Texto y fotos Juli Ortiz
Cuando mi viejo nos llamó para avisarnos que lo habían internado, primero nos abrazamos un poco. Después nos pusimos a cocinar albóndigas con puré. Mi hermano agarró el frasco de comino -el bueno, uno que alguien trajo de Salta- y, en un acto reflejo propio de cualquier persona que cocina, lo olió y después me lo acercó a la nariz. No sentíamos nada. En seguida destapamos buena parte de los frascos de especias que teníamos. Nada. Al día siguiente lo intentamos de nuevo con mi vieja. Igual. Llevábamos una semana así.
Entre decenas de mensajes preguntando por nuestras toses, fiebres y dolores, P me preguntó: “¿Y qué onda entonces con la pérdida de gusto? ¿comen cosas ricas o comen lo que sea?”, y automáticamente se atajó: “perdón, me estoy preocupando por cosas re estúpidas”. Le respondí con varios minutos de audio intentando explicar un budín de zanahoria. Cuando un sentido se pierde, dicen, los otros se agudizan. No es lo mismo, entonces, un guiso de hospital que un budín casero, esponjoso y calentito que resbala sobre la lengua, dejando tras sí un rastro aceitoso.
Una noche, mi hermano hizo un pastel de papa y batata. Le puso canela al puré; vino tinto, aceitunas negras y pasas al relleno. Pusimos la mesa, un plato grande de madera para la fuente, tres cucharas y unas copas. Tomar vino, por suerte, sí sabe a algo, aunque solo sea el alcohol. Si te esforzás un poco tal vez podés sentir el gusto ligero de la uva. Y si comes algún cítrico podés experimentar una sensación de acidez pura en toda la boca.
La pandemia nos plantea muchísimas preguntas. Por ejemplo, con la comunicación: ¿qué ocurre con la información que damos, demandamos y recibimos? ¿cómo se vincula esto con el cuidado de quienes nos rodean? ¿cuáles son los datos -y las formas de transmitirlos- que nos aportan valor y cuáles nos llevan irremediablemente al pánico? Conociendo los síntomas del virus, ante la primera sospecha nos aislamos en casa. Inmediatamente la red de amigxs, familiares y vecinxs se activó para ofrecernos delivery de cosas, contactos de médicxs, contención y memes. Un domingo, en un grupo de whatsapp de vecinas, A. escribió: “Avisá si querés algo dominguero, si se tientan de comer facturas o algo así”.
Mi viejo nos manda, desde el primer día de su internación, un video con cada comida que le sirven en el hospital y a veces incluye una breve reseña en off. Él nunca perdió el gusto. La primera vez le respondimos con nuestro capítulo favorito de Los Simuladores:
– Pero ¿viste qué pedazo de fideo Susana?
– Fetuccini con salsa di mare.
– Es el plato más exquisito que he comido en años.
– ¿Querés una naranja?
Al segundo día nos contó que a su polenta le habían puesto un poco más de sal. Nos pidió una foto de nuestra cena. Mientras, en casa nos entretenemos buscando palabras para hablar del gusto. Mi hermano propone una definición del té: “gusto a verde: gusto a salir a cortar el pasto con la boca”.
Al tercer día, llamé a mi viejo. Luego de intercambiar nuestras experiencias culinarias, recordó un fragmento de “El hombre en búsqueda de sentido”, un libro de Viktor E. Frankl. Es curioso, dijo, cómo aún en situaciones extremas buscamos aferrarnos a aquello que nos define. Si la comida es un acto de amor, ¿por qué habríamos de comer cualquier cosa y no algo debidamente condimentado? Papá, le respondo, esto no se parece en nada a la segunda guerra mundial. Pero a él le gustan los libros que hablan de esa época. Siempre los cita. Encontrará, supongo, algún atractivo en las definiciones de la humanidad a partir de la tragedia.