Añosluz publicó recientemente, con muy buena repercusión, En las bateas expuestas, una suerte de declaración de amor y también de hastío con los libros. En veintidós crónicas, De Nápoli conduce al lector, como un experimentado Caronte, por un infierno de papel, tinta, librerías, editoriales y ferias. Con reflexiones sobre el mundo editorial e historias sobre su formación como lector, De Nápoli expone el detrás de escena de la producción, venta, compra, lectura y destrucción de libros.
Por Matías Carnevale. Fotos Catalina Bartolomé
En 2012, Julian Barnes publicó un ensayo titulado A Life with Books (editado en Argentina por Urania con el título de Una vida con libros). En aquel panfleto, Barnes se declara un bibliófilo/bibliómano y relata sus aventuras para ir a comprar libros a negocios perdidos en pueblos de la campiña inglesa, ganar libros como premios y otros asuntos más o menos inofensivos. “He vivido en libros, para libros, por y con libros”, dice Barnes. Considerando esta cita, entonces, En las bateas expuestas bien puede considerarse una lectura, con una perspectiva argentina y un tanto menos optimista, que puede relacionarse con el texto del escritor inglés.
Hablemos de tus múltiples roles alrededor de los libros: editor, escritor, traductor, librero…
Egresé de la carrera de Letras hace unos 20 años sin la voluntad, o capacidad, o fuerza, que requiere ser docente. Pero cualquier otro trabajo ligado al intelecto y la experiencia de lectura me interesaba, y en este tiempo fui haciendo de todo. Fui editor, es cierto, pero no a nivel profesional. En 2004 creé un sello para publicar libros de poetas no argentinos (chilenos, brasileños, mexicanos, etc.), algo que entonces en nuestro país no se hacía. Los vendía en librerías y sobre todo en ferias de libros alternativas, y con la ganancia de un libro hacía el siguiente. En paralelo iba mi trabajo profesional como monotributista todoterreno en el rubro “servicios culturales”: muchas desgrabaciones al comienzo, en 2008 empecé a agenciarme traducciones de libros para Adriana Hidalgo y luego para otras diez editoriales; también hice unos cien informes editoriales, evaluaciones de manuscritos y eso; y como fui empezando a tener una relación fluida con los editores argentinos acabé conociendo esto de ser librero, y a las traducciones y los informes agregué la atención de stands colectivos en la Feria del Libro. De ahí, ni bien pude encontrar socios para poner una librería, lo hice. Y hoy sigo encarando algunas traducciones (pocas) y a veces informes, porque no todos los meses se vive de una librería chica.
En tu libro emprendés contra la idea instalada de la desaparición del libro impreso. Decís que el e-book es “un fiasco”. ¿Qué les responderías a los que proclaman la superioridad del libro electrónico?
A veces uno tiene una preferencia y parece que fuera una posición tomada, pero es simplemente eso, una preferencia, en este caso por el libro impreso. Prefiero tener el libro en mis manos y también dejar de tenerlo (regalarlo, prestarlo, tirarlo a la basura). No entiendo mucho a la gente que elige el e-book por sus virtudes digamos inherentes, como por ejemplo los que dicen que es más práctico. Yo por practicidad sólo leo prospectos y alguna receta. Si fuera estudiante quizás sí me vería obligado a leer tal cosa sin importar el formato.
“El tema de la destrucción programada de libros recientes por parte de las grandes editoriales –que imprimen cantidades atroces sólo para marcar territorio en las librerías, y que terminan mandando al picadero a veces hasta el 40% de la tirada de un libro después de apenas uno o dos años de haberlo impreso– es un tema que por supuesto se conocía bien en el ambiente editorial, pero no tanto más allá del business.”
Buenos Aires fue declarada capital mundial del libro en 2011 y su feria internacional puede considerarse una de las más importantes del mundo. Ostenta, además, algunos enclaves fundamentales para el libro: la Avenida Corrientes y el Parque Rivadavia. ¿Qué ha pasado en 2020 en estos sitios, respecto de los libros?
2020 fue terrible para todas las “mecas”, del libro o de lo que fuere, fue un año anti-meca. Para los amantes de esa calle en la que alguna vez conté 33 librerías –¡qué número!– entre Cerrito y Uriburu, caminar por Corrientes en el último invierno a la nochecita fue una desolación letal. Mis amigos libreros de ahí, como Hernán Lucas de Aquilea, estaban muy desasosegados. Hoy el centro todavía no se recuperó, como que quedaron secuelas de la bomba.
¿Qué valor tuvieron los fanzines en tu formación como lector?
