Literaturas

Los ecos de esclavitud que retumban en el periodismo de Alfredo Varela

El periodista y escritor viajó en el año 1941 a Misiones y escribió crónicas del trabajo y la vida diaria de los mensús, trabajadores yerbateros en condiciones de esclavitud. En 2020, Javier Trímboli y Guillermo Korn los rescataron y publicaron por Omnívora editora junto a xilografía de La Fábrica de Estampas. A 80 años de estas crónicas, el relato vuelve e ilumina sobre un presente que lejos está de haber superado la explotación laboral.


Por Marvel Aguilera.

A fines de febrero de este año, el juzgado federal de Santiago del Estero allanó una fincá a 10 km de la ciudad de Quimili llamada “Cabras argentinas”. La estancia, ubicada en un predio de 13 mil hectáreas, contaba con plantaciones de soja, maíz y sorgo, y diversas actividades relacionadas a la ganadería. Pero también contaba con otra actividad típica de muchos parajes alejados de los centros urbanos, allí, en las fronteras de nadie, donde las reglas parecen imponerlas los patrones de las tierras: el trabajo esclavo. Extensas jornadas sin horarios, muy por encima de lo que el cuerpo puede resistir ante semejante esfuerzo físico; pagos adeudados, con montos absurdamente inferiores a la mínima; carpas hacinadas de cara al sol, maltrechas, con familias que se sustentan en base a una cocina de leña y el mismo agua utilizada para el mantenimiento de las vacas, a solo unos pocos metros. Entre las personas rescatadas, niños que habían dejado de ir a la escuela hace tiempo, perdidos en el roer de una forzada civilización precaria, formando parte del atrevido afán de lograr llevar un plato de alimento a la mesa, sostenida dentro de las carpas, y cenar, entre el correteo de alimañas salvajes y el frío ensordecedor del viento crujiendo entre las fisuras de los harapos que los rodean.

Pensar que la investigación que llevó a cabo Alfredo Varela en los yerbales de Misiones en 1941 es una pieza histórica de tiempos en los que éramos regidos por un débil sistema democrático sería, al menos, una ingenuidad. La búsqueda del periodista y escritor, autor de El río oscuro, excede la propia circunstancia, naturalizada en aquellos años y con la que pocos osaban meterse, sino que se adentra en una situación fundante, que fue la base de la estructura social durante décadas y que se ha perpetuado hasta hoy: la desigualdad económica y la impunidad de la oligarquía en su maniobra por ampliar esa brecha, barriendo con toda normativa jurídica y ética, y sin consecuencias de ningún tipo.

La inmersión de Varela en el mundo del “oro verde” amalgama el espíritu crítico de su militancia en el Partido Comunista, el florecer del periodismo de investigación, y la caracterización más humana de una forma de vida desconocida para buena parte de la sociedad urbana, sometida a vejaciones múltiples de por sí, pero que también ilustran el rigor físico de los trabajadores por sostener la supervivencia familiar y una incipiente organización que empezaba a advertirse en determinados actos de rebeldía castigados por la patronal, incluso con la muerte.

“La historia de la yerba mate bella, apasionante leyenda que abarca varios siglos, es en definitiva la historia del aplastamiento y la miseria de miles de seres”, arranca exponiendo Varela.

La secuencia de explotación de los mensús relatada por la crónica es el recorte de una expresión más sostenida y profunda de desprecio por parte de las elites oligárquicas, que han construido las bases de su civilización sobre la sangre de las tribus originarias, los más desprotegidos, y los reticentes a su hegemonía ideológica cimentada sobre la desigualdad y el racismo. La expresión de “desaparecer” peones que no se atienen a las imposiciones ultrajantes de los amos, con el aval de la justicia local y las autoridades de seguridad, retumba como un eco histórico que nos sacude la memoria y nos hacen pensar que los mecanismos no son producto de contingencias sino que parten de una profunda convicción de superioridad.

Javier Trímboli (izq) y Guillermo Korn (der). Compiladores

Míseros pesos que son obtenidos luego de jornadas de 14 horas, cortando y quebrando la yerba a machetazos; cargando pesados costales sobre sus hombros en viajes de kilómetros a la redonda; bajo el calor insoportable de los hornos (la barbacuá). Muchos de esos pesos son acreditados directamente al almacén local del mismo patrón, para perpetuar una deuda con el obrero; humillarlo en su propia libertad de elección; domarlo como un animal salvaje que debe agradecer las lisonjas de quien le organiza su vida. El drama misionero se acentúa en cada página. Varela se entrevera con el obraje, en sus ranchos de adobe y paja venida abajo, entre el andar de las mujeres con ropa rota y los niños ausentes de la escuela pisando el rojo del suelo barroso.

En el otro extremo, los Herrera Vegas y los Martín y Cía: el poder concentrado de los estancieros a fuerza de revólveres y capangas, vigilancia estrecha, y un fuerte respaldo mediático de los grandes medios dispuestos a silenciar o maquillar las atrocidades que se cometen en los parajes misioneros. Dueños de la municipalidad y la Justicia, los señores de todo implantan pequeños feudos y simulan el juego democrático. Poderes cruzados a ambos lados del mostrador, sin tapujo alguno, que nos hacen dar cuenta de que los “conflictos de intereses” enarbolados hace algunos años atrás son producto de una filosofía mucho más vieja, la trampa para conquistar el poder que llevó a los pueblos a pagar deudas privadas y aceptar ajustes económicos que solo beneficiaron a los amigos capitalistas del gobernante.

Dice Varela que lo que las empresas hacen a sus obreros se asemeja a lo que se hace con las arvejas, que cuando crecen, germinan y se desarrollan: deben despojarse de su cáscara, porque solo sirve la semilla. Los obreros son usados por la industria hasta que su fuerza vital se agote. Allí son descartados, como cáscaras. Hoy el presente parece más aterrador todavía, pero figurado en la cara sonriente de un emoticón; franjas laborales de 35 a 50 años en tensión, que ya parecen obsoletas para la mirada tecnócrata empresarial que busca mentes vírgenes a las que formar en la cosmovisión work & play, para hacer el trabajo entretenido, lúdico, y así despolitizarlo, vaciarlo, sacarle la carga ideológica que nos inste a discutir qué nos corresponde por derecho. Trabajo precarizado, freelance, convertido en una aventura de empresa individual en constante riesgo, al borde de un colapso que nos empuja a una optimización constante, pero que nunca alcanza.

Quizás lo que reste, como explica Varela, es constatar las experiencias y organizarse inteligentemente. Puede que ya no desde la lógica política-social de antaño, es probable que la coyuntura implique otras formas de cohesión; unas que superen la división acuciante que los medios masivos y la sobre-información de internet ensanchan diariamente en falsos relatos de odio y ensañamiento. Porque lo que queda en evidencia es solo una separación tajante, la de los que prestan su fuerza laboral, ayer mensús y puede que hoy monotributistas, y el régimen oligárquico anquilosado en las estructuras de poder empresarial, judicial, mediático y político. Las cuales parecen ganar legitimidad ante cada silencio impregnado en nuestras voces. Ante cada cesión de poder hacia aquellos que no son elegidos por nadie. Puede que el despertar sea inminente, que exista el entendimiento de que un sistema democrático sano implica un pueblo alerta y movilizado. Y que para liberarse de esas ataduras de sumisión que tanto nos pesan hace falta, primero, sabernos atados.



Alfredo Varela, Javier Trímboli y Guillermo Korn
¡También en la Argentina hay esclavos blancos!
Omnívora editora
2020

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