Por Luis Buero*. Foto Ana Jannelli
Al cumplir 40 años un hombre decidió desnacer. ¿Qué significa esto? Pues bien, entendió que su presencia en el planeta carecía de sentido, que ya se le había pasado el tiempo de triunfar en la vida. No podía soportar la sensación de haber quedado fuera del camino. Como no he podido ser alguien, será nadie, pensó entonces.
Claro que para ser nadie, o Nada, tenía que suicidarse, idea poco práctica que sólo serviría para hacer sufrir a sus seres queridos, porque ciertamente con ese acto no podría eliminar su derrota social de la memoria de sus contemporáneos y descendientes. Al contrario, sería un perdedor inolvidable. Necesitaba buscar otra solución: no haber existido nunca.
Para ello visitó a un maestro yogui. El hombre le rogó entonces que lo transportase (a él o a su imagen) a través de un viaje astral, es decir a través de la mente, al lugar, día y hora en que sus padres lo concibieron. Yo debo entrar en ese conventillo, afirmó excitado el hombre. Necesito sorprenderlos, evitar el acto sexual, interferir, impedir su amor. Y agregó, así ahorraré ese instante inútil de la historia, y con él, toda mi vida de un plumazo.
– No puedes haber fracasado, porque el fracaso es una ilusión, como lo es también el éxito y todos los actos de tu personalidad –insistió el yogui para detenerlo. Y luego puntualizó: “te costará mucho entenderlo, pero debes saber que todo lo que nos ocurre en la vida es siempre lo mejor que nos puede pasar”.
Pero el hombre era un ser inconsolable y estaba decidido a desnacer. Ante solicitud tan desmesurada, el yogui comprendió que se trataba también de una prueba personal a sortear y aceptó ayudarlo. “La luz de tu vela no está aquí para iluminarse a sí misma”, le recriminaban en pleno corazón sus antepasados, y el yogui supo que debía acompañar al hombre hasta el final de su loco camino. Así fue que lo transportó a un sitio muy pobre, 41 años antes en el tiempo, y lo instaló frente a la cama de sus padres. Con indescifrable emoción el hombre los vio jóvenes, abrazados, soñando desnudos y felices a su futuro hijo. Reconoció la habitación de su infancia, el empapelado con flores, los muebles robustos, los cortinados tejidos a mano.
El yogui le transmitió la orden: “¡Ahora grita! ¡Grita y sorpréndelos! ¡Grita y no se amarán!”… Pero el hombre sintió miedo, terror de ser nada, y con lágrimas y jadeos permaneció en silencio. A su mente que vibraba pidiéndoles perdón por haber fracasado, le respondió el murmullo de sus padres, que sólo ansiaban tener un hijo que fuera feliz. Nada más que eso.
–¡ Rápido, grita cuanto antes! Ya casi no puedo retener tu imagen –repitió el Maestro.
–No, no puedo, no me atrevo, quiero volver, ¡quiero volver!
Sus padres vieron un chispazo, pensaron que pronto llovería y se besaron con más intensidad. El hombre apareció acurrucado frente al Maestro y llorando se aferró a las piernas de éste. Se fue calmando de a poco. Luego se pararon. Hombre común y yogui quedáronse mirando un rato. El Maestro le regaló una sonrisa infinita y lo despidió para siempre.
En la ruta, mirando caer en llamas el último sol de la tarde, el hombre recordó las últimas palabras del yogui durante el abrazo de despedida: “Recuérdalo, hermano, tú eres el único en el mundo, el único… que pidió nacer”.
*Luis Buero es escritor, guionista, periodista, psicólogo social y docente.