Junto con los libros, los fanzines de literatura y música (y algunas revistas como V de Vian o Escupiendo Milagros) fueron mi principal fuente de lectura de los 18 a los 20 años. Antes de eso, historietas; después, plaquetas, sobre todo de poesía. Hacer un fanzine (nunca hice uno) tiene un peso y un riesgo enormes: estás obligado a elegir un texto corto que presente a un autor y que logre transmitir el valor de esa obra, para que valga la pena buscar más material del escritor o la escritora. Un trechito de Burroughs, un poema de Dickinson es todo lo que el fanzine te da y no puede fallar. Son esas cosas que si las pensás mucho no las hacés, pero por suerte hubo y hay tanta gente que hace fanzines.
Uno de los capítulos de tu libro, “La lista de Sánchez”, cuenta sobre un listado que armaste a los dieciocho para anotar los libros que habías leído. ¿Llevás listas hoy?
No, nunca más hice listados. Hoy cada tanto jodemos con amigas que leen cien libros por año y tienen la tentación de postear un índice de todas sus lecturas a fin de año (casi nunca lo hacen, por suerte). Ese listado que hice a mis 18 fue porque algo se abría ante mí, una posibilidad nueva, un acceso que no había imaginado. Como que era consciente de la novedad radical de tener acceso a una biblioteca amiga las 24 horas y quise agarrar ese momento para que no se me escapase, y entonces anoté mis lecturas. Supongo que a los tres o cuatro meses ya sentí que el lazo era firme y me despreocupé.
¿Qué te motivó a compilar estas crónicas, publicadas antes en internet, en forma de libro?
Bueno, ante todo las ganas de que el mundo te considere un escritor, ¿no? Sin esa egomanía no te pinto el cuadro. Son crónicas y ensayitos que empecé a escribir hace unos siete años, y desde el comienzo me dije “algunos los voy a mostrar en internet, otros los guardo para cuando sea libro”. Posiblemente algunos los escribí para mostrarlos rápido, al calor de la coyuntura, sobre todos los textitos que son más de investigación del mundo editorial. Escribir para las redes sociales –o sea, escribir para YA MISMO– a mí me hizo muy bien porque me relajó el TOC, la ambición de lograr el mejor párrafo posible corrigiendo semana a semana, mes a mes antes de hacerlo público –o sea, escribir para YO MISMO, un yo denso y zarpado de mandato moral, de superego que persigue la excelencia. Igual ese mandato nunca desaparece.
Cito: “Si uno pone ‘destrucción de libros’ en Internet… todos los resultados nos mandan a la Edad Media, la Inquisición, el nazismo o la dictadura, nada sobre el período de mayor destrucción de libros de la historia: el nuestro.” ¿Podrías elaborar?
Ese es justamente uno de los textos que escribí y publiqué en el lapso de una semana. Tuvo algún impacto, se lo leyó y se lo discutió, y una periodista de Clarín lo usó (sin citarlo) para hacer una nota sobre la destrucción de libros veinte días después de que lo subí a las redes. Los primeros ensayitos que escribí, o sea los más viejos de este libro –la historia del Parque Rivadavia, los modos de desprenderse de libros que ya no nos interesan– tocaban el tema de la industria editorial pero se centraban en otras cuestiones, más subjetivas o más de tendencias y hábitos sociales de lectores en general. Pero este otro texto que vos decís, y un par más que lo acompañan, directamente se mete con los procesos editoriales, acá el objeto es la gran industria editorial y sus modos de operar. El tema de la destrucción programada de libros recientes por parte de las grandes editoriales –que imprimen cantidades atroces sólo para marcar territorio en las librerías, y que terminan mandando al picadero a veces hasta el 40% de la tirada de un libro después de apenas uno o dos años de haberlo impreso– es un tema que por supuesto se conocía bien en el ambiente editorial, pero no tanto más allá del business. Recabar información para escribir ese ensayito no fue fácil, pero algo había en el ámbito de la investigación en lengua inglesa. Y había cosas que yo sabía por mi experiencia de librero, desde ya. En las bateas expuestas no es un libro de anécdotas de librero –que los hay, y buenísimos– ni de teorías de librero, sino simplemente de lector que, entre otras cosas, cuenta con algún conocimiento extra por haberse dedicado a armar una librería, un conocimiento sobre la “gastronomía” o las cocinas oscuras del libro. Por supuesto los malos son los editores, jaja, nunca los libreros. Todavía me asombra que el libro se haya publicado, cosa que les debo a los de Añosluz. Ni te imaginás cómo reboté cuando mandé libros a consideración de editoriales. Tengo una pila de rechazos con la editorial argentina que se te ocurra: Adriana Hidalgo, Eterna Cadencia, Mardulce, Entropía, Caja Negra y sigue la lista… Pero ojo, a esos editores los re entiendo. Porque hace un montón de años que trabajo con ellos haciéndoles traducciones, informes o atendiendo sus stands en la Feria del Libro. Con todos ellos tengo una relación directa y amena, hasta campechana, que me juega en contra. Porque para lograr que un editor te publique la relación tiene que ser un poco misteriosa, fría o mala onda.
Cristian de Nápoli
En las bateas expuestas. Crónicas del amor y el hartazgo con los libros
Añozluz