lectura. Desde ya, entiendo el movimiento intelectual del libro y el modo en que autocelebra el fariseísmo de los profesores de comunicación que lo escribieron con la falsa urgencia de querer salvar al mundo desde una cátedra, y me parece simpático, pero tiene fallas severas. Es decir, empieza con un prefacio donde Ricardo Forster critica una y otra vez a Franco “Bifo” Berardi, ni siquiera a Byung-Chul Han. Y si escribir libros de filosofía que puedan entusiasmar a miles de lectores no especializados es un defecto, me gustaría conocer qué criterio de formación para luchar contra la “opresión del neoliberalismo” tienen en mente… Que Han “emana un nihilismo” que logra el “crimen perfecto” y empuja a la “adoración negativa” de la tecnología puede sonar bien en una novela cyberpunk de William Gibson, pero no es consecuente con la lectura de la obra del filósofo. Con ese criterio, la literatura de Charles Dickens no sería más que la “adoración negativa” de lo más siniestro de la época victoriana.

En la misma línea, también en este libro, Jorge Alemán opina que Han cancela la dimensión política al borrar el sujeto en pos del dominio de la subjetividad producida y por ello no se abre ninguna consideración emancipatoria. ¿Cuál es a tu consideración la dimensión política de Han y si acaso hay algún vestigio que lo acerque a esa perspectiva “emancipatoria”?

Me parece que Alemán tampoco leyó a Han, lo cual no está mal si uno considera que, al fin y al cabo, opina en un libro que llama desde el título a no leerlo. De ahí que su posición sea inconsistente, por no decir algo más osado. La crítica que Alemán le hace a Han es que considera que el sujeto se constituye desde el Poder antes que desde “la Lengua” (a partir de lo cual desaparecía como sujeto realmente vivo, político, libre y demás), pero esto es lisa y llanamente inconsecuente con cualquier venerable discípulo de Heidegger, como lo es Han, y es también lo opuesto a lo que el propio Han escribe, aproximadamente, cada dos o tres párrafos en todos sus libros. Es decir, Byung-Chul Han no solo reivindica desde la filosofía de la técnica la pregunta heideggeriana por el Ser, que se basa de principio a fin en “la Lengua”, sino que insiste una y otra vez en que uno de los mayores daños que infligen las redes sociales con su vertiginosa estupidez es la atrofia de un uso libre y reflexivo del lenguaje, capaz de posibilitar el entendimiento. Desde ahí se deriva casi todo lo demás en su temario. Y esto no está en ninguna nota escondida al pie, para saberlo solo habría que leer, al menos, uno de los libros de Han, que al parecer son tan fáciles y rápidos de leer… Respecto a la falta de perspectiva “emancipatoria”, se trata del mismo fariseísmo intelectual de antes. Ningún crítico serio escribe para resolver los problemas del mundo, sino para entenderlos y explicarlos con seriedad. Como dice Žižek, el coraje del filósofo está en contarnos que esa luz al final del túnel es un tren que viene de frente, no en establecer un programa voluntarista y bienintencionado con una perspectiva de “emancipación” que nos libere mágicamente del problema mientras damos charlas por Zoom.

¿Crees como ha dicho Han que la pandemia va a generar que el poder se desplace a Asia, en donde Occidente abandone las ideas liberalistas en pos de una vigilancia biopolítica que monitoree su salud y su cuerpo permanentemente?

No, creo que lo que Han señala es que en Asia, es decir, en países tan ideológicamente distintos como China, Japón o Corea del Sur, a diferencia de lo que ocurre en distintos países de Occidente (y Han piensa básicamente en Europa) tanto las sociedades como los Estados se rigen todavía bajo una tradición de proyectos colectivos que facilitan tanto la posición de ordenar como la posición de obedecer si lo que está en juego es, como en el caso del Covid-19, la vida o la muerte. De ahí que tampoco se trate de si esa tradición es el confucianismo o el comunismo (o cualquier otra), sino de que, en tanto tradición, ya sea que opere como un resabio de espiritualidad por debajo de la exacerbación capitalista de Corea del Sur o como una oscura ética de la resignación para el proletariado de China, esa tradición les ofrece a los asiáticos algo que los europeos parecen haber perdido: un rumbo para encaminarse hacia la pregunta por el Ser y actuar en consecuencia. Y ahí está la ironía: aún si el sentido metafísico de la existencia está controlado por un Estado autoritario como el chino, a los ojos del pensamiento heideggeriano de Han ese horizonte de trascendencia parece mejor que el completo “olvido del Ser” en el que mueren como moscas abúlicas o hedonistas los europeos, asfixiados por un “individualismo acentuado” que los lleva a creer que se reivindican a sí mismos como individuos libres cuando no usan un barbijo en los espacios públicos.


Byung-Chul Han y lo político
Nicolás Mavrakis
Prometeo libros
2021

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